
Precaución: realidad del otro lado - La Universidad Nacional de Colombia como frontera –
Adriana Mejía y Alejandro Jaramillo | Universidad Nacional de Colombia
El espacio universitario, en una perspectiva amplia, es lugar geográfico, formativo, y de construcción y apropiación de prácticas ciudadanas. En la Universidad el ejercicio de derechos sigue siendo complejo porque implica, muchas veces, cuestionamientos y desafíos a las estructuras de poder. La universidad colombiana es un escenario de tensiones y contradicciones. La autonomía, la equidad y los principios de participación en un contexto político conflictivo, polarizado e ideologizado—como el de este país—se hacen presentes en las diversas formas expresivas desarrolladas al interior del campus y en las lecturas que desde allí se suscitan. La Nacho (Universidad Nacional) en Bogotá fue la sede del Séptimo Encuentro del Instituto Hemisférico de Performance y Política en agosto de 2009. Este hecho nos ha motivado a comenzar una reflexión sobre el Campus como territorio de ciudadanía y de ejercicio de los derechos culturales.
Entre lo endógeno y exógeno
Al salir por una de las puertas principales de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, se lee este graffiti: Precaución: realidad del otro lado.
La frase brinda una primera idea de lo que ocurre en este territorio habitado a diario por casi 20 mil personas y que constituye uno de los referentes académicos más importantes del país: en su condición de establecimiento público, ha contribuido a la configuración de imaginarios, a la estigmatización de sus estudiantes y a una ambigua relación con el Estado y la ciudadanía; los cuales, por un lado, se sienten orgullosos de la tradición y calidad de la institución y, por otro, la ven como un peligroso semillero de terroristas, de acuerdo con la definición global y abstracta que en nuestra época se le viene dando a ese término.

photo: Marlène Ramírez-Cancio
Para entender las contradictorias dinámicas del campus y los conflictos que se expresan en sus diversas prácticas, nos centraremos en la llegada de la Minga[1] Indígena Nacional a la Universidad en el mes de noviembre de 2008 – después de un largo recorrido desde el sur del país hasta la capital y de haberse alojado en otras universidades públicas en donde se debatió, se expresó solidaridad con sus peticiones y se dio una importante interlocución, muestra de su calidad como espacios de pensamiento critico para la nación.
Las expectativas por la llegada de la Minga a Bogotá y específicamente a la Universidad iban creciendo y la institución empezó a llenarse de murales, graffitis y panfletos alusivos. Sin embargo, las directivas de la sede no consideraban este encuentro como una oportunidad para el debate y la reflexión sobre el acontecer social del país sino como un riesgo: la realidad se filtraría al campus y podría contaminar la pureza de la academia – esa suerte de asepsia distante que se confunde con objetividad y neutralidad.
Se decidió suspender las actividades académicas y administrativas durante los días de permanencia de la Minga; el vicerrector de sede, Fernando Montenegro explicó así la decisión:
“Esto lo hacemos para evitar desórdenes, para evitar problemas en un momento en que el país está en conflictos y dificultades. Aspiramos a que la Universidad no se vaya a convertir en un campo de batalla. No hemos llamado a la Policía, no hemos llamado a nadie y esperamos que todo salga con toda tranquilidad”
No sólo se evidenció una concepción de academia que, en lugar de hacer frente a la sociedad, debe tomar distancia y mirarla desde un lugar cómodo, seguro y objetivo, sino que, el día de la llegada, se vieron en acción dos lógicas que operan simultáneamente en la institución: mientras la guardia indígena con sus bastones de mando organizaba el ingreso de los participantes, la fuerza pública acordonaba el lugar tratando de impedir que estudiantes y organizaciones civiles y culturales acompañaran la movilización.
Este control se quedaba corto frente a las ingeniosas manifestaciones de apropiación del espacio del cada vez más nutrido grupo, que incorporaba elementos performáticos con los que fisuraba el orden institucional, empeñado infructuosamente en despolitizar el encuentro por medio del establecimiento de una frontera entre el adentro y el afuera.
La acción se convirtió en una metáfora de la polarización del país y el campus se erigió como territorio de confluencia de las tensiones de la incontrolable diversidad nacional[2].
