Edgar Blancas
Edgar Blancas (photostream)

Antes

La violencia es consciente
—Michel Foucault

En el verano del año 2006 un grupo de personas trataron de acampar junto a la Cámara de Diputados de la capital, algunos periodistas de izquierdas se enfrentaron a policías en las calles, alguien se disfrazó de Felipe Calderón y llegó al Zócalo del Distrito Federal dentro de una jaula de madera y varias mujeres se desnudaron en plazas públicas de todo el país para denunciar un fraude electoral. Hacía calor, pero eso no detuvo las protestas fuera de los bancos (estos son los que roban la nación) ni que en la Ciudad de México se bloqueara el acceso a algunas embajadas, se gritara en las entradas de las autopistas (voto por voto, casilla por casilla), se escucharan consignas junto al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, se protestara frente a la Bolsa de Valores.

Ni que todos nosotros, expectantes, estuviéramos a punto,

casi en el borde de los precipicios de los que saltamos para demostrar que

somos capaces de no caernos,

mirar hacia abajo y pensar que tal vez, ahora, finalmente, podríamos

volar.

Ahora es: el 6 de agosto del año 2006: cuando miles y miles de simpatizantes del opositor de la izquierda Andrés Manuel López Obrador formaron una cadena humana para sumarse al movimiento de resistencia civil que el 30 de julio había colapsado la capital del país: en el cruce de las avenidas Insurgentes y Reforma de Ciudad de México: vena aorta y arteria pulmonar de la capital:

corazón de México.

Ese mismo día se decidió que los manifestantes que empujados por sus convicciones habían conseguido llegar hasta ahí, cortar el flujo de oxígeno en la ciudad, se quedaban en la calle (que es el nervio esencial de todos nosotros.)

Que la ocupaban.

Que no van a moverse de este corazón capitalino hasta que el Instituto Federal Electoral acepte hacer un recuento de las elecciones del 2 de julio, aseguró un poco como si flotara el candidato presidencial Andrés Manuel López Obrador. Que nadie va a irse a ningún sitio, insistió. Y que estamos hartos de los fraudes.

La consigna, el grito, el reclamo: voto por voto, casilla por casilla.

El movimiento ciudadano: civil, estratégico y conocido popularmente con el nombre de El Plantón.

Duró varios días, hubo de todo.

Según muchos medios de comunicación un 65 por ciento de oposición ciudadana a los resultados electorales en la capital del país: Esto son alrededor de 16 millones de personas.

16000000

Dieciséis

Millones

De

Personas

Una corriente insólita de esperanza.

Photo: Credit.
Felipe Calderón
Gobierno Federal (photostream)

Murales a Emiliano Zapata, actividades infantiles, educación contra el machismo, globos inflados en los que se leía: Huelga de hambre, Revolución, Por México. Caminatas de comunidades indígenas que apoyaban el movimiento opositor igual que antes, apenas doce años antes, miles y miles de jóvenes de la ciudad habían apoyado el alzamiento zapatista en Chiapas.

Hombres y mujeres sentados en una avenida de seis carriles para coches, dibujos hechos con tiza en las aceras, grafiteros que nos recordaban: “Lee, piensa y actúa” con plantillas que reproducían por toda la ciudad.

Hubo capitalinos y también gente que vino de las provincias para apoyar El Plantón.

Hubo hombres con sombrero, mujeres vestidas a la usanza tradicional, chicas jóvenes enseñando el ombligo, adolescentes con los pantalones tres dedos más abajo de la cintura, estudiantes escondidos tras un tapabocas improvisado con pañuelos, abuelas de todos nosotros que repartían tortas y tacos de canasta y frijoles de olla y fruta y salsa roja y salsa verde y salsa de chile de árbol

y trabajadores durmiendo sobre cartones

y maestros universitarios acampados hablando con sus conciudadanos,

niños que repartían flores de papel,

pasiones, recuerdos, noches:

algunos manifestantes preparaban atole y chocolate caliente o escuchaban música o se reunían a hablar o jugaban a los dados, al dominó, a las cartas y finalmente se dormían. Y entonces: el nervio tenso que es la Avenida Reforma de la Ciudad de México quedaba, casi milagrosamente, en silencio. Aparentemente en reposo: un día más–La larguísima avenida cortada: sin coches, taxis, autobuses, patrullas, peseras, gente en bicicleta, caminando, corriendo o paseando que no formara parte de aquel movimiento civil, inesperadamente pacífico y esperanzado que todavía duró un par de semanas.

