Del performance en la vida cotidiana
Carlos Monsiváis
Crece la moda teatral y metateatral del performance, según sus cultores y su público una improvisación rigurosa. Y se acrecienta también la importancia de los performances que ignoran su condición, “teatrales como la vida misma” y como el afán secreto de convertir la vida cotidiana en una galería de hechos únicos (Definición de tedio: el ritual que da flojera modificar). A continuación, evoco algunos performances de estos años en la Ciudad de México.
I. El insulto como envío de cariño fraternal
Es notorio el desgaste del insulto a la antigua. Al perder las “malas palabras” su condición diabólica y profanadora, se requiere una imaginación exultante para ofender en verdad al público. Y esto lleva a teatralizar la agresión. Oí este monólogo en un concierto de rock pesado en Ciudad Neza, del grupo Los Hijos del Travesti Estéril (o algo así):
—A ver, cabrones, ¿qué onda? Cómo se nota que sus padres los hicieron con desgano (Risas), si le ponen cuidado a lo mejor no salen tan peorcitos y dados al queso (Carcajadas). Si nomás los veo y me digo: ¿qué habré hecho en la vida para conseguirme un público tan de plano alejado de la mano de Dios y hasta del pinche diablo? (Risas entusiastas). ¿Y a ustedes les voy a regalar mi voz que de plano apesta? Se la merecen (Aplausos). Y nosotros que empezamos de teloneros de Plácido Domingo (Carcajadas), ¿aquí acabamos? ¡Qué mala onda! Si he sabido no nazco en este país o mudo el vientre de mi madre a otra clase social. ¡Qué joda! ¿Están seguros de que no quieren irse a su casa y ahorrar para que los repare un cirujano plástico? (Gritos de entusiasmo) No, pues si de a tiro ya no la hice... Oigan güeyes, ¿les puedo pedir algo? (Síííííí!!!). Bueno, conste que ya rugieron... Se me van ahorita mismo a la Chingada y de puntitas. ¡Órale! (Aplausos, chiflidos, se hace la Ola) ¿Me entendieron bien? ¿Sí? (Gritos) Pues váyanse a la Chingada (Aplausos). A ver, repitan conmigo: Me voy a la Chingada (Coro: Me voy a la Chingada pero ya!!! Gritos de felicidad) Así me gusta. Como los quiero cabrones, ahí les va un beso pero no se la crean güeyes, a mí no me gusta el puré de murciélago (Griterío). Bueno, un beso y aguántense la tocada porque nosotros bien que nos aguantamos su pinche aspecto.
II. El activista y su mantra de repeticiones
Mayo de 2001. En el templete, al final de la marcha, el activista histórico se enardece:
—Compañeros, la burguesía allí está tan campante y nosotros tan de a tiro, sin movilizar las fuerzas históricas que saquen a estos miserables del poder y le den entrada al campesinado, al proletariado, a las clases medias progresistas y a la vanguardia de las luchas populares. ¿En qué andamos, compas? En la marcha no oí un solo grito de apoyo al heroico pueblo de Vietnam, ni un saludo a las movilizaciones antiimperialistas en Angola. Ya sé que eso fue hace mucho, pero el tiempo histórico allí sigue. ¿Qué pasa? ¿Ya nos comieron la lengua las ratas del imperialismo? El pueblo tiene hambre y sed de justicia y nos toca responder a nosotros, los luchadores de siempre y desde antes. ¿O vamos a dejar que nos vean la cara y el trasero? Ni madres, compas. La lucha del pueblo está más presente que nunca, está en todas partes y viva la vanguardia, y ahí te vamos burguesía... Y llégale, y llégale, y llégale, y llégale, y llégale, y llégale (Sigue cinco minutos con las mismas dos palabras y el orador emocionado y ronco. Se detiene un breve instante y continúa) Y llégale, y llégale, y llégale, y llégale... Lleva diez minutos en el rosario agitativo, y alguien del comité organizador le sugiere que concluya, el orador no hace caso y persiste en el Y llégale hasta que le arrebatan el micrófono. Furioso, desciende y se pierde entre los restos de la marcha, mientras se escucha a cada segundo más apagadamente: Y llégale, y llégale...
