
El tumulto de las fronteras[1]
Nelly Richard | Universidad ARCIS
Entre el adentro y el afuera del arte
La obra de Lotty Rosenfeld forma parte de una secuencia de arte chileno que había ya reflexionado activamente sobre las relaciones entre paisaje urbano, cotidiano social y acontecimiento artístico. El grupo CADA, del que fue miembro L. Rosenfeld[2]desplegó su estrategia de las “acciones de arte” en la ciudad para transgredir las fronteras que clausurarán el sistema artístico al limitar sus obras a los reductos institucionales.
El propio trabajo de L. Rosenfeld se había ya salido del marco protegido del arte de museo y de galerías para recorrer el riesgo (callejero) de ir al encuentro de un espectador cualquiera: un espectador que, motivado por montajes inéditos, se animara a cuestionar las rutinas de los códigos basados en la pasividad y el acostumbramiento. El margen de indefinición artística que rodea lo casi anónimo del trazado de la cruz en el pavimento, nos dice que la obra de L. Rosenfeld desea consumar al menos una parte de su destino de recepción artística en el espacio colectivo, incierto, de la ciudad de todos los días, para que lo contingente y lo aleatorio de los materiales escénicos que baraja el arte se mezclen con imprevisibles tramas de intersubjetividad ciudadana. L. Rosenfeld altera la normalidad de la ciudad con una intervención semi-pronunciada, no enteramente distinguible en la identificación de su procedencia artística, que juega con el desconcierto de algo fuera-de-recorrido cuyos significados flotantes no despejan nunca del todo la ambigüedad de sus ¿por qué? y sus ¿para qué?
El lienzo blanco titulado Una herida americana atraviesa, en 2009, el frontis de la Bolsa de Comercio de Santiago de Chile con aquella fecha (1982) que la hiper-performatividad del sistema económico de hoy no quiere recordar por considerar ya obsoleto el desastroso lapsus financiero que desbancó al Mercado de capitales en Chile. La proyección en la fachada en la Bolsa de Comercio de Santiago del recuerdo intempestivo de una quiebra económica recogida extrañamente por la memoria del arte, cumple con alterar creativamente a la memoria ciudadana respecto de la suma de olvidos y pérdidas, de reveses y percances, de naufragios y hundimientos con que la corriente neoliberal hace borrón y cuenta nueva.
Negar las imágenes para hacer (se) escuchar
¿Cómo simbolizar la pérdida y la ausencia en tanto figuras vinculadas a la desaparición de cuerpos y personas durante los años militares, y cómo representar el angustioso hueco de no-identidad que dibujó la represión en el cuerpo social? Este dilema crítico reaparece cada vez que el arte se hace cargo de la problemática del recuerdo en sitios marcados por lo ominoso de un pasado de identidades tachadas.
El ex Estadio Chile fue declarado “monumento histórico” y luego cambió su nombre por el de Estadio Victor Jara, en homenaje al cantautor popular detenido y asesinado en este recinto en 1973. Este es el espacio simbólico de la memoria que se propuso intervenir L. Rosenfeld a las 12:00 horas de un día jueves 7 de octubre de 2009, desviando momentáneamente la rutina de una sede que, más allá de su designación patrimonial, volvió rápidamente a ser ocupada por el calendario de las actividades físicas y deportivas de la comunidad. Gracias al arte de L. Rosenfeld el Estadio Victor Jara se reencontró con la memoria soterrada de la violencia histórica que la relajada normalidad de la programación deportiva del recinto había dejado sin vigencia. La intervención Estadio Chile II se atrevió a remecer el presente evasivo para que la memoria de Victor Jara lo acusara de no ser capaz de concentrarse en su pasado reprochable.
