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Traiciones. La figura del traidor en los relatos acerca de los sobrevivientes de la represión by Ana Longoni

 

Grupo Editorial Norma. Buenos Aires, 2007. 220 páginas.

¿Quién es el traidor? ¿Por qué es un traidor? ¿Quién señala y acusa al traidor? ¿Ante qué audiencia se invoca el nombre del traidor? ¿En qué circunstancias? Estos son algunos interrogantes sobre los cuales reflexiona Ana Longoni al analizar los sentidos y usos sociales de la figura del “traidor” entre quienes buscaron ficcionar y testimoniar la dramática experiencia de los sobrevivientes de centros de detención clandestina en la Argentina, durante el autodenominado “Proceso de Reorganización Nacional” de los años 1976 a 1983.

En el campo de las ciencias sociales argentino sólo recientemente se ha formado un espacio de producción académica concentrado en el estudio de esta dictadura militar como parte de la historia reciente del país. Ciertamente, no es tarea sencilla para un investigador nativo (y tampoco lo sería para uno extranjero sensible a la experiencia de quienes padecieron el terrorismo de Estado) afrontar un estudio que pretenda desnaturalizar e historizar las categorías del sentido común con que hombres y mujeres significaron y actualmente significan aquella violenta y traumática historia.

Como observara Pilar Calveiro (ella misma víctima y analista) la represión dictatorial produjo un poder concentracionario y desaparecedor. Un poder ejercido en unos cuatrocientos centros de detención clandestina, administrados por miembros de las fuerzas armadas y de seguridad mediante la detención ilegal, el robo de niños y de bienes, la tortura, el asesinato. Dos categorías y grupos sociales aparecen asociadas con el sometimiento a ese poder: los “desaparecidos” –unas 30 mil personas asesinadas, cuyos cuerpos fueron sepultados clandestinamente, destruidos, arrojados al río o al mar- y los “sobrevivientes”. Si desde 1983 los primeros son positivamente considerados como “víctimas”, “héroes” y “mártires”, por el contrario, en los segundos se condensa una terrible sospecha: haber “sobrevivido” “traicionando a sus compañeros” y “colaborando con los represores”.

Dada esta situación, ¿cómo afrontar distanciadamente un análisis que tenga por objeto las batallas simbólicas y materiales por la nominación socialmente legítima del “traidor” y la “traición”, entendiéndolas como categorías expresivas de unos combates “políticos”, “morales” y “judiciales”, librados situacionalmente por ciertos individuos y grupos? ¿Cómo pensar a quienes nominan la “traición” y los “traidores” como protagonistas de un debate colectivo que tiene por referencia diferentes definiciones y posicionamientos pasados y presentes en torno de la experiencia de la “militancia revolucionaria” argentina de los años sesenta y setenta? Y además, ¿cómo comprender las versiones del pasado como relatos sobre acontecimientos plausibles que no necesariamente se corresponden con los hechos realmente sucedidos? Estas preguntas gravitan con fuerza sobre nuestras reflexiones personales y ciudadanas, demandándonos un compromiso con la definición de la verdad, conminándonos a tomar partido. No obstante, también debiéramos analizarlas abordando la “traición” y el “traidor” como unas categorías producidas por determinados actores al evaluar política y moralmente ciertos sucesos, sus protagonistas y sus consecuencias.