III. Los quince minutos de fama de algunas apariciones
Prólogo casi teórico
Hay performances muy limitados en su alcance, no obstante el gran éxito inicial. Por ejemplo: el aviso del surgimiento de imágenes de la Virgen de Guadalupe. El esquema suele ser reiterativo: alguien, por lo común una señora devota, localiza la presencia inesperada de la imagen bendita, se lo cuenta a los vecinos, le habla a la televisora local o a las grandotas, le avisa al cura más cercano del bienaventurado caso, acuden los reporteros y las cámaras, los vecinos toman partido decididamente, las autoridades religiosas piden tiempo para emitir un veredicto (nunca se produce), y con gran unción algún sacerdote oficia allí mismo la misa de agradecimiento. También un incrédulo publica un artículo sobre alucinaciones colectivas, y se refiere sarcásticamente a los creyentes afectados por la mercadotecnia, que definen el cielo como “la oferta de temporada eterna para los fieles”.
La práctica
De cómo la Virgen se aparece al que hace como que la Virgen le habla
No, yo no fui el primero que la vio, por eso fui el primero que dio aviso, aunque el que la contempló antes que nadie a ella, la Morenita del Tepeyac, fue Ernesto, el vago que nunca falta aquí por la plaza. Yo me distraje observando una carroza fúnebre por la Avenida Hidalgo, donde eso casi nunca sucede, la lentitud desespera el tránsito, pero Ernesto, que ese día no tenía qué hacer, pues cuándo, se iba a meter al Metro Hidalgo y que se fija en el piso porque es muy distraído, es de los de “yo pa’rriba no sé mirar”, y allí estaba la losa con la imagen de la Morena, resplandeciente aunque un tanto difícil de mirar, era ella sin duda. En eso que llega Toñita, la que vende flores, y que suelta un grito y se pone a llorar, y nadie la calmaba, y lágrimas y lágrimas, y hubo quienes lloraban por solidaridad, y ella gritaba “¡Milagro, milagro!”, y luego añadía: “Devuélveme a Pedro, Patroncita!” y llegaba gente y se maravillaba ante la imagen, y empezaron a caer los reporteros, y la televisión y los camarógrafos, y las preguntas igualitas, que cómo ocurrió esto, y a poco es de veras la Virgen, no se parece a la de las fotos, ¿cuáles fotos?, y las mujeres armaron su alboroto, y su “Nosotras también somos tan devotas que luego sabemos si es la Virgen de a deveras”, y Toñita con su “devuélveme a mi Pedro”, y los reporteros preguntaban: “¿Quién es Pedro?”, y nadie supo responder, pero daba igual porque a todos nomás les importaba la Virgen, y que se presenta un cura a dar fe, más bien a echar una ojeada, y la gente no hizo caso de sus preguntas, y lo obligó a decir misa y en los alrededores del Metro Hidalgo no se podía dar un paso, y la gente rezaba y una señora gritó: “Es un mensaje del cielo”, porque en el Metro se pecaba, y las parejas no se esperaban a la recámara y otra señora le gritó que no dijera tonterías, que la Virgen no usaba sus apariciones como regaños, y otra señora que usa el Metro ya muy noche comentó: “Siquiera usaran condón”. Y la regañadora replicó: “Pues tampoco la Virgen apadrina el vicio”, y Toñita, su opositora le contestó: “Dirá amadrina”, y Toñita dále que dále con la devolución de su Pedro, y los paseantes rezaban y el cura aconsejaba prudencia, y llegó otro sacerdote que recomendó más plegarias aunque distintas para no aburrir al Todopoderoso, y una persona que lo acompañaba vendía los rezos, y tuvieron que cerrar esa entrada al Metro, y Toñita despachaba flores como loca, y ya nunca supe si volvió Pedro, porque me dio flojera preguntar, y además me puse a ayudarla con la venta, y a ella también se le olvidó.