La intervención artística de L. Rosenfeld consistió en invitar a un grupo determinado de personas a realizar un recorrido por el Estadio Víctor Jara cuyo recinto había sido oscurecido y vaciado por decisión de la artista, como un modo de contraponer la soledad de ese momento recortado al agitado ritmo de movimientos que integran la sede deportiva al dinamismo cotidiano de la ciudad. Guiados por una frágil iluminación de ampolletas ubicadas en el suelo de los pasillos, los espectadores que se adentran en la penumbra del recinto son asediados imaginariamente por el eco tormentoso de las reminiscencias del ayer (su pasado de secuestros y tortura) que le traspasan su fantasmática del dolor. Nada de teatralidad ni de escenografización del recuerdo. Sólo la arquitectura de implacable geometría del estadio y sus muros compactos que fueron testigos mudos del sufrimiento humano son los encargados de conservar las huellas que los usos recreativos del recinto de hoy terminan difuminando. Las luces desfallecientes que señalizan una caminata de rumbo incierto no pueden si no provocar en cada visitante, transferencialmente, la angustia de las preguntas respecto de sus destinos que atormentaban a los prisioneros cuando desfilaban con miedo por los pasajes de este laberinto de la muerte entonces administrado por guardias que jugaban con la incertidumbre como una arma de destrucción psicológica.
La no ocupación de imágenes que recuerden literalmente el episodio del asesinato de Víctor Jara, hoy convertido en el emblema de la muerte injusta de los tiempos de la dictadura, frustra la tentación referencial de que el recuerdo histórico se base en la reconstrucción de un pasado conocido y demasiado reconocible por su traducción esquemática a leyenda o iconografía. L. Rosenfeld se niega a la ilustratividad del recuerdo que “representa” la memoria con las imágenes codificadas de una historia mítica. Habiendo renunciado a la comodidad de la estereotipada iconografía de Víctor Jara, el arte de L. Rosenfeld busca sorprender y desorientar, extraviar para que el ejercicio anti-realista de recordar a oscuras obligue a los espectadores a experimentar con sus propias trazas de la memoria en ausencia de un recordatorio previsto.
La negación de las imágenes—la supresión de toda visualidad comunicativa—en la intervención del Estadio Víctor Jara va junto con una intensificación de la sonoridad, gracias a un trabajo de audio, que deja resonar en el vacío del espacio una multiplicación de voces (sacadas de los videos anteriores de la artista) que entrecortan el silencio con lamentos y suspiros, mezclados con mensajes verbales que toman la forma de imprecaciones, órdenes, recuentos, etc.…El audio que resuena en el estadio mezcla los sonidos de un esfuerzo físico (¿una loca carrera?, ¿un parto, o un goce sexual?) que ya había sido parte del video ¿Quién viene con Nelson Torres?[3] (2001) y que se encuentran ahora mezclados con los datos del recuento de votos del plebiscito chileno que figuraba en la video-instalación Cautivos [4]de 1989 y con los timbres de la casa de remate de la otra video-proyección El empeño latinoamericano (1998). La materia pulsional de la sonoridad coloca a los espectadores que deambulan por el Estadio Víctor Jara en una disposición de “escucha”, según la definición que da de ella Roland Barthes al decirnos que “la escucha del sonido incluye en su campo…lo implícito, lo indirecto, lo suplementario, lo retrasado”.[5]Al llenar el recinto vacío de sonidos no precisables que, también, parecen quejidos. L. Rosenfeld desentierra la memoria de los gemidos de los prisioneros que, en sus tiempos de reclusión clandestina, eran entregados a la tortura con una venda en los ojos. Pero los ruidos que puntúan el recorrido de los espectadores en Estadio Chile II descargan una referencialidad híbrida, debido a la revoltura de sus múltiples evocaciones sociales y políticas que no se limitan a la represión ni a la tortura. La obra combina el ritmo de un cuerpo al límite (¿dolor o placer?) con la votación plebiscitaria de 1989 que reabre la democracia y con los remates de “La Tía Rica” por la que desfilan las vidas hipotecadas de las clases populares atrapadas en los mecanismos de la sobrevivencia económica. La confusión de ruidos ambientales multiplica los choques de sensaciones entre diversos contextos de sacrificio y desempeño, de alivio y desdicha, de renuncias y compensaciones cuyas zonas fraccionadas de existencia—cuerpo, democracia y pobreza—se asombran de este encuentro a tientas (no iluminado) entre lo estético, lo social y lo político.
