
Image: Diana Duhalde
El sarcófago del corazón
Carlos Ossa | Universidad Arcis y Universidad de Chile
Abstract:
This essay examines the irruption, mechanics, and impact of the biographical narrative within (tele)visually mediated processes of subject formation in late capitalist modernity. Citing both the slippage between the public and private and the tensions between individual intimacy and collective forms of belonging, the essay reflects on the political nature of visibility and the ways in which the confessional orality, selective criminalization and excessive sentimentality that characterize contemporary televisual formats and advertising degrade citizenship and foreclose the possibility of emancipatory subjects.
Adentro del yo subterráneo, entre terribles sangres sublevadas,
aúllan, gravitan, pelean dragones y volcanes y leones muertos.
Pablo de Rokha, Demonio a Caballo
El “teatro de la autorrepresentación”, como es definida la modernidad por la teoría feminista, recibe un cúmulo de cosas usadas y estupefactas. Entre ellas—agónica y vital a la vez—una virtud amatoria busca, en medio de globalizaciones injustas y tardocapitalismos eufóricos, el tono biográfico como texto necesario. La televisión, ardiente y sola, se lanza contra lo real para devolvernos el verosímil antropológico de un mismo libre y emocional que no le debe nada al lenguaje. La declaración directa de los sentimientos y la escritura visual de los sentidos parecen desmentir esa visión apocalíptica de una identidad perdida en el doble desconocimiento del inconsciente y la ideología, como alguna vez sugirió Barthes. El “yo” televisivo se niega a ser la huella de códigos y montajes e ilumina a la imagen con historias de proezas caseras y hazañas domésticas donde la familia y el individuo asumen el control narrativo y desplazan letras militantes inútiles o luchas corporativas innecesarias. Ese artefacto ilustrado llamado la subjetividad—acusado tanta veces de impostura—vuelve a ser hogar de la experiencia gracias a las nuevas agendas narrativas destinadas a ensalzar un individualismo estético y autodisciplinado.
La televisión construye un gobierno tecnológico para el discurso personal: sabe la importancia política que tiene, así como el impacto de su visibilidad; por ello, las breves aventuras, los amores fatuos, las amistades verdaderas o los episodios maravillosos no hablan de ciudadanías pueriles que se desgastan en la información y la publicidad, sino de ceremonias mediáticas donde los cuerpos brillan y olvidan la expropiación a la que están sometidos. Aparecen unas líneas discursivas, al interior de los deseos y los sufrimientos, anunciando una ruptura epistemológica con la noción de identidad nacional. La hegemonía estatal de la ciudadanía cede ante un mercado que propone ritos de comunión cuya capacidad interpelativa excede las viejas insignias de lo nacional, pero conserva las tradiciones necesarias para la movilización colectiva frente a la amenaza, la victoria o el desastre. Asimismo, inventa prácticas de intercambio que dinamizan al capitalismo y su propaganda cuando aparecen nuevas identidades que resultan del desorden o la aporía de las instituciones. En ambos casos, los dilemas de los individuos con sus cuerpos frágiles que soportan el peso de destinos ingratos; la tenacidad de sus recuerdos frente al escamoteo de la memoria histórica; o las resistencias simbólicas ante la corrupción cultural se transforman en la textualidad de la comunicación. Las pasiones ordinarias, como diría David Le Breton, declaran una suerte de fenomenología visual que articula conciencia, sentido y voluntad en el marco de una experiencia privada ajena a las clásicas exaltaciones del héroe burocrático, militar o religioso.
