
Archivos visuales en la época de la desclasificación digital: aproximaciones al proyecto Human Rights / Copy Rights[1]
Cristián Gómez-Moya | Universidad de Chile
Abstract: This is essay focuses on the documents generated by state violence in Latin America in the 1960s, 1970s, and 1980s in relation to the aesthetics of contemporary art and visual culture; the discussion focuses on the scopic regime of the archive and the issue of universal access to the materials contained therein. The argument first discusses the repositories of images related to transnational political archives, specifically those of the declassified archives of CIA (National Security Archive, USA, 1999-2010). Second, it traces the movement of these materials into the global current of memories of biopolitical regimes in the age of digital declassification. Through this analogical relation between Human Rights and Copy Rights, the objective is to interrogate the aesthetic and mnemonic use of these archives, as well as the circulation of reproductions and copies within the new global visual space.
Introducción
Pensar la noción de archivo político en América nos impulsa a decir que ésta se enlaza directamente con el derecho a la memoria de los acontecimientos. Esto sería, en otras palabras, vinculante con el derecho a su selección, clasificación y visualización. A su vez, dado que valoramos esta relación entre archivo, memoria y derecho, entonces tampoco sería posible descuidar el ejercicio de poder que articulan estos regímenes de la mirada. En consecuencia, si la disputa por el archivo se sitúa inevitablemente en un eje de discordia por el tiempo de obturación de la mirada, es porque en él reverbera permanentemente el control sobre la lectura del acontecimiento in memoriam.
Intentaré abordar estos aspectos desde lo que actualmente se conoce como la desclasificación digital de archivos postdictatoriales en el contexto transnacional de los derechos humanos en América. Nuestro relato, desde luego, no puede omitir el efecto traumático que causaron las políticas de la violencia y la desaparición bajo las dictaduras latinoamericanas del Cono Sur entre los años sesenta y ochenta. Empero, también conviene precisar que nuestra atención se posiciona en que estas políticas se instituyeron sobre sistemáticos y bien coordinados operativos de inteligencia policial e informacional de carácter clandestino, forjando así un amplio y fragmentado acervo de documentos secretos productos del cruce de información entre Estados Unidos y los países sacudidos por la nefasta “Operación Cóndor”[2]. Diríamos entonces, que dichas operaciones instalaron una temprana forma de archivar el acontecimiento, la que a su vez se caracterizó por clausurar la información sobre los mismos documentos que ya se habían generado y distribuido. En consecuencia, dejaron enormes volúmenes de fichas ennegrecidas y tachadas brutal y burdamente por sus mismos operarios.
Bajo esta perspectiva—anacrónicamente instalada más de treinta años después de dichos acontecimientos—expresaremos que las políticas contemporáneas generadas por la desclasificación de archivos sobre los derechos humanos, hoy en día se encuentran condicionadas por la idea de una administración de la memoria transnacional y cosmopolita que instala categorías cada vez más progresistas y globalizadas sobre el derecho, la imagen y la distribución de la memoria[3]. Esto lo podremos observar a través de una revisión crítica a las tecnologías de la memoria sostenidas sobre políticas de archivos digitales liberados, así como su correlato instituyente y normativo en términos de derechos de autor, copia y acceso. En este orden, argumentaremos que el corpus de estos documentos políticos oscilan sobre una paradoja tecnoética: entre el libre acceso a la memoria como un derecho y la opacidad de la historia preservada como huella y testimonio de su secreto. Precisamente, este problema no deja de emplazar la pregunta permanente por la doble dimensión acerca del cuidado del archivo, tanto como un origen como una ley: autor y autoridad.
Comenzando con dos bloques iniciales, este trabajo abordará una serie de aspectos agrupados en torno a dos categorías guías: la desclasificación y la telememoria. La primera para referirnos al acto performativo que encierran las políticas que, al pretender liberar la clasificación de archivos de los derechos humanos, sobredimensionan las imágenes virtuales como una vía de emancipación de las violencias históricas; y la segunda para pensar un acto en diferido que si bien busca instalar la conciencia por la memoria sobre los derechos humanos, también otorga un espesor problemático a un renovado sentido por el derecho cosmopolita: la desterritorialización.
