El papa Francisco: Los cambios y los dilemas de las ciencias sociales de la religión en Argentina

A más de dos años de la elección de Jorge Bergoglio como Papa, es posible efectuar un balance unido a la posibilidad de dilucidar el impacto que tuvo en las ciencias sociales de la religión y, desgraciadamente, en los aprioris que estas ciencias llevan a cuestas. En este contexto, anticiparé mi conclusión y tesis: el rumbo del papado tiene, entre otras, la consecuencia de ser un desafío para formas de análisis que no dejan de correr el riego de quedar girando en el vacío. Por tanto, es necesario combinar dos tipos de consideraciones que desarrollaré a continuación. Por un lado, las relacionadas con los cambios y continuidades que ha traído o podría traer el papado de Jorge Bergoglio, y por el otro, la relacionadas con las formas en que las ciencias sociales viven esta cuestión. Entre estas últimas hay una que es central y que parece no estar en cuestión: ¿hasta dónde y en qué sentido sigue siendo tan importante la iglesia Católica en las sociedades contemporáneas? Para responder a esto, me referiré específicamente al caso de Argentina como un caso en el que es posible plantearse estos interrogantes (aunque este caso esté particularizado por el hecho de ser el país de origen del Papa, o más bien, aprovechando esa situación específica para nuestro análisis).

1. Cambios y parámetros de cambio

En relación a los cambios y continuidades en este espacio—que es necesariamente muy breve—diré que los parámetros que se aplican para evaluar los cambios son insensibles para registrarlos y que, prescindiendo de ellos críticamente, es posible señalar un rumbo de cambios potenciales. Esto sólo es posible si se tienen en cuenta cuáles son los objetivos que parece tener este papado, cuál es la realidad interna de la Iglesia Católica, cuáles son las relaciones de fuerza y cuáles son tanto los tiempos, como los ítems posibles de un posible cambio. Quizás no esté demás decir que nuestro argumento a favor de la posibilidad de cambios dista de estar comprometido con una visión que pueda asegurar que ese hecho es necesariamente positivo en términos de nuestras concepciones de lo que es positivo socialmente. No nos parece mejor un mundo en el que la Iglesia Católica cambie y se vuelva más influyente. Nuestra apuesta es simplemente cognitiva: que en los planos relativos a la relación del catolicismo con la autonomía y con las formas actuales del capitalismo, los gestos del Papa Francisco pueden tener un valor transformador. Transformador, pero limitado, teniendo en cuenta apoyos posibles y fracturas existentes en la dinámica de los vaivenes de la Iglesia Católica de los últimos 50 años. Ese mismo valor puede palparse si se dimensiona en qué sentido y cuánto puede cambiar el catolicismo no siendo lo mismo “algo” que o “todo” o “nada”.

La nominación de Francisco no parece ser ajena a, por lo menos, tres objetivos relacionados entre sí: contener y/o revertir la sangría de fieles en América Latina; sanear la imagen y las finanzas del Vaticano; y dinamizar y transformar de alguna manera una estructura que siendo reconocidamente durable, ha comenzado a dar muestras de una forma específica de agotamiento. Este agotamiento se relaciona con la capacidad del catolicismo de asegurar recursos humanos (miembros y cuadros) que garanticen una continuidad organizativa que se ve amenazada justo en el momento histórico en que el aumento de las poblaciones, la competencia entre grupos religiosos y el cambio cultural dan origen a una doble amenaza: la de perder el predominio demográfico que ostentaba en algunas áreas de América latina y la de acentuar la retracción fenomenal de las almas en la Europa que fue su hogar de siglos y hoy es la sede de un catolicismo menguante en caudal, legitimidad y presencia en el espacio público.