Y cuando amanecía llegaban también paseantes que observaban con perplejidad aquella habitación común en la que se había convertido el centro de la Ciudad de México.

Nuestra almohada.

Hasta que, finalmente, 200 jueces y magistrados de la nación, vigilados por observadores de todos los partidos políticos y por algunos cooperantes extranjeros, accedieron a recontar el 9,7% de las mesas electorales y revisar los resultados de las elecciones presidenciales en las que Felipe Calderón se había declarado ganador con 0,58 puntos porcentuales.

Algunos de los simpatizantes de la izquierda esperaban los resultados fuera del Instituto Federal Electoral con simbólicos fusiles de madera, para que se entendiera la desesperación constante. La pobreza. La insoportable derrota en la división del dinero en México. El no acceso a la salud pública. El no acceso a la educación de calidad. El no acceso a un futuro justo. La humillante encomienda.

Se imprimieron carteles, bandas, camisetas, pegatinas, banderillas y gorras porque esta vez, a diferencia de lo que había ocurrido

en 1988: cuando un político trastocó el ordenador central del Instituto Federal Electoral y dijo que debido a una caída del sistema informático no era posible contar los resultados electorales hasta al día siguiente:

en 1988: cuando Salinas de Gortari, se quedó con la presidencia de la República a pesar del triunfo en las urnas de Cuauhtémoc Cárdenas:

en 1988: cuando sin el legítimo presidente elegido por la ciudadanía, Cuauhtémoc Cárdenas, nos quedamos un poco más solos.

Hoy ya no: hoy era 2006 / dieciocho años más tarde / y la oposición había impugnado las elecciones convencidos de ser víctimas de otro fraude. De modo que miles, decenas de miles de hombres y mujeres, cobijados por otros cientos de miles de simpatizantes en toda la República, participaban en las asambleas que el líder del Partido de la Revolución Democrática, Andrés Manuel López Obrador, llevaba a cabo en el Zócalo capitalino. El opositor y sus seguidores se sentían unidos.

Vestían de amarillo. Se sentían esperanzados.

Y parecían el sol: El mañana. Un solo México.

Photo: Credit.
Andrés Manuel López Obrador
Rodrigo González (photostream)

Esperaban el resultado del recuento recostados en simbólicos fusiles de madera que utilizaban como reposabrazos mientras un quejido que parecía el preludio de un terremoto inmenso indicaba, sin ningún atisbo de duda, que la sociedad mexicana comenzaba a fracturarse. Que el ruido que escuchábamos en nuestro interior era el del mineral más derretido del cuerpo de México, el más íntimo: y que se estaba partiendo en dos bandos que desde entonces no han logrado ponerse de acuerdo. Dos bandos que arrastraban su cansancio y su impotencia desde años atrás y que estaban claramente diferenciados:

unos querían justicia, otros perpetuidad.

Unos interpelaban, otros se resistían.

Éramos todos, pero parecíamos muchos distintos. Y el país quedó estructuralmente roto. Como si México fuéramos en verdad dos países. Y como si nosotros, de nuevo, sólo supiéramos ver las cosas de una única manera, a pesar de que Friedrich Nietzsche nos hubiera advertido que la lógica de la moral "consiste en una alteración de la personalidad, porque considera que lo poderoso y lo fuerte es algo supra humano y en cambio lo débil y lo vulgar es propio del hombre"[1].