Por último, para fundamentar estos aspectos nos parece útil observar los documentos desclasificados de la Central Intelligence Agency (CIA) sobre el caso de Chile que, durante los últimos diez años, ha venido gestionando el National Security Archive (NSA) bajo el sello “Declassified and Approved for Release” (2000)[4]. El despliegue de esta agencia internacional situada en Estados Unidos resulta muy significativo ya que materializa justamente los problemas planteados, y porque además representa un interesante modelo de gestión cultural y creativa de la memoria transnacional, aplicable tanto en centros de documentación como en espacios museales, cuyo principal vínculo en el contexto chileno ha sido la transferencia de documentos virtuales al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos (2010).
Unclassified: la administración del secreto

Si las imágenes de archivos poseen una historia política difícilmente podría ser debido a la simple evocación de su acontecimiento. Más bien ésta sería practicable únicamente en la medida que se encuentre documentada y editada bajo un dispositivo de administración, por lo tanto bajo el registro de una inscripción anacrónica y a destiempo de su mismo acontecimiento. En tal sentido, no resulta para nada incongruente advertir que las imágenes de archivos de los derechos humanos en los países postdictatoriales del Cono Sur poseen una historia frágil e incipiente, básicamente porque sus procesos de administración documental se han venido convirtiendo en acceso público hace poco más de diez años[5]. Antes de eso sus registros se encontraban ocultos, bloqueados por las políticas de la desaparición, la clausura y la clasificación secreta de amplios fondos de fichas clandestinas. Hoy, más que nunca, estos fondos documentales han alcanzado el estatus de archivo debido, curiosamente, a la apertura de su propia desclasificación. Dicho de otro modo, si bien estos depósitos de fichas constituyeron originalmente enormes volúmenes de información ocultos en su propia ruina política, una vez iniciado el proceso de liberación documental fue cuando realmente se comenzaron a generar las matrices para sistematizar dichas informaciones y a la vez comprender la catástrofe de su deriva histórica.
Decir imagen y archivo en este contexto, implica entonces examinar las políticas que han propiciado la liberación de estas fichas secretas en el ámbito de su desclasificación global. Es aquí donde quisiéramos identificar ciertos actos de visualidad performativa—en tanto ejercicios de poder normativo que modulan la subjetividad de la mirada—los que aún permanecen vigentes en la producción de conocimiento sobre el derecho en un sentido archivístico contemporáneo. Asunto que más allá de su dimensión jurídica, nos advierte de un programa de pensamiento que enuncia lo público y lo privado de los derechos de acceder a una imagen derivada del horror de la desaparición y que, por tanto, ha sobrevenido como una nueva política de archivo bajo las ruinas del acontecimiento.
En efecto, las imágenes de archivos que nos interesa observar, entendidas como las huellas que han quedado en las fichas secretas, surgen a posteriori del acontecimiento, surgen de la operación contemporánea que alega volver visible aquel documento abandonado bajo secreto “clasificado” (classified) y que por medio de una supuesta política de emancipación—principalmente generada por la presión de las agencias humanitarias internacionales—ha conseguido transformarse en un documento “desclasificado” (declassified). No obstante, esta operación a su vez revela, en última instancia, una dialéctica sumamente opaca sobre aquello que ha quedado en el abandono bajo el estigma de lo “no clasificado” (unclassified). Esta zona gris nos sugiere pensar en una genealogía discontinua entre la clandestinidad, el secreto y el acceso público a lo “no clasificado”, cuyos efectos giran en torno a un modelo de gestión visual de aquella devastación política. En el fondo esta desclasificación aspira a ejercer un acto de emancipación de la violencia que subyace bajo el acto primigenio de la clasificación (Gutiérrez 2007), por lo tanto permitiría el acceso a un conocimiento más pluralista y universal[6]. Sin embargo, más allá del efecto liberador que provoca esta revelación pública, lo verdaderamente grisáceo de esta gestión es que, finalmente, ha terminado instalando una profunda problemática global y local—de raíz cultural y política—entre los derechos humanos y los derechos a copiar y administrar los registros de estas imágenes de archivos espectrales.