En relación a estos objetivos deben entenderse tanto las acciones como las posibilidades del reinado de Bergoglio. Al mismo tiempo, es necesario tener en cuenta un dato que abarca no sólo el de Francisco I, sino tendencias de los papados precedentes que en este se radicalizan: el catolicismo, especialmente el papado, ha quedado en la posición de ser un vocero global identificado con “las causas de la humanidad”. Independientemente de sesgos que le han dado a esa posibilidad los muy diferentes rostros del anticomunismo—o la opción por los pobres—termina pregonando paradójicamente, la igualdad, la fraternidad e incluso la libertad. Si los dos primeros valores se reivindican contra el capitalismo salvaje, el último se reivindica contra un individualismo que, en su visión, se vuelve un dictado. Así, de forma retorcida y exclusivamente circunscripta a lo religioso, casi contra su tradición de los últimos siglos, el catolicismo reclama su identidad en una perspectiva de derechos individuales. Es que la secularización, el cambio cultural y la emergencia de nuevos valores o las ortodoxias islámicas se le aparecen a la mirada católica como dictaduras frente a las cuales debe afirmarse el “derecho a ser católico”. De esta manera, sucede entonces que lo que el propio catolicismo presentaba como una adscripción, es defendido como una elección.

Ahora bien, en cuestiones como derechos de género y sexualidad, cuestiones que en general son de autonomía, no debe dejarse de lado que el escenario del que se trata es la iglesia católica, y que las fuerzas que operan en ese espacio se encuentra notablemente posicionadas a “la derecha” de un consenso emergente en las grandes urbes occidentales acerca de cuestiones como la identidad de género, la vida sexual, las formas del lazo amoroso y su institucionalización.

Los signos de cambio del Papado en este aspecto son reales, pero no tanto en la medida de ese consenso sino en relación al mundo obstinadamente conservador del clero y el Vaticano. Los gestos de Francisco no se dirigen necesariamente a contentar al mencionado consenso emergente en cuanto la libertad de las uniones matrimoniales, los cuestionamientos a la heteronormatividad o la autonomía plena de las mujeres (aún cuando parece tener en cuenta algo de esa interlocución), sino a las consecuencias que tienen para la Iglesia Católica el predominio conservador que da lugar a la estigmatización y subestimación de las mujeres y los divorciados, y, a la distancia con los jóvenes, que llevan a la perdida de fieles. Sus gestos intentan y tal vez logran erosionar y acotar las prerrogativas de los sectores recalcitrantes del catolicismo en ese plano. Si hay un cambio es un cambio para adentro del catolicismo. Y no porque ese cambio no se alinee en grado con las tendencias actualmente dominantes en occidente deja de ser un cambio en una de las instituciones que en ese aspecto es de las más conservadoras de occidente. El catolicismo pierde más fieles porque no da la comunión a los separados que por negarse a aceptar el matrimonio igualitario aún cuando desde mi punto de vista—que soy ateo, partidario del matrimonio igualitario y de la laicidad—sería mejor que lo aceptase. Otro tanto ocurre con las restricciones de la participación de las mujeres o con el llamado genérico “hacer lío” que abre espacios de participación a jóvenes y laicos en general. Podrá decirse que si su llamado no es más radical, esos cambios son a medias, pero no puede negarse que aún a medias, son cambios y que su propia ocurrencia revela, con todas las mediaciones y distorsiones que se quiera, los efectos mas generales de ese consenso crítico en el catolicismo (que en definitiva es consenso a favor de la autonomía de los sujetos y contra la normatividad sexo-genérica). Podrá discutirse que esos gestos aunque tienen una dirección de cambio, no alcanzan para quebrar las resistencias que se les oponen; pero no puede negarse que esos gestos son una condición necesaria para sustanciarlos, y que suscitan resistencias como las que se manifestaron en el Sínodo de los Obispos en 2015. En cambio, es tiempo suficiente para evaluar claramente hasta dónde esto ha sido logrado. Que las resistencias que intentan bloquear esa voluntad ya se han hecho manifiestas en la Iglesia Católica habla de la vitalidad de la batalla en curso y esta del sesgo con el que pretende avanzar el Papa. Se ha introducido un aire de cambio al cuestionarse lo que hasta ahora era incuestionable pero la cristalización de una nueva dirección no puede darse sino en ritmos que son más lentos que los de las apariciones mediáticas del Papa y abarcan las disputas intensas, sórdidas y milimétricas que se dan parroquia por parroquia, obispado por obispado, país por país. En la Iglesia Católica las cosas ocurren como en la sociedad mayor en que se inserta. El matrimonio igualitario sancionado en la Argentina no ha determinado la extinción de las acciones homofóbicas, y esto no implica que la ley que amplía las formas de unión no sea un cambio que cuestiona dichas acciones.