La frase dibujada en el dintel de la salida del campus parece interpretar la posición oficial de la Sede Bogotá y de la Universidad Nacional, no sólo en el sentido de prevenir que los peatones salgan a la realidad sino en el de impedir que las prácticas del acontecer político y social penetren su espacio.
La institución que aspira a “acrecentar el conocimiento a través de la investigación, transmitir el saber a través del proceso de enseñanza aprendizaje, e interactuar con las nuevas realidades nacionales”[3] decide separar a sus ciudadanos académicos y administrativos de la movilización social más significativa ocurrida ese año en el país, para protegerlos de posibles disturbios.
Esta actitud de decidir por el otro y de alejarlo de los hechos en lugar de fomentar la interacción entre los actores sociales, deja ver una concepción contradictoria de conocimiento, investigación y saber. Desde el 10 de noviembre de 2008, la Minga recorría todo el país para expresar la defensa de la vida de sus líderes, de la propiedad de sus tierras y del acceso al agua y los recursos naturales. La respuesta oficial de la Universidad, al permitir la entrada de la Minga, y prohibir la de empleados, estudiantes y profesores, expresaba un mensaje bastante claro: el debate académico debe ser endógeno, no se puede permitir que los movimientos sociales lo contaminen. Este tipo de concentraciones deben ser aisladas, encerradas en este cerco por fuera de cuyos márgenes circula la peligrosa realidad.
Los diferentes y disidentes quedan dentro y los habituales de este espacio son desterrados para evitar cualquier posibilidad de contagio. La sociedad los construye como enemigos. La Universidad parece querer existir tras una barrera que la separe del activismo y de otras formas de participación y organización ciudadana.
Universidad y academia deberían funcionar como una unidad: la primera es el lugar legitimado de construcción del conocimiento, donde se dan las herramientas para su aplicación; si esta aplicación no se da, por ignorar o apartarse de la realidad, se fisura su función o se pierde la independencia que deben tener las universidades como centros de pensamiento crítico aplicable y transformador social.
Más encierros
El campus ha sido cerrado por otros motivos; el más frecuente, las protestas estudiantiles, herederas de la tradición de movimientos politizados de los años 60 y 70 del siglo XX. Incluso, por motivos más festivos: El 30 de octubre de 2009, la Universidad cierra su puertas para impedir que se celebre el aquelarre – la fiesta estudiantil que corresponde al Halloween.
De nuevo, la realidad debe estar por fuera de los muros y rejas de la academia: una comunidad que no ha inventado vías que permitan este tipo de prácticas y expresiones de una manera segura. La reacción ante el posible descontrol de la fiesta es el miedo, y de él nace la imposición autoritaria; se quiere preservar una tranquilidad que implica deshacer cualquier tipo de reunión social que se salga de una concepción rígida y convencional de lo que debe ser la construcción de conocimiento.

Photo: Dioscórides Pérez.
Semanas antes, el paso del vehículo que transportaba al rector de la Universidad Nacional, Moisés Wasserman, era impedido por una manifestación estudiantil dentro del campus. El diario El Tiempo informaba así en uno de sus titulares:
Casi Seis Horas Estuvo Retenido Por Manifestantes Moisés Wasserman. Me Sentí Secuestrado: Rector De La U.N.[4]
Esto acontece en medio de un fuerte debate nacional sobre la escasez de presupuesto para la financiación de las universidades públicas; la movilización respondía al descontento general por las respuestas del gobierno, las cuales se tradujeron en políticas públicas que no solucionan la crisis que aún enfrentan las universidades.
El rector había sido invitado a debatir con la asamblea estudiantil en varias oportunidades pero su posición era la de dialogar sólo con los representantes; es decir, de no reconocerle un estatuto a las asambleas. El tumulto aprovechaba su paso para tratar de llevarlo a una de estas asambleas que se llevaba a cabo en el principal auditorio del campus.
Debido a este hecho, de acuerdo con un imaginario prejuicioso sobre el estudiantado, el gobierno central ordenó la entrada de la fuerza pública a la Universidad para garantizar la seguridad del rector. No obstante, la Alcaldía de Bogotá había solicitado que no interviniera la policía[5], puesto que la situación no suponía un peligro para su integridad.