Un régimen postelevisivo—de múltiples posibilidades audiovisuales—desarma el pacto iconográfico entre sociedad y estado[1], sin terminar con las reglas de control. Sin embargo, la televisión apaga la retórica nacionalista directa con sus espectáculos de integración y vigilancia, proponiendo un campo de oralidad confesional, criminalización selectiva, multiculturalismo sexual, y una reconciliación clasista a través de biografías, delaciones, voyeurismos y excesos del corazón. La hipervisiblidad de los sentimientos contradice el autoritarismo de la economía, pues las poblaciones económicas no se entregan completamente dóciles al trabajo y la ley; más bien buscan reorientarlos a placeres específicos. Una paradoja central acontece al interior de las políticas televisivas: la supremacía de la mirada se logra mediante la fragmentación de la pertenencia. Ya no es necesario un “nosotros” caudillo que guie el sueño y la gramática de las multitudes. El Estado necesita ser parte de una red mediática que le permita mantener su autoridad a través de una cultura visual hedonista y cómplice; sin embargo, el desplazamiento mantiene y renueva las tareas de la razón de estado. El poder y la comunicación entenderían a los cuerpos individuales como las metáforas de un orden descentrado, afirmativo y funcional donde se refuerzan éticas minúsculas y diversiones únicas envolviendolos en excesos vigilados y singularidades masificadas. Así, lo íntimo—afirmación de lo propio—se rebela contra la comunidad que trae consigo indistinción y peligro. ¿Qué secreta herencia subyace en la pantalla? ¿Habita en la televisión un eco de ese Estado de Naturaleza que pensó Hobbes? ¿En el fondo del sentir—si ese fondo existe—está aguardando la única fuerza aglutinante y movilizadora de la vida: el miedo? En el intercambio lingüístico e icónico de los programas del corazón ocurre algo imprevisto y oscuro: no es posible la reciprocidad, cada uno está amenazado de desaparecer sin testimonio e incluso caer en la vorágine de los muchos con sus parloteos homogéneos. El miedo de quienes, en los circuitos mediáticos, alzan su voz y prestan su cuerpo, es un miedo político a la separación, la eliminación o el chantaje. Mientras perduren en la imagen—por breve que sea—gozan de cierta condición inmunitaria, renuncian a un origen indeterminado en busca de una edad segura, pues:
Los individuos modernos llegan a ser verdaderamente tales—es decir, perfectamente in-dividuos, individuos ‘absolutos’, rodeados por unos límites que a la vez los aíslan y los protegen—sólo habiéndose liberado preventivamente de la ‘deuda’ que los vincula mutuamente. En cuanto exentos, exonerados, dispensados de ese contacto que amenaza su identidad exponiéndolos al posible conflicto con su vecino (Esposito 41, 2007).
Contar historias personales reune a la comunidad en un acto de destrucción de sí misma, incapaz de mantener un pacto colectivo que la desintegra consumándola: estar juntos significa encontrar una manera de romper las cercanías y los encuentros. La televisión no elimina el miedo causado por este acontecimiento; sólo lo hace seguro. El sujeto no desaparece en el texto televisivo; al contrario, es visibilizado en muestras y pedazos, circunscrito a la dimensión episódica o la fortuna indeterminada. Su alegría exclusiva guarda los miedos globales de la historia; aplaza la muerte solitaria en la ilusión de la igualdad social; justifica la disociación o el rechazo como único modo de estar frente a los demás. La individualidad mediatizada podría articular un juego trágico: habla de un sobreviviente anunciando su fin. Pero el sujeto narrado por la televisión carece de centralidad, es un punto de referencia para hacer posible el flujo, la velocidad y la diatriba político-comercial.
El espacio televisivo del presente—en sus puntos de ruptura, de desconstrucción—nos muestra dónde mirar para reconstruir la génesis de la comunicación de masas (…) pero también nos descubre los puntos fuertes de su transformación en los nuevos escenarios de la vida postindustrial, de un desarrollo de las dinámicas modernas de socialización en las que las masas, a través de poderosas oleadas de homologación, han producido, iluminado y colocado en primer plano una vez más al individuo, la identidad y la diferencia (Abruzzese 8, 2002).
La autonomía personal idealizada por la publicidad, reprimida por el poder y confesada por la comunicación, no confirma el fracaso de la comunidad ante el universo concentracionario que hace de la experiencia humana una abstracción infinita. Al contrario, el tiempo de la intimidad se instalaría entre los extremos de cualquier política contractual: la soberanía y la anarquía.[2] Una communitas débil mantiene la unión de los individuos en el consumo y desconfía de las ideologías de la cooperación social. Introduciendo nuevos lenguajes tecnológicos junto con la reposición de anacronías visuales que hablan de su propia historia, la televisión se mueve como un cuerpo contradictorio: divergencias, tensiones, aperturas, silencios la transforman en una mímesis unánime de la subjetividad burguesa que el neoliberalismo utiliza de moral y en emancipación neopopulista de los miserables a los que da horas gratuitas de reconocimiento y caída. Es una máquina psicoanalítica realizando la obra simultánea del sacrificio y la redención.