De la misma manera debe entenderse otro hecho: el empeño de la cabeza de la Iglesia Católica contradiciendo las corrientes históricamente dominantes, incluso considerando que lo hace en términos que vistos desde afuera son más que pobres—incluso insultantes—no tiene efectos unívocos, rotundos o inmediatos y, sin embargo, no deja de ser, per se, un cambio. Y en el caso del catolicismo esa dimensión de batalla cotidiana y extendida por toda la institución que adquiere la situación, es conocida por sus miembros que ya libraron, hace casi 50 años, una guerra que duró décadas y en las cuales se jugó y logró la posibilidad de revertir en el tiempo los “avances” del Concilio Vaticano II por la vía burocrática. Si los cardenales conservadores manejaron tan sabiamente para sus intereses su conocimiento práctico y sociológico de la institución, no sería injusto esperar que los cientistas sociales dispongan de un dimensionamiento tan rico como el de los “no profesionales” y pudiesen incluir en sus estimaciones cuestiones relativas al tiempo—a las que Francisco por otra parte atiende de forma consciente, refinada y teorizada—las complejidades institucionales del catolicismo y, como diremos más adelante, el hecho de que el catolicismo no es la sociedad. Y no dejemos de decir en atención a esa dimensión institucional que el Papa obra de forma intensa y sistemática. Los recambios en las Diócesis de diversos países y en el Colegio Cardenalicio no son ajenos a su signo y tampoco su acumulación a lo largo del tiempo y el espacio, ya que luego de años o décadas de una ofensiva reaccionaria, estos podrán sentirse a lo largo del tiempo.

En cuestiones como la crítica del capitalismo podría decirse que, por su formato y su contenido, la crítica de Francisco se queda atrás del Catolicismo social y obviamente, del liberacionista. Pero por otro lado se es injusto si se ignora en la evaluación que las fuerzas más críticas del capitalismo a nivel mundial han “rebajado” su formato y su contenido: ya nadie escribe El Capital para criticar al capitalismo, y los horizontes utópicos no son necesariamente radicales, aunque, en términos relativos, son muy desafiantes. En un mundo racionalizado a la medida de los intereses de las finanzas, las tomas de posición crítica resultan minimalistas y aspiran en general a ponerle coto a lo salvaje del capitalismo. En ese marco de emergencia de un “reformismo global” de un mundo corrido a la derecha, Francisco es un crítico más ya que señala no sólo lo evidentemente escandaloso del orden económico capitalista, sino que apunta a un tipo de subjetividad social que tiene el mismo lugar estructural que el “pobretariado” tenía en la teología de la liberación cuando ésta trataba de darle inscripción política a una morfología que, como la que presentaban las periferias de Latinoamérica, no cabía en el eje proletariado-burguesía y abarcaba “campesinos”, “pobres urbanos”, activistas políticos y sociales perseguidos, juventudes rebeldes y diversos tipos de movimiento social. Más aún, debe decirse que si el lenguaje de Francisco no es el de “El Capital”, tampoco está tan lejos de el de “El Manifiesto Comunista”. No, obviamente, por su radicalidad programática sino porque el lector modelo del panfleto comunista, y del discurso contemporáneo de Francisco se parecen: ambos están dirigidos menos al analista y al teórico y más como a un sujeto a construir y movilizar.

El tipo de injusticias interpretativas que se aplican al papado podría ampliarse, pero bastan las señaladas para indicar la cuestión de la necesidad de revisar los parámetros y dimensiones que invocamos para evaluar lo sucedido hasta ahora con el Papa argentino. Hay algo que sucede de una forma insensible y nos hace perder la sensibilidad: las instituciones académicas se han vuelto productoras y reproductoras, sede y altavoz de todas las posibilidades críticas del género, del capitalismo, del colonialismo y de la colonialidad del saber, de la destrucción del ambiente e incluso de las relaciones hostiles con el reino animal. En ese contexto en que la vida académica parece avenirse a los parámetros más radicales posibles, pero todos ellos con pretensión de universalidad, es lógico que las variaciones del Papa parezcan sistemáticamente nimias.