Como si el mundo que entre todos hemos construido, inventado, escrito, sólo pudiera ser de una manera.

Y como si nosotros,

usted y yo:

también.

Y entonces terminó el recuento y el Instituto Federal Electoral reconfirmó el triunfo del Partido de Acción Nacional por un 0.58% votos porcentuales: Y Felipe Calderón, con apenas 44 años de edad, asumió la presidencia de México el primero de diciembre del año 2006 con una vertiginosa ceremonia de juramento a la Constitución.

Y caminó hasta el estrado del Congreso de la Nación como si no comprendiera donde se encontraba, torpemente erguido, literalmente rodeado por seguidores de su partido que gritaban pre-si-den-te, pre-si-den-te, también un poco como si flotaran, mientras otros diputados inconformes con el recuento empujaban a los nuevos legisladores para sacarlos de alrededor del púlpito y de lejos se escuchaban los gritos, los cantos, los aullidos de los diputados de izquierda que argumentaban que aquello era una farsa.

Que México era un espectáculo, una instalación, una mentira.

Y que afuera del congreso había millones de personas llorando.

Y sin embargo, en apenas

4
cuatro minutos

Felipe Calderón alzó la voz para tratar de ser escuchado sin autoridad suficiente para imponerse, probablemente absorto, sin ninguna posibilidad de que todo aquello le pareciera real en tantísimo poco tiempo, e hizo su juramento: “Protesto guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ellas emanen y desempeñar leal y patrióticamente el cargo de Presidente de la República que el pueblo me ha conferido, mirando en todo por el bien y la prosperidad de la unión y si así no lo hiciere, que la nación me lo demande.”

(que la nación me lo demande)

Era su primer acto como mandatario del país: tomar posesión y hacer el juramento de nuevo presidente, a pesar de que si acaso había ganado las elecciones, había sido de un modo dudoso, y de que no supo interpretar el quiebre de la sociedad a la que quería liderar. No escuchó el lamento interno y profundo de México cuando juró “desempeñar leal y patrióticamente el cargo de Presidente de la República que el pueblo me ha conferido, mirando en todo por el bien y la prosperidad de la unión y si así no lo hiciere, que la nación me lo demande”.

(que la nación me lo demande)

No escuchó el mineral derretido.

Nuestro cuerpo líquido.

Las voces. El lamento. Nosotros. / He was blind.

Las consecuencias de la guerra que el nuevo presidente pública, mediática, intempestivamente le declaró a los cárteles del narcotráfico, y que es el legado con el que Felipe Calderón aterrizará en el futuro, resultaron devastadoras: el despliegue de militares en diversas zonas del país propició una debacle social sin precedentes; algunos ciudadanos pidieron que las autoridades abandonaran sus ciudades y entraran las fuerzas internacionales; el número de muertos, torturados, desplazados y desaparecidos crecía a una velocidad incontrolable[2]; aparentemente se destinaron miles de efectivos del Estado / ¿corruptos, leales, asustados? / para luchar contra los cárteles del narcotráfico, que se dedicaban a más de doce negocios y que se calculaba que tenían redes en 27 países fuera de México y en el 73% de los municipios mexicanos; contamos en apenas seis años miles de niños muertos, miles de huérfanos, miles de hombres y mujeres asesinados, diseminados por todo el país y que, aunque no había un motivo para pensarlo de otro modo: quedó claro que no: no tenían siempre que ver con el narcotráfico, no eran siempre adultos, no eran siempre drogadictos ni criminales ni corruptos, sino piezas dispersas del rompecabezas que años atrás parecía el esqueleto inquebrantable de nuestros principios. Antes. Porque tras la declaración de la llamada guerra contra el narco que se extendió a la sociedad como un cáncer terminal, nuestra exangüe seguridad fue mermando tan, tan velozmente, que no tuvimos tiempo de acostumbrarnos al nuevo mundo. No pudimos asumirlo, ni logramos dar con el modo de entenderlo de una manera distinta.