Epílogo sin lágrimas
Se arman miniperegrinaciones, la gente se forma en el pasillo con paciencia admirable, nadie que pase por allí se atreve a comentar en voz alta lo pasado de moda de los milagros, ni su incapacidad de competir con los efectos especiales. La noticia se eleva en los altares mediáticos, vienen de la provincia y de la nueva provincia (las delegaciones de la Ciudad de México), a certificar el suceso, hay rezos, hay problemas de vialidad en el Metro Hidalgo...
Luego, el fervor amengua y a los dos meses una vecina en un centro habitacional descubre junto a su refrigerador, no una mancha de humedad, sino la mismísima imagen de la Morenita del Tepeyac, llama a los vecinos y a la televisión, se dinamiza el centro habitacional... Y luego desciende el olvido, la imagen de la loza de cemento en el Metro es colocado respetuosamente en un nicho del pasillo, de la virgen del refrigerador no se vuelve a hablar y de pronto, en un pueblo de Hidalgo un vecino descubre en un árbol una imagen...
IV. Se rifa una dedicatoria de suicidio
Una tarde triunfalista en una colonia restaurantera de la Ciudad de México. Los restaurantes están que no cabe ni un alma ni un símil, y en una calle cercana a la zona donde los restaurantes se multiplican como si fueran panes y peces, se oyen voces fuertes, una mujer pide auxilio, la gente corre, algunos regresan precipitadamente a sus mesas y se vuelven a ir con sus amigos, los meseros quieren controlar el éxodo y acuden a toda su disciplina corporal para mantenerse en sus sitios, desesperados.
En el balcón del tercer piso del edificio, un hombre de unos 40 años anuncia su decisión: va a renunciar a la existencia, y antes de hacerlo explica el motivo: lo corren del edificio, no tiene adónde ir, la expulsión es una canallada. Además, con su acto se propone hacer una contribución mundial, lo va a dedicar, alega, “como si fuera una obra de arte, que es lo que va a ser. Durante siglos, la humanidad ha desaprovechado la oportunidad extraordinaria de convertir los suicidios en obras únicas, y al quitarle el sentido estético a estos finales por voluntad propia, se les condena a ser meramente circunstanciales, mi suicidio será el primero que se dedique como una pieza de colección.”
Desde abajo, la multitud se enardece. “¡Payaso! ¡Ya bájate, pendejo! ¡No nos quites el tiempo!” El casi agonizante se ofende: “Váyanse al carajo. Yo no les pedí que vinieran. Lárguense a ver cómo se asfixia su madre con el gas”. Más gritos. Rechiflas. Insiste: “Imagínense, si los suicidios pudiesen llevar dedicatoria, los que se van de este mundo tendrían que esforzarse y ser más imaginativos. Nada de pastillas ni un balazo en el corazón.”
Insultos. “Oye, ¿a poco tirarte de un edificio es muy original?” Una señora explica:
—Es que el casero ya le pidió el departamento porque hace un año que no paga, y hoy llegó con un actuario, la policía y unos cargadores. Le querían sacar los muebles a la calle. Los vio llegar, y se encerró y luego salió con su numerito. Lleva ya como media hora en el balcón.”
Se presentan los bomberos. Hay reporteros, una legión de fotógrafos, camarógrafos de Televisa y Televisión Azteca. Desde un balcón cercano lo entrevista un reportero de radio:
—¿Por qué se priva de la vida si se puede ir a otro edificio?
—Porque me da la gana, que es un derecho ciudadano, carajo, y porque alguien debe enfrentarse a estos parásitos capitalistas y echarles en cara la explotación a que nos sujetan. Estas rentas son un robo. Y el rumbo no es nada seguro.
—Pero tengo entendido que tú tienes mucho tiempo de no pagar.
—No me hable de tú, que a un moribundo no se le falta al respeto.