Vamos a suponer que todo lo obrado por Francisco hasta ahora se resuma a gestos. ¿Los gestos son cambios? Estimo que si alguien quisiese evaluar la eficacia de estos gestos a través de parámetros tales como cambios en las estructuras eclesiales locales, incremento de fieles, y de modos y contenidos de participación, no vería grandes variaciones por las que ya hemos afirmado acerca de la temporalidad en que se suscitan y aquilatan los cambios. La prisa imaginaria respecto del tiempo en que estos procesos podrían madurar impediría ver un aspecto que me ha llamado la atención y no creo que sea poco importante: organizaciones como el catolicismo albergan en sus pliegues, en posiciones marginales o poco operativas, sujetos que han sido vencidos en batallas anteriores como la de la implementación de los cambios correspondientes al Concilio Vaticano II y esperan su oportunidad de volver, demostrar sus verdades, retomar el impulso, aplicarlo con correcciones que surgen de la sabiduría que dan las derrotas y las frustraciones. El exilio interior es un espacio invisible y muchas veces tomado por la ambigüedad con la que los derrotados intentan acomodarse a sus circunstancias históricas. La “rehabilitación” de posiciones y sujetos que otrora se veían marginados y limitados es una de las posibilidades de cambio que se han abierto con los “gestos” aún cuando éste no sea el tiempo para percibir de la forma más contundente esa activación. Si en una organización autoritaria como el Partido Comunista Chino los rivales de Mao sobrevivieron a las purgas que este impulsó para luego vencer su línea, ¿por qué no podría esperarse un vaivén semejante de todos los que fueron humillados y marginados luego de la restauración conservadora en el catolicismo? Y junto con ello es necesario dimensionar otro efecto potencial en que se traducirían los retornos del exilio interior: han madurado una serie de contactos entre el catolicismo y la sociedad civil justo en las zonas en que se concentra el contenido crítico del discurso de Francisco respecto al capitalismo (incluso desde antes de ser Papa). No sólo se trata de lo que se activa dentro de la Iglesia Católica sino de lo que sucede en ciertos ámbitos sociales y políticos que comienzan a mirar al papado como una referencia moral para elaborar posiciones políticas en la inminencia de combates económicos y sociales que para las clases populares se juegan en posiciones cada vez más defensivas y cada vez más vitales. El retorno del Estado que se dio con los gobiernos pos-neoliberales latinoamericanos es a veces menguante y siempre insuficiente. En esa zona de demandas insatisfechas y crecientes donde se acumulan explosivamente los efectos de décadas ininterrumpidas de construcción de pobreza y desigualdad, se puede producir la coalescencia entre sujetos sociales y efectos amplificados de la transformación Bergoglio en Francisco en la militancia social católica del siglo XXI. Las crisis venideras, derivadas del decaimiento de las economías latinoamericanas, podrán ser el escenario en que esa posibilidad se verifique.

En los últimos meses han sucedido dos hechos que avalan una interpretación que relaciona gestos y cambios en una dialéctica permanente. Por un lado, las causas judiciales contra los sacerdotes que cometieron abusos sexuales han sido confirmadas y no se han evadido sus consecuencias judiciales más extremas. Por otro lado, el plebiscito sobre el matrimonio igualitario en Irlanda dio el triunfo a los defensores de la propuesta del matrimonio igualitario en uno de los países de mayor pregnancia Católica en Europa, dio la oportunidad de registrar vacilaciones en las posiciones vaticanas. En los medios que reflejan la posición papal, como el Vatican Insider las reacciones estuvieron lejos de las condenas y admoniciones que el propio Bergoglio sostuvo cuando el matrimonio igualitario fue aprobado en Argentina en 2010. En las nuevas circunstancias, el evento mereció consideraciones sociológicas y culturales e incluso llegó a hablarse de que la situación representaba más que un insulto o una mera derrota, un desafío para la iglesia. El hecho prueba que la opinión que ha cambiado no se restringe al Papa y que el espíritu de cambio gana el corazón de ciertos cuadros intelectuales vinculados al Estado Vaticano.

Ahora bien, si cambiando los parámetros en la evaluación de los cambios pueden ser más sensibles, es necesario contextualizar la significación de los eventuales cambios considerando la posición del catolicismo en la vida social.