Todavía no.

Todavía creímos que seguíamos siendo los de siempre.

A pesar de que con la guerra contra el narcotráfico en México, que muchos pedían que se llamara por su verdadero nombre de guerra entre el narcotráfico, morimos todos: Todos quienes en verdad somos.

Quienes ustedes y yo, somos.

Con el paso del tiempo, por desgracia, por necesidad, por asfixia, por aire, fuimos aprendiendo algunas cosas. Y aunque nos parecía inicialmente inconcebible, tuvimos que asumir que no importaban las cifras exactas, la precisión de los porcentajes ni nuestra confusión ante lo que sucedía.

No importó que cambiaran los números, las versiones, los efectivos / We were not counting numbers, sino recordando gente. Porque sucediera como sucediera, leyéramos lo que leyéramos: en México con la guerra morimos todo el laberinto incomprensible que éramos, el hilo del que comenzar a jalar para contarnos dónde estábamos, por qué.

Y perplejos, desconcertados, temerosos, inventamos primeras páginas de fantasía en los principales periódicos nacionales con la supuesta huída de Felipe Calderón, nos dijimos los unos a los otros que un día la guerra de México sería juzgada en el Tribunal de la Haya por delitos de lesa humanidad, que haríamos una comisión de la verdad, que recordaríamos a las víctimas. Y tratamos de respirar e incluso de contarnos (contar a los vivos / contar a los muertos) de dónde veníamos. Cómo habíamos llegado hasta aquí. Quiénes éramos.

En un esfuerzo de humanidad del que nunca nos habíamos sentido capaces.

A pesar de que la guerra contra el narcotráfico desatara la furia del país y lo levantara como si el tiempo fuera un vendaval insoportable. A pesar de que un día entendimos que el presidente se había quedado solo, acorralado, probablemente desbordado y con miedo. A pesar de haber escrito muchas veces antes quiénes creíamos ser. A pesar de nuestra semilla escrita, nuestro árbol escrito,

nuestra flor.

Y entonces regresamos inevitablemente a aquel momento inicial en que se quebró el país, aquel momento primero en el que nos rompimos todos un poco y el gobierno no supo interpretar la grieta que nos dividía en dos, no entendió que íbamos a derretirnos con el mineral fundido, no pudo comprender que México ya era un país distinto, que sus habitantes éramos otros, que éramos mucho menos crédulos, menos sumisos, más ciudadanos. Que había quedado atrás el tiempo en que querían hacernos sentir los hijos pródigos de una dictadura aparentemente sin fisuras que duró los setenta y un años de hegemonía política del Partido Revolucionario Institucional [PRI]. Y que tras desembocar, caer, aterrizar estrepitosamente contra aquella nueva y débil democracia, estábamos dispuestos a exigir mucho más de un gobierno que hubiera podido ser un Estado sólido y de un presidente que supuestamente había resultado elegido por voto popular.

Aunque Felipe Calderón fuera en realidad el segundo presidente en aquella incipiente línea que era la democracia mexicana.

Puede no parecer importante,

podemos incluso pensar que aquí los políticos sólo son embudos que llegan a esta historia contada del narcotráfico mexicano que se extiende durante un siglo.

Pero it matters. Y en este México que hemos escrito entre todos, Felipe Calderón fue el segundo presidente de nuestra infantil y todavía incapaz democracia. Porque seis años antes de que jurara su cargo en cuatro minutos desatando la furia que azotó el país, / el 2 de julio del año 2000, había ganado las elecciones de la legislatura anterior Vicente Fox:

con un 42,52 % de los votos:
15 millones 989 mil 636 personas.

Ex gerente de operaciones en América Latina de la marca Coca Cola.