Estos documentos aciagos—que han revelado sus huellas posfacto alimentadas por la expansión virtual de las tecnologías y las bases de datos—diríamos que actualmente se ciñen cabalmente a la época de su desclasificación digital, pero a su vez comprenden algo más en la economía de los capitales culturales. Estas imágenes de archivos son también parte instituyente de un sistema de circulación de los documentos de la alteridad postraumática, que no funciona por una simple forma de gestión técnico-archivista anidada en un sentimiento humanitario, sino por un orden de razones sobre capitales simbólicos y culturales, es decir, por una cuestión de economía y de administración patrimonial. Cabe subrayar que el fundamento de este resguardo patrimonial consiste en la observación y la vigilancia tecnológica sobre las pruebas a través de un aparato asistencialista y una objetividad distante, de tal modo de garantizar el ejercicio de los derechos humanos y de paso neutralizar los intereses ideológicos más dogmáticos que pondrían en peligro el valor histórico de los documentos. Estas formas de agenciamiento internacional han permitido avanzar hacia una nueva y sofisticada forma de derecho cosmopolita capaz de armonizar—siguiendo el giro económico hacia el paradigma eufórico del “acceso” señalado por Rifkin (2000)—los límites de la hospitalidad domiciliaria, por ende del territorio y su propia desterritorialización[7].
Resulta evidente, desde tal perspectiva, que la dialéctica de estas imágenes de archivo se circunscriben necesariamente a una discusión por el lugar que ocupa el agente, ya que si bien confrontan el peso de la ética de la representación con el poder de la mirada de quien registra, la puesta en circulación de estos documentos en el mapa de los capitales simbólicos no es suficiente para descomponer la autoridad que subyace bajo el derecho de quien enuncia[8]La pregunta por las imágenes de archivo es ineludiblemente, entonces, una pregunta por las condiciones de administración, o sea por el registro, resguardo y distribución del documento; en consecuencia, por la dimensión performativa que rodea los derechos de acceso a los datos clausurados y, asimismo, los derechos a ver lo que ocultan. Precisamente, bajo este ejercicio de visualidad de la imagen es donde se produce una política de la mirada, cuya trama se ha venido tejiendo bajo la idea que la memoria es un derecho y, por lo tanto, se debe disponer de la infraestructura tecnológica para acceder a ella y al mismo tiempo conservarla, pero fundamentalmente transferirla—de ahí lo sofisticado y problemático de su operación (de)clasificatoria—como un patrimonio virtual e intangible.
Telememoria: el derecho a la memoria en diferido
Estas políticas de archivo ya desplazadas de su lugar específico y ahora inscritas en el mapa universal, decimos que responderían a un principio cosmopolita sobre el derecho a las imágenes como síntoma de la economía cultural globalizada—esto es lo que en otros momentos hemos denominado una vicarización globalizada para referirnos al agenciamiento que han propiciado las nuevas administraciones trasnacionales de la memoria (entre ellas agencias humanitarias, oficinas técnicas y organizaciones no gubernamentales centradas en archivos cosmopolitas) al pretender hablar y designar, clasificar y preservar, en nombre de las memorias de la alteridad. Producto de las nuevas tecnologías mnemónicas, su principal fundamento ha consistido en los beneficios humanitarios que conlleva acceder a un amplio patrimonio de archivos visuales bajo la premisa del saber universal. Esto—además de las consabidas consecuencias en las configuraciones de homologación de thesaurus y metadatos para la disponibilidad online—ha provocado, tal como lo hemos sugerido antes, un desplazamiento territorial desde las memorias locales-nacionales hacia las memorias globales-cosmopolitas.

Estas aperturas económico-políticas—fomentadas según el dictum de los derechos humanos, pero que hoy en día han sido mejor instaladas bajo el sentido de la responsabilidad social—tejen a lo menos dos lazos genealógicos. En primer lugar, el devenir de una historia universal que planteaba la filosofía política kantiana bajo el axioma cosmopolita o derecho de visita territorial (Kant 1795)—un principio invocado por medio de ese soplido universal que representaba el ejercicio de la paz perpetua condicionado por la independencia estatal—cuya aplicación final se traduciría en la convicción moderna de la hospitalidad domiciliaria[9]. Una hospitalidad que en el sentido del derecho de visita, consistiría en abrir las puertas para que el otro acceda al lugar y “goce” de la jurisdicción, pero que en otro orden, en el plano del archivo, según nos recuerda Derrida (1997), remite al domicilio (arkheîon), a un estado del sí mismo. Por lo tanto la hospitalidad concierne al derecho de visita al domicilio sin violentar la soberanía arraigada en la propia morada, pero con una salvedad: la hospitalidad de “estar en casa” es siempre una relación tensa, convulsionada, en la medida de la irrupción del otro.