2. La descatolicización de lo social y el católico-centrismo de las ciencias sociales

Mi descripción no es para nada consensual. Y la tensión entre lo que digo y sus objetores, presente en mi propio texto, es parte de una tensión más general. Durante este año se ha dado una especie de contrapunto en el que cada “gesto” de Francisco recibe, de una parte de algunos intérpretes académicos, el señalamiento del matiz y la falta. Que sólo se trata de gestos, que si apuntan a la estructura eclesial no apuntan a la financiera, que si lo hacen a una y otra no apuntan una crítica radical del capitalismo, que si lo hacen no encontramos en su discurso una acogida plena al respecto de las demandas de igualdad en cuestiones de género y sexualidad. Más allá de que con el tiempo el Papa fue ampliando los planos y la radicalidad de las cuestiones sobre las que se pronuncia, no ha intentado ser el héroe de la sumatoria de reivindicaciones propias del proyecto emancipador y su verbalización académica (vaya que él no adhiere al mismo y no está defraudando a nadie que, equivocadamente, afirme que ese proyecto es, desde siempre y para siempre, la “verdadera utopía del cristianismo”). Pero Francisco I fue esbozando su compromiso con un programa de cambios y queda la impresión de que sus críticos podrían siempre ser exitosos en exigirle algo más: que esté a favor de la legalización de la marihuana, que bendiga parejas poli amorosas, que participe de fiestas electrónicas. El punto es que esa dialéctica entre los gestos y los señalamientos críticos se asienta en un hecho: a pesar de que se estima que el papado y el catolicismo son incapaces de promover cambios positivos, se tiene en muy alta estima el peso del catolicismo en la sociedad y por eso se le exige tanto.

La suposición de una centralidad del catolicismo es la causa de interpretaciones tan exigentes. Las ciencias sociales reciben la novedad del papado y la discusión sobre el potencial de cambio en el marco del desarrollo de una tensión previamente existente y no abolida. Mientras algunas expresiones de las ciencias sociales de la religión tienden a sobre-ponderar la importancia del catolicismo, y a jerarquizar los fenómenos de acuerdo a categorías que privilegian conceptos de las ciencias sociales calcados de la experiencia católica, las sociedades viven un proceso de largo plazo de descatolicización que tiende a dejar las categorías católico-céntricas de las ciencias sociales de la religión en off side. Es indicadora de ese “católico-centrismo”, la idea de que el modelo de relación entre lo religioso y lo político tiene su matriz en el conflicto de la secularización que se dio en algunos casos nacionales (especialmente el francés). De acuerdo a los supuestos derivados de esa experiencia, la separación del catolicismo y la vida social es lenta y asintótica sobre todo si consideramos su inscripción cultural y no sólo la dimensión institucional. Desde este punto de vista se hace invisible en su positividad ontológica todo aquello que en la cultura no sólo es el producto de la separación y la distancia del catolicismo sino aquello que le resulta alternativo, ajeno, diferente y que en su multiplicación le resta gravitación a la religión romana. Es necesario entender que en sociedades como la Argentina—complejas, heterogéneas y cambiantes—no todo lo existente se agita en la dinámica de la separación del cristianismo tal como ocurre en sociedades como las europeas en las que la imbricación entre sociedad y catolicismo (o cristianismo) fue extendida en el tiempo y es profundamente capilar.

La presunción de que el aumento demográfico de la presencia de un grupo religioso tendría que tener inmediatas consecuencias electorales y políticas también es parte del católico-centrismo. La idea de que ciertos grupos configuran sectas que son o un grado menor del desarrollo “completo” y maduro” que correspondería a una “iglesia”, o bien directamente, fenómenos criminales, también testimonia la presencia del católico-centrismo en la forma de clasificar los formatos posibles de la experiencia religiosa. Ese católico-centrismo tiene además profundas raíces corporativas: se estudian objetos que se suponen legítimos e importantes, para legitimar la propia carrera académica. Así la pretensión de centralidad que tuvo el catolicismo, acompañada de concesiones, halo y pompa fue inconscientemente auxiliada por el hecho de que desde las ciencias sociales se atribuyó a esa pretensión una realidad incuestionable, porque ello legitima a sus estudiosos como practicantes de una investigación importante.