Los programas de intimidad ofrecen una compensación a la carencia de la mirada postergando la intranquilidad de los individuos en la textura de una modernización que vive de los chismes y hace de ellos un espejo policial de la conducta[3]. El progreso y la racionalidad ocurren a través de parrillas programáticas donde capítulos recurrentes hablan de pequeñas personas salvando sus estilos de vida, descubriendo su fuerza interior, exhibiendo la oscuridad del alma o la vergüenza de las opiniones. En todo caso no hay novedad histórica en lo dicho, pues narrativas anteriores a lo electrónico documentaron la conflictiva integración de los sujetos a las estructuras del trabajo asalariado que les daba un lugar—sin nombre y un salario—para comprar una distancia parcial que los eximiera del anonimato.
El romance y la república, por ejemplo, estuvieron unidos por sueños de felicidad doméstica y prosperidad económica, nos dice Doris Sommer al examinar las novelas de amor latinoamericanas del siglo XIX. Ellas trazan un hilo invisible entre eróticas privadas y obediencias públicas (Sommer 2004). El Estado promueve la unión del sexo con el nacionalismo, en aras de controlar lo heterodoxo y minimizar lo extranjero. La televisión da continuidad anodida, irregular e histérica a esta función, inventando espacios donde los lazos familiares, los enredos afectivos y las amistades engañadas vuelven a advertir sobre los límites del sentido y las esperanzas de la representación. Sin embargo, los individuos contemporáneos no hacen del amor una manera de sobreponerse a la fragmentación; esperan que ésta alumbre las variadas historias escópicas que el discurso televisivo entrega. Horizontes nefastos, fatalidades presentes o alegrías obvias se reúnen a narrar vidas que no están condenadas a repetir esquemas, como piensan los críticos culturales.

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La descripción uniforme de lo público cede ante un comercio de relatos que dan a lo personal tribuna continua. La imagen audiovisual ofrece una visión epistémica del cuerpo basada en raciones de bíos en intercambio diario. El cuerpo evita quedar expuesto a las obligaciones de una totalidad perfecta y un cúmulo de discursos e imágenes lo rodea con promesas hermeneúticas de distinto valor: programas de salud cuidan las fronteras de la aceptación social; los policiales territorializan las zonas del miedo y la circulación; programas políticos reproducen la legitimidad institucional; y los informativos controlan los movimientos de la ciudad y sus eventos. La Hiperindustria Cultural—descrita por Alvaro Cuadra—sería un régimen de significación capaz de articular las figuras de la novedad con los valores de la tradición. Las cosas mantienen y amplifican su diferencia argumental gracias a una reproducción sin densidad. La mediatización funciona como una potencia negativa y “liberadora” a la vez: muestra la subjetividad con los fríos instrumentos de la técnica y reinvindica un cuerpo con los restos de una política de la identidad . De esta forma la vida no hace cesiones a un poder superior;[4] su vocabulario es una fuente terapeútica exclusiva para la sanación de aquellos que nunca han sido oídos. La televisión se convierte en una capilla audiovisual donde las lenguas pequeñas tienen un instante de lucidez contra el tedio, el desamor o la furia de los signos. La dominación se alimenta del revés, incluye al margen y lo transforma en el texto fundamental de la cultura.
La irrupción de un yo capaz de dar testimonio de las heridas que la época ha dejado en él confirma el proceder descrito: las imágenes hablan de una asociación de hombres y mujeres reunidos en el interés de eliminar toda comunidad. El sujeto se pone frente a sí mismo y descubre la angustia de pensarse. Esto tiene una consecuencia política profunda: el desinterés por el mundo y la preponderancia del valor discursivo. De todos modos el cuerpo perdura, abre su interior a los relatos, los inunda con dolores, padecimientos cuya virtualidad permite unas estéticas televisivas que concilian legitimidad sociológica y diferenciación narcisista.