—Está bien, señor, ¿pero por qué mejor no organiza un movimiento contra la especulación urbana?
—Porque no nací para líder y me conformo con ser mártir (Guarda silencio un momento y grita): Pueblo de México, le pensaba dedicar mi suicidio al casero para mancharle de sangre su Navidad, pero mejor te lo dedico a ti, que dejas que te exploten los buitres y los escorpiones. Responde con dolor a mi dedicatoria.
Desde abajo, un hombre como de sesenta años lo increpa:
—No sea usted animal. Dios nos prohibió quitarnos la vida y quitársela a quien sea.
—Dígaselo a Bush, viejito.
—No hable de los gringos y no politice este momento. La vida es sagrada.
—Si es sagrada a mí me vale madre. Es mi único patrimonio y lo voy a usar creativamente, como una obra de arte, repito. (Entra un momento y pone un disco de María Callas).
—¡Qué bella es esta música! Un ángel entona un aria. Ahora sí voy a proceder.
Un grupo de jóvenes comienza a gritarle:
—¡No le dediques tu suicidio al pueblo! Dedícamelo, yo sí te entiendo.
—¡A mí, compadre!
—¡No, a mí!
—¡A mí, que hago instalaciones!
La riña por la dedicatoria prosigue, algunos se fastidian y se van. Los camarógrafos se divierten. Nadie toma en serio el suicidio. De pronto un gran silencio. El hombre parece decidido. La burla se transforma en espanto...
Cinco minutos más tarde, se abre la puerta del edificio y el suicida fallido aparece custodiado por la policía. Esa noche no se contempla su imagen en los noticieros (no es noticia), al día siguiente ni una nota en los periódicos, ya basta de localismos.
V. Un taxista ofrece su proyecto
—No mi señor, con todo respeto le quiero decir que soy hombre honesto con tres hijos, ya dos de ellos con posgrado. En este oficio llevo diez años, y me da pena reconocer que a últimas fechas se ha desprestigiado un poco, por estos compañeros que no se fijan en el buen nombre de México en el extranjero, y por eso cometen fechorías. Por decir algo le dicen al japonesito al que le dan servicio “¿Sabes qué? Cáete con lo que traigas. Pero ahorita”, y el japonesito no entiende español y les reclama, y allí queda un japonesito menos, y que sufra el buen nombre de México.
Le cuento mi idea. Estos señores del gobierno no saben castigar a los culpables, los dejan ir y ya se sabe que un culpable no vuelve nunca dos veces al lugar donde lo detuvieron. Pero no era eso de lo que quería hablarle. Vea usted el caso de unos tipos que asaltan un microbús, por decir algo. ¿A cuántos pasajeros les quitan sus relojes, sus anillos de matrimonio, sus carteras, sus chamarras? Y si alguno resiste, pues el típico balazo o el navajazo. Y los arrestan, y salen las comisiones de derechos humanos a defenderlos. No se vale. Mi plan es sencillo. Detienen a los asaltantes. Si han sido veinte los pasajeros del microbús, que les toque a un año de cárcel por cada uno. Esto lo propongo porque ahora lo usual es que desvalijen a multitudes, el robo a una sola persona como que está pasando de moda. Okey, pues pongan ustedes que le tocan a los ladrones veinte años de cárcel. La sociedad les perdona la mitad, sus buenos diez años, con una condición: que donen un órgano, el que sea, una córnea, un riñón, el hígado, que le hacen falta a tantas personas que son honradas, que se esfuerzan, que trabajan, que luego vienen éstos a quitarles todo. Así me gustaría: entregan un órgano y se les rebaja la mitad de la condena. Les sale barato.
Algunos merecen que se les quiten dos o tres órganos de golpe, como ese Mochaorejas y su grupo que secuestraban y mutilaban a los pobres secuestrados. ¡Pinches malvados! Pero fíjese, a varios pasajeros cuando les digo que el Mochaorejas debería pagar con varios órganos, me contestaban alarmados: “¿Quién va a querer ponerse una córnea o un riñón de ese criminal? A lo mejor el transplante convierte al enfermo en un hampón”. No sé, habría que estudiar esos casos con cuidado, pero a la mayoría sí: “Hiciste eso, ahora pagas con un órgano”. ¿Qué le parece?
