
Michaelis Cué, Zoa Fernández y Bárbaro Marín interpretan a Varilla, La Señora y El Bárbaro en la puesta de Teatro Mío de 1994, bajo la dirección de Miriam Lezcano.
Foto: Denisse Guerra
En Delirio habanero, escrita en 1994, representada ese mismo año por el Teatro Mío, grupo del que formara parte el dramaturgo, y recientemente por el Teatro de la Luna, la trama revela pose sión y suplantación, realidad e imagine ría, mito e historia, lucidez y locura. Un trío de personajes emblemáticos protagoniza cada noche un encuentro que es fiesta del espíritu y especial realización para cada uno. Son ellos La Reina [de la Salsa], una mujer que dice ser Celia Cruz, figura singular, exiliada política en los Estados Unidos desde principios de los años 60; El Bárbaro [del Ritmo], nuestro sonero mayor Benny Moré, mito popular indiscutible, paradigma de la cubanía y muerto en plena fama en La Habana hace cuarenta años, y Varilla, “el mejor cantinero de lujo que haya conocido la ciudad” para deleite de los asiduos al famoso bar La Bodeguita del Medio. El delirio es el ámbito voluptuoso y de evocación de La Habana nocturna y bohemia que fue, espacio de lo posible y lo imposible y, sobre todo, pretexto para oficiar un ritual de la memoria y revivir o rein ventar hitos y esencias que exaltan la espiritualidad necesaria.
El texto es una rara avis, la acción a ratos parece estancarse, el tono cambia abruptamente y los personajes giran en círculos. El discurso fragmentario deja asomar delirio de grandeza, de persecución, misterio, rivalidades, confluen cias y disidencias, pero sobre todo el reconocimiento de la cultura como instancia de afirmación y unidad más allá de fronteras y extraterritorialidades.
Los tres únicos personajes están construidos en una dimensión dual y ambigua, de transfiguración y cuestionamiento del otro, que propicia una reflexión en torno al sentido de la identidad --"¡Yo sí soy yo! ¡Yo sí soy yo!", se ripostan uno al otro Celia y Bartolo--, y potencia un juego de alternancia actoral lleno de posibi lidades. La Señora y el Bárbaro son y no son quienes dicen ser, Varilla oscila oportunista entre afirma ciones nacionalistas, racistas o igualitarias, la banda gigante del Benny con sus trompetas y metales es sólo un sueño tras las luces de colores, el Varilla's Bar no pasa de ser una quimera entre viejas tablas, polvo y ratones del local clausurado, pero la música cubana está viva.

Laura de la Uz (La Reina), Amarilys Núñez (Varilla) y Mario Guerra (El Bárbaro) en la puesta de Teatro Mío (2006).
Foto: Denisse Guerra
Los personajes marcan fronteras físicas para defender su espacio utópico, su refugio de la cotidianidad y lugar de ensueño y encuentro efímero que les permite realizarse más allá de la muerte de uno y de la lejanía real –y luego muerte-- de la otra. Ante la insistencia del Bárbaro en que el supuesto bar va a ser destruido, Varilla respon derá ciego y sordo a la crudeza de la realidad y las escisiones históricas por razones de la política y la ideología: "Lo que pasa allá afuera no nos importa. No quiero oír hablar más de hambre, ni de derrumbe --[también alude muros, sistemas]-- ni de desgracia. Tenemos un bar. Tú eres tú, yo soy yo y ella es ella. Tenemos un bar." Porque el bar es aquí --como el puerco en Manteca-- una suerte de utopía compartida a la que los personajes se aferran, para proponer --como en aque lla-- una suerte de salida a la crisis a partir de iniciativas y esfuerzos personales.
La angustia existencial y el vértigo que causa en el ser humano la pérdida de la utopía, del rumbo hacia la búsqueda de la realización plena, y la defensa de una utopía a veces compartida y otras veces personal, abstracta o imaginada, es el gran tema de Alberto Pedro. Esta búsqueda anima lo más terrenal pero también lo más evanescente del Bárbaro, la Señora y Varilla.
Al final, el autor subvierte, recontextualiza o relativiza signos conocidos de la dramaturgia cubana precedente: esta vez el anuncio de demolición con los faros de los camiones y el sonido de los buldózer no sólo será señal de la irrupción del mundo nuevo; para los de afuera será la vía salvadora y el medio de acabar con el barrio insalu bre; para los tres pobres seres en su encierro será el peligro que se cierne sobre la llama del espíritu que anima noche a noche sus fantasías.
El autor polemiza, provoca reflexiones y no ofrece puntos de vista concluyentes. Su mirada enfoca el desencanto común a estos tiempos pero defiende y afirma --con la conocida vocación popular del cantante-- las conquistas sociales del proceso revolucionario.
Si la puesta inicial de Miriam Lezcano y Teatro Mío se movía en un margen de ambigüedad, según el cual los personajes eran y no eran El Bárbaro, La Reina y Varilla --por obra de la ficción los hacía revivir y unirse o ser “encarnaciones” en cuerpos de admiradores o fanáticos--, en notables actuaciones de Jorge Cao –luego Bárbaro Marín-- Zoa Fernández y Michaelis Cué; la propuesta de Raúl Marín –muerta Celia e historizadas algunas circunstancias socioeconómicas-- define claramente a los personajes como extraviados, que padecen distintos tipos de delirios, a partir de investigaciones en el terreno de la psiquiatría que realizó cada uno y que se traducen en comportamientos de expresiva performatividad. Seguras en organicidad y proyección resultan las apropiaciones de Mario Guerra, Laura de la Uz y Amarilys Núñez.
Ambos montajes reforzaron el rico juego entre líneas que apunta el texto y que en escena se completó por el público con su actitud cómplice, a pesar de que nunca se viola la cuarta pared. Alusiones en lenguaje directo o irónico a la realidad --"Hace cinco años que tengo los mismos zapatos" o "Esa señora no puede ser ella, porque le falta sabor y porque ella no puede estar aquí"--, completa ron su propósi to de incitación a la polémica con las reaccio nes activas del espectador.

Laura de la Uz (La Reina), Amarilys Núñez (Varilla) y Mario Guerra (El Bárbaro) en la puesta de Teatro Mío (2006).
Foto: Denisse Guerra
Delirio habanero es afirmación y fuga, viaje mítico de la cultura que se despliega en nuevos espacios y pasa por encima del tiempo, defensa de la identidad como un proceso en reformulación permanente, móvil y dialéctico. La reconstrucción de los mitos confirma la observación de Arcadio Díaz Quiñones cuando apunta que “es posible guarecerse en lugares frágiles y hacerlos habitables, mientras estén cargados de recuerdos que hagan posible tejer constantemente lo nuevo.”1
Antes Teatro Mío –que recorrió con Delirio… escenarios de Cuba, España, Venezuela, Colombia y México-- y ahora Teatro de la Luna, --que cumplió una temporada de treinta funciones a teatro lleno-- proponen un debate sobre las fronteras que confirma la confianza en el teatro como instancia de autorreconocimiento e incidencia transformadora de los conflictos del hombre contempo ráneo.
Vivian Martínez Tabares
Casa de las Américas
1. Arcadio Díaz Quiñones: “De cómo y cuándo bregar”, El arte de bregar, Ediciones Callejón, San Juan, 2000, p. 80.