Ana Longoni presenta cinco hipótesis que interpelan la producción, circulación y consumo social de textos testimoniales y de ficción que, desde la apertura democrática de 1983 al presente, participaron de la construcción del “sobreviviente” como una figura social ubicua. La primera hipótesis afirma que la sola existencia de los “sobrevivientes” testimonia ante los organismos de derechos humanos una realidad que estos últimos se han resistido a admitir públicamente: que los “desaparecidos” fueron sistemáticamente asesinados durante la dictadura. Segunda hipótesis: los relatos de los “sobrevivientes” sobre la vida cotidiana en los centros de detención clandestina vulneran, corroen, contradicen, quebrantan abiertamente, la representación mítica del “detenido-desaparecido” como un “héroe” y “mártir”, como un sujeto no contaminado por la eficacia destructiva de la represión. Tercera: las estrategias de “sobrevivencia” frente al poder concentracionario son sospechadas como “traición”, pues violentan el mandato sacrificial asociado a la figura del “detenido-desaparecido”. Cuarta: la condición política actual del “sobreviviente” es resistida, difícilmente asimilada por las organizaciones de derechos humanos y de izquierda, pues su pasaje por la experiencia concentracionaria es reconocido como expresivo de ciertas formas de negociación con los “represores” que, aún cuando puedan y merezcan interpretarse como silenciosas resistencias de los oprimidos, no han dejado de ser sospechadas como actitudes “colaboracionistas”. Finalmente, la quinta hipótesis sostiene que el “sobreviviente” es visualizado no sólo como un símbolo del “horror” del terrorismo de Estado, sino de la contundente “derrota del proyecto revolucionario”; esto es, como un exponente viviente de dos experiencias sociales negativamente significadas.

Decíamos arriba, pues, que esas hipótesis se ponen a prueba interpelando una literatura testimonial y de ficción. Sin embargo, esta afirmación no es del todo acorde con la definición del corpus de textos abordados en el capítulo 2: Recuerdo de la muerte (1984) de Miguel Bonasso, El fin de la historia (1996) de Liliana Heker y Los compañeros de Rolo Diez (segunda edición de 2000). Estos libros platean un pacto de lectura con sus audiencias que se sustrae de cualquier distinción taxativa entre testimonio y ficción; es decir, producen un estatuto de lectura ambiguo. En ellos, sus autores construyen la figura del “traidor” mediante un formato novelístico, pero sirviéndose de sus experiencias personales, reelaborando testimonios de sobrevivientes, de militantes clandestinos y de exiliados.

Longoni se pregunta en qué medida estos libros difundieron y fortalecieron la rotulación de los “sobrevivientes” como “traidores”; o si, por el contrario, colaboraron en una revisión crítica de ese estigma. La respuesta a esta pregunta se desarrolla a continuación. Por un lado, en el capítulo 2 demuestra que debe contarse como un mérito de estos tres libros la narración de unos sucesos que hasta hace pocos años tenían una escasa visibilidad pública, así como su intento de presentar y desarrollar -en forma literaria, aunque verosímil- los difíciles dilemas políticos y morales que acarreaba la “sobrevivencia” en los centros de detención clandestina, tanto en la perspectiva de los “detenidos”, como en la de sus “compañeros clandestinos” o “exiliados”. Pero, por otro lado, en los siguientes capítulos Longoni señala que, con desiguales énfasis, los tres autores tienen una intención evidente de evaluar extemporáneamente el comportamiento de los protagonistas de sus novelas, buscando, por esta vía literaria, demostrar cuál fue y es su propio posicionamiento político y moral frente a las situaciones y los dilemas de unos sujetos que los autores y sus audiencias tienen como históricos, esto es, en nada ficticios.

Esta última cuestión despierta objeciones por parte de Longoni, pues considera que el tratamiento de la figura del “traidor” que ofrecen estos libros (sobre todo los de Heker y Bonasso) no consigue percibir la extrema complejidad de aquellas situaciones y dilemas en las perspectivas de los “detenidos”, eludiendo, por ejemplo, el tratamiento sistemático de la asimetría inherente entre víctimas y victimarios, la efectividad de la tortura irrestricta e ilimitada sobre los primeros, el desempeño de tareas cotidianas por parte de los “detenidos” en algunos centros, o los vínculos afectivos, sexuales e incluso amorosos entre represores y reprimidos. Sólo recientemente, la publicación de testimonios de “ex-detenidos”, dice Longoni, nos presenta un panorama mucho más acorde con la existencia de esas “zonas grises” en la experiencia de los centros de detención clandestina, homologables a aquellas otras “zonas grises” sobre las cuales reflexionó Primo Levi en su indagación de la vida cotidiana en los campos de concentración nazis.