Las transformaciones del espacio público, su devaluación sistémica y las nuevas maneras de aprovechar sus saldos que no reclaman ni proyectos globales ni misiones históricas trascendentes, se verían confirmadas por el Espacio Biográfico, pues sería éste el sitio donde una cierta crisis de la representación cohabitaría con una deslizamiento de lo real, lo que produciría una visibilidad aparentemente individual donde los sujetos no son partícipes de acontecimientos mayúsculos, sólo ocupan un borde precario, una berma simbólica para testimoniar las memorias cotidianas que aguardan su oportunidad (Arfuch 2008). No ha desaparecido la representación, como podría creerse, ha cambiado de estrategias y vocablos, postula la combinación y el quiebre como retóricas de ensamblaje para dar a las narrativas mediáticas la ocasión de corte y velocidad. Se puede hablar de historias cortas, es decir, de un tiempo donde lo público queda obturado de cualquier vínculo de historicidad, a favor de lo repentino y adecuado. Autores como el ensayista argentino Ricardo Forster, ven en estas prácticas la inclemencia de un nuevo tipo de cesarismo comunicacional y político:
Al ausentarse el relato de una historia que nos devolvía las complejas peripecias de seres humanos atravesados por el deseo de la transformación, activos agentes del cruce entre escrituras, ideales y acciones, lo que ocupa la escena contemporánea es la minuciosa reconstrucción de los infinitos actos individuales, de todas aquellas formas que, olvidadas o silenciadas por la historia de las voluntades transformadoras, se toman revancha e invaden las últimas teorías festejantes del fin de las grandes narraciones (Forster 72-73, 2003).

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La producción de discursos testificales, como los llama Leonor Arfuch, es una tendencia del capitalismo moderno necesitado de distinción y autocreación. Relatos de vida fundados en variados recursos televisivos logran mostrar un cuerpo sin género, cuya promesa sería estar fuera de la vigilancia gubernamental o la presión sexista. Entretenidos en su desventura se escabullen hacia una esfera romántica rica en detalles que unifica a una parte de la sociedad bajo la simultaneidad de los afectos. El reconocimiento no se da, exclusivamente, por imitación ejemplar o ambición glamorosa, también la ansiedad, la culpa, el error son vertientes de identificación que en su despliegue audiovisual logran conectar vidas afectadas por problemas similares, idiomas compartidos, tragedias parecidas. La identificación de los públicos con diversas variantes del dolor, el arrepentimiento o el fracaso, podrían no sólo estar referidas a la noción de morbo con que se designa esta esfera y el desprecio adjunto que soporta. En la línea de Christopher Lasch, en La Cultura del Narcisismo, encontramos una explicación más densa asociada a la falta de categorías para nombrar este tiempo, dice:
La insegura conciencia de sí mismo, que frustra cualquier intento de acción o goce espontáneos, deriva en última instancia de la creencia desfalleciente en la realidad del mundo exterior, el cual ha perdido su inmediatez en una sociedad permeada por la ‘información simbólicamente mediatizada’. Cuanto más se objetiva el individuo en su trabajo, más ilusoria es la apariencia de la realidad. Al volverse las operaciones de la economía y el orden social modernos cada vez más inaccesibles para la inteligencia cotidiana, el arte y la filosofía abdican de su tarea de explicarlos lo hacen en beneficio de las supuestamente objetivas ciencias sociales, las que a su vez han desechado el intento de aprehender la realidad para entretenerse en una clasificación de aspectos triviales (Lash 1999).

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La presencia de lo biográfico en las rutinas de la televisión confirma la ambigüedad de lo privado versus lo público, porque nunca existió una abismo entre ambos. Una separación dialéctica los forzó a representar una educación erótica y una educación política como figuras extremas del cuerpo y la razón. El primero, tradicionalmente subsumido en un territorio sin forma, cosificado por imágenes de irrelevancia irrumpe en la organizada escena del segundo para desordenar las rutinas sociales del poder y la moral. La negatividad de lo íntimo termina convertida en exaltación visual y temática de una sociedad carente de representaciones políticas emancipatorias. El contenido de lo social es lo individual y a eso se refiere lo biográfico, con ello manifiesta la profunda transformación ocurrida en torno a los modos de composición dramatúrgica que han caracterizado a lo contemporáneo. Lo privado con sus múltiples maneras de concurrir y agotar lo inmediato, la variedad de noticias que sustentan su presencia y la continua creación de personajes e historias ha copado la atención pública, se ha mediatizado, liberándose de ese silencio riguroso y declinante con el cual fue aprisionado por una economía del rendimiento.