En último caso, diríamos que la óptima yuxtaposición entre la ciudadanía transnacional y los Estados soberanos consistiría en alcanzar la hospitalidad universal de visitar territorios, pero nunca apropiarlos. Además de ser un requisito indispensable para la concordia, tampoco se puede omitir que el derecho cosmopolita descansa sobre el derecho público a sublimar cierta humanidad transfronteriza, lo cual constituye su ficción performativa bajo la idea de un acto pacífico de ocupación territorial. El ejercicio de esta ficción se nos vuelve aún más abstracto del momento que la modernidad cosmopolita—de la mano de esa forma kantiana extremadamente ambigua como ya podemos presuponer—ha insinuado la pretensión de unidad e igualdad. Para ello los derechos humanos parecen ser el mecanismo declarativo—y en muchos casos dogmático—que ayudaría a sostener y exigir el cumplimiento de este principio cosmopolita como un acceso universal en el campo de lo normativo.
En segundo lugar, tanto los procesos de documentación occidentalizados definidos por la institucionalidad cultural en un afán por emancipar el conocimiento y el acceso a la información, como aquellos centros de investigación y conservación que han sido activados por las organizaciones internacionales de derechos humanos para producir economía de responsabilidad social a nivel global, se han constituido en nuevos modos de concebir la despatrimonialización de la memoria en su dimensión más universal[10]. En conjunto han ocasionado el auge de una responsabilidad social amparada en el Estado transnacional que —fundamentado en la solidaridad y la cooperación, por un lado, y el estudio de nuevas audiencias y ciudadanías corporativas, por el otro[11]—vislumbra la oportunidad de acceder a nuevas comunidades al uso de aquello que se ha denominado “grupos de afectados” (stakeholders); en consecuencia, fomentan la creación de públicos allí donde la carestía de archivo ofrece plusvalía cultural.
Comprender que estos procesos documentales se encuentran absorbidos por una sobrecosificación de la memoria, significa que el archivo de los derechos humanos—una vez superada la barrera jurisdiccional—no concluye con la organización arrinconada del acervo documental ilustrado, ni mucho menos con sus protocolos de clasificación universalista que le otorgó la unidad de las naciones alineadas con el derecho cosmopolita[12]. La misma puesta en archivo—que a su vez conlleva una puesta en acto de visualidad de los derechos humanos[13]—remite a un sobredimensionado alcance de sus mismos objetos documentales, es decir—y aquí conviene precisarlo—a un régimen de memoria social que resulta mediado principalmente por la imagen de un archivo-cosificado. De ahí entonces que pensemos estos documentos como una sobrecosificación del archivo, o lo que es lo mismo, como una plusvalía estético-simbólica que rebasa el marco de sus principios ético-declarativos. Para decirlo en términos marxianos, el archivo de los derechos humanos representa un tipo de forma material y objetual del lazo social que opera al margen de sus productores[14].
Esta excitada acción reificadora que los archivos de la violencia de Estado inscriben en la imagen logocéntrica de los derechos humanos, hoy en día nos señala una nueva condición de locus que superaría la memoria de la territorialidad[15]. Pero es también debido a esa misma memoria del lugar, sellada por la demanda de un amplio mercado de lo que hemos denominado como una telememoria sobre los archivos dictatoriales, que la imagen finalmente adquiere un estatus dentro del derecho de visita. En consecuencia, la memoria resulta de la puesta en valor de un acontecimiento posible en el mercado de los valores virtuales, y para eso se requiere un marco de inscripción que permita su acceso. No obstante se trataría de un acceso a distancia, auxiliado por las tecnologías virtuales de lazo social.