Seguidamente, en el capítulo 5, la autora explora una tensión entre las desiguales percepciones de los “militantes” sobre las posibilidades históricas del “proyecto revolucionario” de los setenta. Por un lado, observa sus declaraciones e intervenciones públicas exaltando el inevitable “triunfo de la revolución”. Por otro lado, en un registro más íntimo -comprendido en lo que Raymond Williams denominó como “estructura de sentimiento”- reconoce en la perspectiva de los propios actores la autoconciencia de la derrota y la proximidad de la muerte, incluso antes del marzo de 1976. Algunos registros fragmentarios de esta última percepción se asimilan en una concepción de la militancia política como sacrificio: el renunciamiento a los proyectos personales, las dificultades y el peligro inminente de la clandestinidad, el culto a la resistencia a la tortura y la aceptación resignada de la muerte en post de la realización de valores y fines trascendentes. Ahora bien, cómo se desplegó esta tensión en la experiencia concentracionaria, cuando la revolución perdía su sentido totalizador previo, se advertía la derrota política y militar de las organizaciones revolucionarias y la inminencia de la muerte se volvía una evidencia diaria y contundente para los “detenidos”. En tales circunstancias, los afectos personales de cada individuo, la referencia al amor filial, paterno o materno, la pareja, la amistad, se tornaban factores clave en la reconstitución de la subjetividad y en la voluntad por sobrevivir. Así pues, en palabras de Ana Longoni: “Podría pensarse que lo que unió a los sobrevivientes no fue la traición, la delación o la conversión. Lo que compartieron fue, mejor, la resistencia a la muerte, al terror, a la locura y a la devastación. Aferrarse a ese motivo personal para vivir (un hijo, un amor) ayudó a abrir una fisura en la lógica del exterminio del sistema concentracionario, y también en la lógica sacrificial de la propia militancia”.

En síntesis, más de tres décadas después del golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, la sospecha y el estigma sobre los “sobrevivientes”, propagado por la propia “militancia revolucionaria”, continúa siendo un fenómeno social activo entre individuos y grupos de diferentes sectores de la sociedad argentina, incluso entre aquellos sectores “progresistas” integrantes de las organizaciones de derechos humanos y de izquierda. En este sentido, el libro de Longoni ofrece argumentos para una comprensión sociológica de esta situación duradera. Nos introduce en una exposición crítica de la construcción de esas figuras estigmatizantes, en sus dispositivos de producción, circulación y consumo social a través de una literatura de género ambiguo, instalada entre el testimonio, la historia y la ficción. Al tiempo que, en contraste con estas miradas literarias estereotipadas, también nos presenta un análisis de testimonios escritos y públicos de algunos “sobrevivientes”, que permiten conocer complejos y minuciosos detalles sobre la vida cotidiana en los centros de detención clandestina y proponen una revisión crítica de la experiencia de los proyectos revolucionarios de los años sesentas y setenta.

Finalmente, quisiera destacar que Ana Longoni interroga recurrentemente su problema y objeto de estudio como analista distanciada, pero también como ciudadana. En su opinión, la acusación velada o explícita que sigue pesando sobre los “sobrevivientes” –esto es, no haber corrido el mismo trágico destino que los “desaparecidos”- debe ser sometida a una indagación histórica situada, evitando las evaluaciones políticas y morales dogmáticas, taxativas, extemporáneas. Para ella, una política democrática sólo será posible en la Argentina si se destierran esas concepciones de la política que reducen la diferencia, la crítica y la duda a una forma unívocamente expresiva de la “traición”.


Germán Soprano es Doctor en Antropología Social (Universidad Nacional de Misiones), Master en Sociología (Universidade Federal do Rio de Janeiro) y Profesor en Historia (Universidad Nacional de La Plata). Se ha especializado en temas de Antropología de la Política, Teoría Política y del Estado, Historia Social Argentina. Actualmente es investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), investigador-docente del Instituto del Desarrollo Humano de la Universidad Nacional de General Sarmiento, y docente del Departamento de Sociología de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata. Ha efectuado investigaciones sobre formas de sociabilidad de dirigentes y militantes políticos y de funcionarios estatales; y actualmente se ocupa del estudio de las relaciones entre política y sociabilidad académica universitaria e historia de la antropología en la Argentina.