El otro, obsesión estética modernista, encuentra una manera de hablar desde las pasiones, las referencias citadinas y las calles bajas. La ironía y la metáfora pierden vigencia por un discurso melodramático directo—de presupuesto menor– donde hombres y mujeres reivindican gestos modestos y las imágenes describen un realismo simétrico de conflictos, alegrías y desamparos. Si la reducción técnica de los sujetos somete lo imaginario a lo mecánico, entonces, las historias individuales reponen el valor simbólico de cosas ligeras y cercanas. La televisión produce un movimiento inquietante: por un lado, fabrica las señales de un cuerpo rotundo e impermeable y, por otro, denuncia la precariedad psicológica y física de una identidad vencida por las vejaciones diarias del capitalismo global y sus estrategias de muerte.

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La operación mediática, en particular la televisiva, institucionaliza las hablas cotidianas, pero no por ello las reduce o subordina, pues la extensión que tienen las gramáticas de la intimidad siempre rompen el cerco de su clausura, en aras de un discurrir o flujo que no llega ni alcanza. Lo importante es la comprensión que las industrias culturales tienen del papel que juega lo biográfico en la elaboración de las narrativas de la identidad. El contrato comunicacional introduce en el lenguaje la materia pagana de la vida y miles de voces dan fe de un auténtico retorno del sujeto y su malestar porque: “el corazón ha sido hecho para romperse, como todo lo demás” (Wilde 1945).
Notas
[1] Lo visible se despliega, desde la segunda mitad del siglo XIX, como una magia simpatética que autoriza a Occidente a imponer sus apariencias de orden y maquetas de realidad a la ciudadanía y el poder. El Estado satura la vida cotidiana con una visualidad jurídica y económica que aspira a convertirse en un régimen óptico total. El cuerpo es clasificado por taxonomistas de distinto origen y un archivo social único se crea para administrar el orden, la producción y el placer. La sobredimensión totalitaria de la mirada con sus fabulosas tecnologías de seguimiento y detalle no logra someter al individuo a los contornos de un mundo feliz y—lentamente—las pretensiones panópticas del Estado ceden a las manifestaciones de lo personal, ahí donde éstas no implican peligro o subversión. La mirada defendida por el mercado estimula la observación interior y la justicia de un narciso opacado por los abusos socializantes de las masas, los partidos, los gremios o las ficciones patrióticas se alza otra vez. En este plano la televisión se convierte en una mediación social que nivela las fuerzas destructivas que impiden la individualidad.
[2] La figura del orden no es subvertida por las nuevas retóricas de la individualidad, al contrario el poder descubre en lo cotidiano y su azar una resistencia funcional, una especie de nihilismo pragmático que ayuda a reemplazar la responsabilidad por la compasión; los derechos por la caridad; la participación por el acceso.
[3] Hablamos de un contrato mediático-pulsional donde hay acuerdos y no sólo manipulación.
[4] La propuesta televisiva se basa en esta ilusión. En una época sin proyectos colectivos y derrotados los comunitarismos pareciera que lo único cierto son los dispositivos y sus difusas operaciones de control. Sin embargo, ni la prisión, la fábrica, el psiquiátrico o la escuela lograrían subordinar el cuerpo —dirán los productores de reality—ya que su viscosidad y espúreo comportamiento siempre deja una hebra a lo inesperado, brutal, excéntrico o martirológico.
Obras Citadas
Abruzzese, Alberto y Miconi. 2002. Andrea: Zapping. Sociología de la Experiencia Televisiva. Madrid: Editorial Catedra. Pág. 8.
Arfuch, Leonor. 2004. El Espacio Biográfico. Dilemas de la Subjetividad ContemporáneaI. México: Editorial Fondo de Cultura Económica.
Esposito, Roberto. 2007. Communitas. Origen y Destino de la Comunidad. Buenos Aires: Amorrortu Editores. Pág. 41.
Forster, Ricardo. 2003. Crítica y Sospecha. Los Claroscuros de la Cultura Moderna. Argentin: Editorial Paidós. Pág. 72-73.
Lash, Christopher. 1999. La Cultura del Narcisismo. Santiago: Editorial Andrés Bello. Pág. 120.
Sommer, Doris. 2004. Ficciones Fundacionales. Las Novelas Nacionales de América Latina. Bogotá: Fondo de Cultura Económica.
Wilde, Oscar. 1945. Intenciones. La Decadencia de la Mentira. Buenos Aires: Emecé Editores.