En suma—sin omitir el legado del iusnaturalismo en el plano del derecho, especialmente en lo que refiere al sentido moderno del derecho natural que, precisamente, consignaba el origen del derecho como una propiedad consustancial de todo sujeto, en tanto que naturaleza humana a partir de una subjetividad racionalista, así como las claves actuales de la soberanía legislativa-jurídica derivadas del iuspositivismo, que comprende una forma de heteronomía multilateral—nuestra discusión se encuentra estimulada más bien por aquello que podremos problematizar como los derechos de mirada. Esto es lo que bajo la entelequia derridiana nos advierte que “todo lo que hoy afecta—y no es poca cosa—el concepto jurídico de soberanía del Estado está en relación—una relación esencial—con los medios, y a veces condicionado por los telepoderes y los telesaberes” (Derrida 1998, 50; Cf. 1997). De ahí que el sentido cosmopolita de los derechos humanos se plantee en este caso como una visita al territorio bio-gráfico y jurisdiccional del archivo, pero con la salvedad de hacerlo en diferido: una telememoria con señas de universalismo. Es por esta misma razón que el lazo cosmopolita se instituye en la medida que las claves de su archivo se desterritorializan, es decir, ya no son agenciadas de manera soberana, sino que poseen un código de apertura y libre acceso mediado por quienes introducen una transterritorialidad nueva capaz de superar el ínterin entre lo clasificado y lo desclasificado de un archivo[16].
Focalizando en torno a la visualidad[17] que tiene de sí el archivo en su gestión documental, por un lado, y la visualidad de la imagen en su hacer patente la ética-política de un acto de visión, por el otro, nos atreveríamos a decir que la imagen y el archivo de los derechos humanos constituye un dispositivo dialéctico gobernado por el hacer-visible y hacer-invisible ya no esa misma opacidad del acontecimiento, sino más bien el régimen de administración visual de una imagen en su circulación escópica universal[18]. Esta configuración de la memoria, por tanto, pensada como un diseño en diferido—una memoria a distancia (tele)—nos releva de la experiencia directa con los derechos humanos y se transforma así en un objeto de intercambio generado por las agencias internacionales de servicios archivísticos, éstas fluctúan habitualmente entre la administración de los documentos y el diseño de la experiencia[19].
National Security Archive: el guardián desterritorializado

El signo gráfico de tapar, borrar y ocultar las marcas de evidencia de los documentos clandestinos generados durante las violencias de Estado, colindan con un acto apócrifo del ver: inscribir el testigo y al mismo tiempo ocultarlo en el gesto de tachadura cual “paradigma indiciario” según la tesis de Ginzburg (1989)[20]. Actualmente estas huellas de borraduras ennegrecidas inscritas en los vestigios documentales dejados por los operadores de la inteligencia militar transnacionales, han producido una tensión archivística de la desclasificación dada entre la gestión redentora de las agencias humanitarias y el acceso tutelado a los datos secretos, supeditando aquellas imágenes documentales a un dudoso marco tecnoético de divulgación pública. Este marco dice relación con un proceso de apertura y liberación de los documentos desclasificados, pero que sin embargo no equivale por igual a una revelación de lo que ocultan dichos documentos bajo la supresión de su misma información.

Entre las principales agencias archivísticas de la desclasificación se encuentra el National Security Archive (NSA), un instituto de investigación no gubernamental con estructura independiente ubicado en el George Washington University. El NSA ha desarrollado, además de una serie de otras investigaciones documentales, el archivo Electronic Briefing Books y el Digital National Security Archive, ambos recopilan y publican documentos desclasificados a modo de collection files por medio de la legislación norteamericana Freedom of Information Act (FOIA)[21]. El depósito online también sirve como un repositorio de documentos gubernamentales sobre una amplia gama de temas relativos a seguridad nacional, inteligencia externa y políticas económicas, y a su vez ofrece múltiples entradas a documentos sobre crímenes de lesa humanidad que vinculan a los Estados Unidos con países en distintos lugares del globo[22]. Parte de sus formatos documentales lo constituyen los antecedentes informativos de las alianzas bilaterales que dejaron en evidencia las presiones ejercidas por la Central Intelligence Agency (CIA) en los países latinoamericanos entre las décadas del sesenta y ochenta[23] .Núcleo fundamental de estos documentos desclasificados y puestos a disposición pública, han sido los derivados de la Operación Cóndor, los que fueron liberados y difundidos a partir de 1999 bajo la denominación Chile Documentation Project [24]. Aquí se encuentran telegramas, memorandos, actas militares, órdenes de aprensión, solicitudes y aprobaciones de financiamiento, informes de inteligencia, acuerdos de cooperación, etcétera. Son más de 50.000 páginas con mensajes secretos que dan cuenta de la cerrada trama enunciativa que se estableció entre agencias de gobiernos norteamericanas y las agencias de inteligencia local. Páginas reproducidas, entonces, con sus inscripciones originales, pero especialmente con las tachaduras y borraduras de su secreto.