El silencio no habla. Esto no significa que el silencio no tenga nada que decir, que no contenga murmuros o incluso vociferaciones, si no que varios de sus sonidos son regularmente acallados por el control del discurso oficial que sujeta gritos y palabras. Las voces del silencio permanecen inanimadas hasta que un impulso libertario –por ejemplo, el de la creación artística- levante la censura de los micro-aparatos de represión que bloquean sus súplicas y replicas en la comunicación ordinaria. La oscuridad le otorga una cualidad física al silencio, tornándolo expresivo. Así ocurre con la presencialidad de lo silente que nos acusa en las penumbras del Estadio Víctor Jara (Estadio Chile II) o en las tinieblas de la mina “El Chiflón del Diablo”(Estadio Chile III): sólo tomamos conciencia de las infinitas voces que cubre y recubre el silencio cuando el espesor de sus capas se ve perforado por algunos sonidos que han transitado desde zonas profundamente calladas hacia ciertos umbrales de desenmudecimiento. L. Rosenfeld interrumpe dramáticamente la oscuridad, su duración y materia para darles curso a las voces rezagadas por el olvido que cuentan los secretos de su habitar clandestino en la parte trasera de las discursividades públicas. La fantasmalidad de estas voces resucitadas que pueblan el Estadio Víctor Jara (Estadio Chile II) y la mina de Lota (Estadio Chile III) retumba en la oscuridad para delatar la ausencia de las demás voces que permanecen secuestradas por los monopolios comunicativos de la actualidad de los medios. La lección que aprendimos en la oscuridad del silencio contagiado por el ruido que modula las tres instalaciones de L. Rosenfeld, gira en torno a cómo el arte puede hacer estallar la frontera de vigilancia entre callar y hacer oír, seguir mudo o darse a escuchar.
En Estadio Chile III, el arte interviene la mina “El Chiflón del Diablo”, espacio que ha sido previamente narrado en su pasado-pasado (crónicas) y en su pasado-reciente (filmaciones) por escrituras que mezclan lo pretérito y lo actual. La memoria de la mina de Lota –explotada desde el siglo XIX– fue relatada en los cuentos de Baldomero Lillo (1904) y luego filmada en la película Sub-terra de Marcelo Ferrari (1999). Una memoria literaria y una memoria cinematográfica forman una primera capa de sedimentación del recuerdo hoy interceptada por el turismo, que declaró la mina “El Chiflón del Diablo” sitio de visitas guiadas por ex mineros que hablan a los visitantes nacionales e internacionales las condiciones de trabajo de su duro pasado de explotación obrera. El costumbrismo de Baldomero Lillo y la recreación de época de la película de Marcelo Ferrari (vestuarios y costumbres) han sido ambos desplazados, en tanto pasados ficcionados de la vida minera, por la novedad ultra-realista de la industria del turismo y su mercado del rescate patrimonial. El espectador de la intervención de L. Rosenfeld en las galerías del oscuro subterráneo se topa con la última conservación del pasado reciclado por el turismo, que devela la cosmética de una memoria hecha de decorados y utilerías, mientras el arte contrasta sonoramente estos artificios con la materialidad bruta de la fuerza de trabajo impregnada en las paredes sudadas del túnel.
Notas
[1] Extraído de Crítica de la memoria (1990-2010), Santiago, Ediciones Universidad Diego Portales, 2010. Ver la reseña de Jean Franco sobre Crítica de la memoria en el presente número de e-misférica.
[2] Para una investigación documental sobre el grupo CADA, integrado por Diamela Eltit, Raúl Zurita, Fernando Balcells, Sergio Castillo y Lotty Rosenfeld, ver: Robert Neustadt, Cada día: la creación de un arte social, Santiago, Cuarto Propio, 2001.
[3] Lotty Rosenfeldt / Diamela Eltit, “Quién viene con Nelson Torres?”, 2001.
[4] Esta video-instalación se realizó en el hospital abandonado de Ochagavía, comuna de Pedro Aguirre Cerda.
[5] Roland Barthes, Lóbvie et l’obtuse, Paris, Editions du Seuil, p. 229 (la traducción es mía).