VI. Un programa de tele en el Pesero
Siempre se ha dicho, o si no se ha dicho siempre, es tiempo de darle intemporalidad a la afirmación, que los peseros son el espejo más cierto de la vida. Allí la gente integra sus silencios, su buen y mal humor, sus cuitas, sus sistemas informativos… En los peseros, sobre todo los de trayectos largos, la comunidad instantánea se expresa tan libremente como puede, al cabo que el anonimato resguarda, al cabo que no hay grabadoras, al cabo que quién se fija en las palabras. Los peseros son el ágora en movimiento, la plaza pública disminuida o acelerada por los semáforos.
Eso creía yo hasta la semana pasada. Emprendí, por razones tan inconfesables como el miedo a los taxis, un viaje en pesero hacia Iztapalapa, casi tan poblado de sobresaltos como los viajes de orden suprema del siglo XIX. Éramos al principio ocho seres indiferentes a todo, estoicos, pétreos. Pero como cada embotellamiento es el alfa y el omega de la especie, la frialdad se fue quebrantando. Y una señora abrió el fuego comunicacional:
—No me gusta ir amontonada, pero desde niña he vivido así. Éramos once hermanos en tres cuartitos, más los papás y una tía, y teníamos un chiste predilecto: “Hoy nos toca dormir de pie como en camión.” Creo que desde entonces no sé dormir sola. Por eso no me he casado.
Me sentí un tanto incómodo: ¿A qué venía esa confiancita? Pero se me había olvidado la Ley del Transporte Colectivo: las revelaciones nunca vienen solas. Habló acto seguido un señor con aspecto de persona docilizada por el maltrato verbal de sus jefes.
—Eso de la familia numerosa es terrible. Se queda uno con la costumbre de sentirse siempre vigilado por alguien. El día de mi noche de bodas nos sentimos tan solos mi mujer y yo (ella tiene doce hermanos) que invitamos a unos amigos a que se estuvieran con nosotros hasta el amanecer.
¡Dioses de la intimidad! ¿Qué pasó con la discreción del mexicano? Ya nadie detenía el río de las confesiones:
—Tiene usted razón. Las familias nunca nos dejan. Mi hermano es de esos strippers que se desnudan para las señoras, y mi papá necio que tenía que verlo, porque no creía que lo hiciera bien. Y por más que le explicábamos que era sólo para mujeres, él furioso porque no iba. No paró hasta que mi hermano nos hizo un show en un cumpleaños de mi mamá. Mis hermanas y mis tías tuvieron que ponerle billetes en la tanga para que mi jefe viera cómo se podía ganar la vida.
El joven con aspecto de repartidor de pizza (look que consigue el aire de andar de prisa estando sentado) se explayó de pronto:
—¡Qué chistoso! Ahora que sacan ustedes lo de la familia, tengo dos tías fantásticas. Una tiene los senos más grandes del mundo, y la otra pesa una tonelada, pero realmente. Y siempre que hay reunión en mi casa, se agreden feo, y me doy cuenta que en el fondo están contentas, porque se sienten a punto de entrar al Libro de Récords Guinness.
No alcanzo a captar el motivo de tanta sinceridad. La señora del vestido verde, hasta ahora callada, se precipita a hablar al advertir el hueco de un silencio.
—Yo tengo un problema, a ver qué les parece. Mi marido el otro día no llegó a dormir. No es la primera vez que lo hace, pero no sé porqué, ahora sí me preocupó, y fui a buscarlo a su trabajo. Allí estaba, hecho una facha, medio borracho todavía. Le pregunté dónde había estado, y me salió con evasivas. Además, la camisa le olía a perfume barato. Estoy segura de que anda con otra. ¿Qué les parece? ¿Lo dejo, me hago guaje, le pongo pleito, le pago con la misma moneda?