Estas huellas delatoras de todo aquello que ha quedado oculto en estos documentos, pero que no es posible dilucidar debido a sus indelebles supresiones, han sido liberadas en una zona intermedia de comprensión visual introduciendo un plusvalor económico-cultural de alto interés como dispositivo historiográfico y político, a la vez ético y estético. Recordemos—con tal de precisar mejor el sentido de la visualidad que estamos instalando—que el “régimen ético de las imágenes” al que aludía el filósofo Jacques Rancière en algunas de sus conferencias refería a un ethos concerniente a cierto tipo de representación capaz de revelar el modo de actuar, ser y hacer de un grupo o colectividad (Rancière 2009; 2010). De modo que si seguimos este argumento, las imágenes en cuestión revelarían justamente ese “hacer ético” alojado en el acto desclasificatorio y puesto en común por la visualización de un archivo tachado bajo secreto. Este es un aspecto que no incumbe exclusivamente al régimen de responsabilidad sancionado por los derechos humanos, no obstante sí implica un “régimen estético” (aisthesis) bajo el principio de luz universal—la razón lumínica—de aquello que podemos ver e interpretar simplemente por lo que se nos impide ver. Dicho de otro modo, las tachaduras que clausuran el derecho a ver serían, en este caso, el foco ético y estético de los derechos humanos[25].

En efecto, las políticas del ver atravesarían por prácticas estéticas cuyas formas de visibilidad corresponderían especialmente a configuraciones de la mirada. Esto bastaría para señalar que el problema de una política del ver pasa, sin más, por las condiciones de usabilidad ejercidas como prácticas estéticas—actos de ver—sobre un “soporte”, sobre una superficie que es mirada. Por lo demás, para decirlo de una forma aún más normativa, esta política del ver depende, justamente, de aquello que no-vemos en el programa ético de un signo perdido en el depósito vacío de la desclasificación online.
Así, emparentamos imagen con el marco de la ley. A considerar la ley como una declaración de la voluntad soberana que—tal como ha sido tipificada en cualquier código civil republicano—manda, prohíbe o permite. Pero que en nuestro problema, signado bajo una crítica a la visualidad, más quisiéramos considerar como aquella ley—o sea aquel orden normativo—que en el marco de las políticas de archivo gobiernan el derecho a ver. Esto es lo que instituye el archivo de las imágenes, tal como la arqueología foucaultiana contribuye a pensar el archivo bajo la “ley de lo que puede ser dicho” (Foucault 2002, 219; Cf. Foucault 1977). En consecuencia, el archivo desclasificado cumple con la ley de lo que puede ser destituido de su secreto para ser mostrado o dado a ver.
La gestión normativa de dichos archivos, decimos que responde a una ley porque prescribe sobre el derecho a ver el acontecimiento gris del agravio humanitario, es decir, constituye una fuerza perlocutiva de la imagen inscrita en un paradigma que alude de manera envanecida a una otrora época de la desaparición de cuerpos (e.g. Operación Cóndor). O bien, en su defecto, es condición histórica—y no menos neutralizante—de una época en la que se estaría resarciendo la culpabilidad moral de la desaparición por medio de una afanosa reproducción y visibilidad de la imagen.