Vicente Fox asumió la presidencia seis meses más tarde: el primero de diciembre del año 2000. Y cuando lo hizo, no había nadie gritándole en el Congreso de La Nación y la explanada frente a la delegación política estaba plantada con árboles: Sin fusiles de madera sobre los que reposar, sin cuerpos de mujeres desnudas corriendo por las plazas de la República.

Y dentro el nuevo presidente asumió el cargo sin dar la sensación de no saber dónde estaba.

Al contrario: guardó tiempo para coger aire, erguirse sobre sus espaldas inmensas, y decir, altivo, seguro, impertérrito: “Tengo las botas bien puestas en la tierra, a la realidad la veo de frente y nunca le doy la espalda.”

Tengo las botas bien puestas en la tierra, a la realidad la veo de frente y nunca le doy la espalda.

Y nosotros lo escuchamos como si estuviéramos llegando a un sitio nuevo, pensando si aquella soberbia era la manera correcta, civilizada, ciudadana de asumir la presidencia de un país.

Si aquellos que escuchábamos éramos todavía nosotros.

Sin saber si después, aquel tiempo, nos parecería demasiado rápido.

Y antes, antes de la toma de poder y la pisada firme de las botas de Vicente Fox, la noche de las elecciones presidenciales que en México se celebran siempre en 2 de julio, cuando se dieron los resultados electorales que le arrebataron el poder al PRI tras setenta y un años gobernando México con mano de cobre: mucha gente salió a las calles para celebrar el triunfo de la democracia, el fin de aquella extraña dictadura que nos había educado durante generaciones. Y entonces tuvieron (tuvimos) la sensación de que México estaba a punto de despegar.

Que nosotros también podríamos aterrizar en el futuro.

Que, por un momento, todo nos parecía posible. Y que vimos en nosotros unas diminutas alas apenas perceptibles desde el extranjero.

Fuimos casi pájaros.

Y sin embargo: dos meses después de la instauración de aquella nueva democracia mexicana representada por las botas de Vicente Fox, se escapó de una cárcel de máxima seguridad del estado de Jalisco el temido narcotraficante Joaquín Archivaldo Guzmán Loera, alias el Chapo Guzmán.

No pudimos creerlo, pero ya no estaba / He was gone.

Y entonces alzamos con incertidumbre, desprotegidos, iniciáticos, ingenuos, la mirada hacia el futuro. Sin saber que el futuro podía ser esto:

Este lugar en el que estamos ahora.

Este país que a veces tenemos la insoportable sensación de que ya no nos pertenece.

México.

Casa.


Lolita Bosch es novelista, directora del Colectivo FU de literatura y editora general de Nuestra Aparente Rendición, por el que ha sido convocada, entre otros, por la UNESCO, Amnistía Internacional o Hillary Clinton (invitación que rechazó a principios de 2011.) En los últimos años ha publicado, entre otros: Tres historias europeas, La persona que fuimos, su antología personal de literatura mexicana Hecho en México, Insólita ilusión, insólita certeza, La familia de mi padre , una antología personal de literatura catalana contemporánea (Voces de la literatura catalana ) y una antología sobre las manifestaciones literarias por la paz de México: Nuestra aparente rendición con el que han abierto, en el portal que dirige y que mantiene junto a 18 personas más, un sistema de becas para los hijos e hijas de las mujeres asesinadas de Ciudad Juárez. Recientemente, además, ha aparecido su primer ensayo narrativo sobre la escritura (Ahora, escribo) y ha terminado una antología sobre la violencia en América Latina: El mapa latinoamericano de nuestro futuro, de próxima publicación.


Notas

 [1] http://www.ecured.cu/index.php/Friedrich_Nietzsche

 [2] “Si apiláramos los cuerpos de los 30 mil muertos en esta guerra podrían erguirse 28 torres similares en altura a la Torre de Dubai, la más alta del mundo: las Torres del Terror” Fernando García Ramírez, 2011, en ¿Vamos ganando la guerra? (www.nuestraaparenterendicion.com, 2011)

Dossier

Book Reviews

Essays

Review Essays