Pues bien, también es católico-céntrico suponer, más allá del pesimismo o el optimismo acerca de que los cambios del catolicismo, que estos son tan importantes para la sociedad y que su falta de radicalidad es un peligro para la misma. El católico-centrismo implícito de quienes le reclaman más al Papa, incluso el de los que lo denuncian, es un papismo inconsciente, que sería superado si tan sólo se entendiese lo siguiente: que los cambios que está viviendo el catolicismo no son tanto para cambiar la sociedad como para mitigar el descomunal delay que soporta el catolicismo en relación a las sociedades en que se inserta, y que cada vez se alejan más de sus prescripciones y sus instituciones. Lejos estamos de suponer que el catolicismo es irrelevante, pero insistimos en desestimar la validez de afirmar la ecuación y la co-extensión de los términos sociedad y catolicismo. Más aún: sabemos y sospechamos aún más algo: que a través de la sociedad, incluso atravesando el catolicismo, se encuentran núcleos densos de moralidad, práctica y creencia religiosa que desafían, de modos muy diversos, el predominio presunto del catolicismo. En el fondo no se toma conciencia de una inversión de relaciones que subyace a la contraposición de evaluaciones; en la actualidad el cambio del catolicismo trata más de las posibles adaptaciones de éste a la sociedad que de la transformación de ésta por las acciones del catolicismo. Si esto último fue alguna vez posible en algún grado, hoy lo es un grado mucho menor que no hace más que reflejar la pérdida de centralidad del catolicismo en las sociedades contemporáneas.

Pero la cuestión es incluso más compleja y retorcida en el caso argentino. La mirada que apunta la descatolicización de la sociedad argentina observa correctamente que tanto dentro como fuera del catolicismo se desarrollan fenómenos que no pueden ser captados con una sociología del catolicismo católico-céntrica forjada en otras tierras y otros tiempos. También observa que en términos de moralidades, corporalidades, formas de relación con lo sagrado, relaciones entre el estado y la sociedad, el catolicismo pesa cada vez menos si se compara su peso actual con el que ostentaba o pretendía ostentar hace cincuenta años. ¿Para esta mirada, la emergencia de Bergoglio como Papa es un desafío crucial? ¿Cómo superar el católico-centrismo en un momento en que el catolicismo vive una marea alta y se desdibujan, si se cede a una percepción apresurada, los contornos irrefutables de un proceso de largo plazo en que el Catolicismo no ha hecho más que perder peso, sin que esto configure una tendencia natural, irreversible y lineal? El dilema es más agudo aún porque una parte de la eficacia de los cambios que efectivamente hace Francisco, aunque lo niegue el exigente estándar del “católico-centrismo de izquierda”, es el siguiente: Argentina vive frecuentemente la combinación de ciclos económicos y políticos traumáticos que llevan a la sociedad y a sus políticos a la instancia de darse “gobiernos de salvación nacional”. A medida que esos procesos queman mediaciones sociales y políticas, el papel del catolicismo se incrementa potencialmente, sobre todo de forma coyuntural. Si eso ya ocurrió en ocasión del diálogo argentino que garantizó un acuerdo para la salida de la crisis de 2001, ¿qué no podría ocurrir en una coyuntura relativamente semejante, incluso una no tan catastrófica, cuando el catolicismo argentino está potenciado por el efecto Francisco, y por las ya señaladas ligazones entre organizaciones sociales, militancia y orientaciones de la evangelización?. Las ciencias sociales de la religión han comenzado a dialogar críticamente con las incrustaciones inconscientes del Catolicismo en la cultura académica, también han podido mirar más allá del catolicismo y han encontrado experiencias religiosas ontológicamente positivas que además son parte de la cultura contemporánea y del propio mundo Católico. Ese éxito será puesto a prueba en una fase en que todo podría presionar para olvidar esas adquisiciones. Si para salir del católico-centrismo analítico es necesario saber entender los cambios que vive el catolicismo y dejar de pensar que es la gran variable de la vida social, también puede llegar a ser necesario aceptar que vive un momento de alza en el que incrementa su agencia.


Pablo Semán es licenciado en Sociología y Doctor en Antropología Social. Actualmente es Profesor de la UNSAM e Investigador del CONICET. Ha investigado diversas expresiones de las culturas populares en Argentina.