Con todo, el secreto de estos depósitos de imagen-archivo se han reproducido más allá del sujeto político e incluso más allá de su burocracia jurídica. Estas marcas también han sido reutilizadas para ver y representar el hipotético estadio democrático y progresista, precisamente el de la administración catastrófica del acontecimiento público y su anhelada emancipación global. De ahí que sea prudente la pregunta acerca del régimen administrativo que estas políticas del ver, en su dimensión liberadora, estarían poniendo en funcionamiento bajo el derecho de razón universal del secreto, pero que en ningún caso responderían a las cuestiones del saber acerca del destino de esas políticas liberadoras. ¿En nombre de quién se ejecutan estas nuevas administraciones de la imagen?, ¿qué políticas del ver privilegian la circulación de los archivos desclasificados?, ¿a quiénes otorga poder y libertad la administración de un archivo abierto y global, sin jurisdicción domiciliaria local? Por supuesto, estas interrogantes se desvanecen de manera automática frente a una apología de los derechos humanos universales, aquellos inscritos en una política del ver universal confinada a una razón lumínica que, sencillamente, hace aparecer lo común (“the commons”) como una política más de la representación, y cuya exaltación invalidaría los saberes de una subjetividad local marcada por el secreto[26].
Transfer: el museo como lugar del derecho
La consolidación tecnomedial de la memoria de las dictaduras en el Cono Sur ha significado un nuevo rasgo de progreso público frente a la anomia que conlleva la incapacidad de recordar o bien la mera evocación en el seno privado de lo doméstico[27]. Esta política de transferencias que hemos notificado como telememoria—cimentada en el acto de visión sensible a distancia—intenta situarnos en el terreno retroactivo o retrovisor de estar ahí—el aquí y ahora—ya sea en la sensación del miedo como lugar de enunciación, así como en la evocación del dolor que transforma la morada del otro en acceso público[28].
Documentos y centros de documentación, monumentos y museos de monumentalización, insignes memoriales para el recogimiento de la huella, han confluido en levantar ejemplares apologías de la humanidad trascendental a partir de una recuperación del pasado desde las superficies de inscripción. Sus coordenadas, sin embargo, no son demasiado continuas, éstas cruzan lo que la filósofa Susan Buck-Morss ha identificado como las superficies del mundo-imagen (2005). Desde este punto de vista, los centros de documentación así como los espacios museales sobre la memoria, se han constituido precisamente en superficies para la reminiscencia (anamnesis), aspirando de esta manera a la sublimación del recuerdo a través del acto performativo de ver-por-uno-mismo (autopsia) las pruebas de la historia de los derechos humanos[29].
Es a lo largo de este brete—entre documento-museo y superficie de inscripción—que debemos tener en cuenta la relación entre derechos humanos y el museo del hombre. Ésta es una de las conexiones que explicarían las plusvalías de un acto de desclasificación de archivos, seguido de su virtualización universal. El derecho a la representación del hombre, en tanto que la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) y la operación moderna del museo constituirían una abstracción política cómplice de la universalidad por antonomasia, es decir, como una forma de reducir las complejidades de las humanidades a una idea común entre los derechos y los museos, la más importante entre su especie: alcanzar lo universal. Bajo la interpelación que realiza el historiador Jean-Louis Déotte a los museos como lugares de humanidad, dicha abstracción cobraría un nuevo brío al interrogar por un agente sin cualidades, o sea un hombre-no-identificado: “¿Acaso la abstracción descontextualizante que caracteriza la operación moderna del Museo también está puesta en obra en la operación de la Declaración de los Derechos del Hombre, en que el enunciador es un X que se supone sin características?” (Déotte 1998, 53).
Según esta sentencia la operación estética de los derechos cosmopolitas—siguiendo la idea de una visita bio-gráfica a la jurisdicción territorial—en ningún caso acabaría como un problema de forma o mera forma. A su vez traería consigo una vehiculación simbólica fundamental en tanto que su paradoja universalista—entre los unos y los muchos—arremete con violencia. Esto constituye precisamente el campo de fuerzas, ya no entre la representación del hombre universal y la politización de los ciudadanos, sino de las fórmulas en que se produce la telemediación de esos mismos derechos. Como bien sabemos el acceso cosmopolita se justifica antes por la intervención eufemística de los aparatos estatales, militares y soberanos con el propósito de disolver el mal, que por una relación de hospitalidad cosmopolita con el territorio que ni la misma glosa kantiana lograría contener. Por esta razón, dicho régimen humanitario estaría ad portas de transformarse en un esencialismo atemporal y aespacial (ahistórico) que libera los enunciados jurisdiccionales hacia una nueva razón desterritorializada. Esto mismo, según la incisiva crítica del filósofo esloveno Slavoj Žižek (2005), sería comparable con cierto grado de fundamentalismo que terminaría por homologar rasgos históricamente condicionados.