El debate se multiplica. El chofer interviene.
—A ver, señora ¿tienen hijos?
—Dos, un niño y una niña, preciosos, aunque me esté mal decirlo.
—¿Y qué pasaría con ellos si ustedes se separan?
—Por lo menos crecerían lejos de un cabrón hipócrita.
Se mete a la discusión la señorita con tipo de secretaria lista.
—No se deje. Píntele el sexo de verde todas las noches, a ver si aprende.
La engañada se anima, con incontenible afán de venganza:
—No soy miniaturista.
El pesero es una fiesta, todos hablan, aconsejan, se manifiestan expresivamente. La luz del entendimiento cae sobre mí. ¡Por supuesto! En el pesero tan sólo se escenifica un talk show de Cristina Saralegui. Ni modo, las tradiciones se agotan y se renuevan. Lo básico ahora, en donde sea, a cualquier hora, es revelar la intimidad, ver en los demás a un confesor colectivo. ¿Cómo no comprender que la meta principal, salir en televisión, ya no es forzosamente asunto de controles remotos o grabaciones en el estudio, y que se pueden vivir las situaciones televisivas sin necesidad de cámaras y micrófonos? La televisión no es parte de la vida, la frase es incorrecta y desorientadora. Más bien, la vida es parte de la televisión, y quien no divulga sus secretos acaba por no tenerlos.
VII. “No iba nadie en el vagón, se los juro”
El sueño utópico de la agonía del milenio: una sola persona en el Metro, entre semana y en horas pico. ¿Alguien concibe un sueño más arriesgado, menos susceptible de cumplimiento? Me propongo meditar en lo anterior, mientras me dejo prensar en esa cadena infinita del ser que es un vagón que no consiente siquiera un milímetro de distancia entre un cuerpo y otro. Y a mi reflexión, un tanto apretujada, la contradice el aviso: “Amigas, amigos, por razones difíciles de explicar, aquí mismo empieza el Primer Concurso de Bolero en el Metro, sin fines lucrativos, ni siquiera “lo que sea su voluntad”, nada más se les solicita su aplauso, o, si no pueden usar las manos, su entusiasmo vocal.
Intento seguir los acontecimientos, y percibo a un joven con guitarra (sentado) que acompaña a una chava (de pie) que entona con deleite “Cenizas”. El estilo no es original, pero es formidable que la voz se escuche por sobre el rumor de las conversaciones y el ruido de las fisiologías apeñuscadas. Aplaudimos o gritamos con espontaneidad, y el siguiente concursante interpreta bajo la clara influencia de Daniel Santos, “Preciosa”. Éxito rotundo y pena de los que deben abandonar el vagón ahorita mismo.
El cuarto concursante es un tenor de buena escuela que nos entrega “Amorcito corazón”, asido a la tutela vocal de Il Divo, así como lo escuchan. Ya en este momento el concurso avasalla. Se toma partido, se comentan excelencias y limitaciones, se piden reprises. El séptimo (y último) concursante se arranca con un “Nosotros”, que obliga a querernos tanto en el vagón convertido de golpe en estudio televisivo. La versión de un dueto adolescente es, si no muy notable, sí convincente, y llega el minuto esperado, cuando le toque a los presentes, jurado responsable y profesional, decidir con vítores la premiación. Y calificar allí mismo con decibeles.
Un tanto sorpresivamente para mí, el vencedor es el émulo de Daniel Santos, que agradece muy conmovido y le dedica el triunfo a su tío Adrián, apenas fallecido. Se nos convoca en fecha próxima (no especificada) al Segundo Concurso de Bolero en el Metro, también en la línea Zaragoza. La cultura popular alternativa se adueña como puede de los espacios públicos. Magnífico.
Al salir del Metro, me golpea el temor. ¿Y si les da por organizar concursos de coros parroquiales? Por fortuna no utilizo con tanta frecuencia el transporte colectivo.