Para la opinión pública, los hechos fueron anunciados como un secuestro, tópico que tiene una connotación bastante grave en el contexto colombiano. De esta manera, se presentaba a los estudiantes como interlocutores no dignos de confianza, y se justificaban, como ha ocurrido en otros ámbitos, las políticas de seguridad del Estado.

Photo: Dioscórides Pérez.
En la noche, tal vez para hacer sentir su autoridad, el presidente Álvaro Uribe se dirigió a la emblemática Plaza Ché de la Universidad, la misma en donde unos meses antes, se blandían los bastones de la guardia indígena.
Realidad afuera
La realidad es un acuerdo, una construcción cultural; la realidad de un pueblo es su representación de mundo, su lenguaje, las formas de relacionarse entre los sujetos. En este sentido, lo real no puede quedar fuera; no es posible escapar de él; sin embargo, algunas medidas, políticas y reacciones parecen un intento por alejarse de los peligros exógenos, o de proteger a la universidad de sí misma.
Este fue el caso del revuelo mediático y público generado tardíamente por la obra Sin título (Bogotá 2009) de Tania Bruguera, durante la cual se repartió cocaína entre el público. Las declaraciones oficiales y las disposiciones adoptadas por las directivas distan mucho de la intención de incorporar lo sucedido a la reflexión académica o a actuar en consecuencia con los principios mismos de la Universidad: la construcción de conocimiento y análisis de los acontecimientos. La mirada inquisidora sólo alcanzó para tratar de censurar y de judicializar a los responsables.[6]

photo: Paula Kupfer
La vicerrectoría de sede expidió un comunicado de repudio y condena a esta acción. Es claro que el lenguaje utilizado corresponde más a un discurso estatal que universitario. Los términos invitan a un señalamiento, a buscar a los culpables, pero no a la reflexión.
El discurso que debería ser académico es de nuevo absorbido por la fuerza de lo institucional, y deja ver el piso frágil en donde se quiere ubicar a la Universidad: esa estructura tambalea porque no fue hecha para sostener el pensamiento sino para controlar. En lugar de trascender el escándalo y analizar su impacto sobre la realidad, la Institución se ubica como censora y juez de la misma.
La voz de la Universidad no se diferenciaba mucho de los discursos sensacionalistas de algunos medios ni de la posición irreflexiva de la autoridades, con lo que se sumó a un debate moralista que despoja de significado a la acción; ésta tal vez sea una forma sofisticada de censura.
Social o no
Como se puede ver en este breve recuento, hay aspectos de las prácticas sociales que cuestionan de forma abierta y contundente a la universidad. En el caso específico de la Nacional en Bogotá, sus reacciones se han visto interpeladas en diferentes momentos que se pueden leer a través de un hilo conductor:
Hay formas de asociación y de reunión que aparentemente no tienen cabida dentro de la representación de universidad actual. La movilización social por los derechos de los pueblos indígenas fue leída como factor de intranquilidad; la fiesta del aquelarre, como posibilidad de violencia desaforada; el tumulto que retuvo al rector, como un secuestro; y la asistencia a un performance transgresor, como una forma malintencionada de ilegalidad.
Es innegable que esos factores existen en cada una de las acciones; pero es cuestionable la inclinación de la Universidad a poner distancia, separar y censurar. Estos hechos podrían enriquecer la lectura académica sobre los conflictos de nuestra realidad, y generar procesos de investigación encaminados a la gestión adecuada de tales conflictos.
La universidad contemporánea está más llamada a unirse con las prácticas sociales que a señalar los supuestos peligros implícitos en ellas.
[1] Trabajo colectivo y gratuito con fines de utilidad social. (Diccionario de la Real Academia Española).
[2] En Esfera pública se puede leer una crónica de la Minga en la Universidad, escrita por Dioscórides.
[3] Tomado de la Visión de la Universidad Nacional de Colombia.
[4] El Tiempo. Nación. 17 de octubre de 2009.
[5] La posición de la Alcaldía se puede consultar en: http://www.claralopez.net/Claralopez/Columnas/2009/2009-16.htm
[6] Se puede seguir todo el debate a través de Esfera pública: http://esferapublica.org/nfblog/?p=5312re