En el caso de los museos latinoamericanos y sus tecnologías de memoria, no es difícil constatar que la relación archivo, memoria y derechos se habría alineado con la tendencia al memory boom (Huyssen 2002), orientación que tampoco habría pasado desapercibida para la gestión de los capitales simbólicos. Uno de sus casos emblemáticos ha sido la edificación del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, inaugurado en Santiago de Chile en 2010, el que ostentaría gran parte de la dialéctica del ver-por-uno-mismo al posicionarse como una estación de documentación de evidencias ruinificadas para ver[30]. Su estrategia habría consistido en diseñar la “forma” de una decadencia política, la que a su vez sería sobrellevada al clímax de cierta estética de la violencia en la que nos veríamos a nosotros mismos al final de aquellos días oscuros. A través de esta operación museográfica bien podemos declarar algunos de los estados de visibilidad acuñados por la relación circunspecta de una imagen, cuyo propósito oscila entre la conciencia humanitaria y la memoria visual resarcida de la violencia. Para decirlo con desambigüedad, que el modelo de telememoria diseñado por este museo pase por exponer archivos hasta volverlos imagen del pasado catastrófico, generando así un acto de mediación de ver y sentir (look & feel) el acontecimiento en diferido, nos llevaría a aceptar que la anacronía de su forma/documento representa una innovación en la economía patrimonial[31].
Durante un recorrido por el museo podemos constatar que diferentes dispositivos mediales han sido utilizados para la reificación de un archivo expuesto, todos confluyen en el diseño de la mirada. Un primer bloque responde a piezas museográficas como objetos donados, impresos documentales (entre periódicos, revistas, panfletos y afiches), reproducciones fotográficas, etcétera[32]. Un segundo bloque estaría en el campo de los registros digitales administrados por el Centro de Documentación (CEDOC), que incluye todos aquellos documentos susceptibles de escanear con fines de preservación virtual, así como grabaciones de audio y testimonios audiovisuales. Podríamos decir que este centro se constituye en un dispositivo bisagra entre la clasificación y la desclasificación. El foco de este asunto lo podemos situar en torno a las tipologías que despliega su aparato reproductor de conocimiento, o para decirlo de forma material, en sus multipantallas documentales que activan diversas interfases de usuario. En este caso se trata de colecciones digitales en cuyo depósito encontraremos entradas como: “Textos y Manuscritos”, “Fotografías”, “Iconografías”, “Objetos”, “Videos y Audios”.

Junto con estos dos bloques, también es destacable la experiencia lumínica que se le brinda al visitante a lo largo del recorrido, ella evoca la nueva transparencia del archivo que ha dejado atrás su clandestinidad. Sus antípodas se encuentran en el subsuelo del edificio. Allí se accede a la cripta La geometría de la conciencia (2010), obra que el artista Alfredo Jaar propuso como site-specific debajo del museo[33]. En el caso de esta obra—para decirlo muy brevemente ya que no es el foco de nuestro problema, sin embargo contribuye a pensar la idea un archivo expuesto como diseño de experiencia de la memoria—la mirada al infinito que nos propone Jaar, parece resultar más aleccionadora sobre la responsabilidad humanitaria que una mirada a lo finito. La abstracción geométrica incurriría en la oposición entre lo medible y lo inconmensurable, de modo que su diferencia, en este caso, pasaría por saber cuántos cuerpos han desaparecido y cuántos cuerpos desaparecidos puedas recordar[34]. Lanzado al devenir de la telememoria, esta instalación es muy congruente con la máxima abstracción del cuerpo, los datos y las cifras—el propio artista argumenta que el archivo ya se encontraría expuesto al interior del museo, por lo tanto se vuelve innecesario a la hora de pensar una estética de la conciencia. Sin embargo geometría y conciencia puede resultar un mix metafórico algo inocente en el marco de los juicios políticos, más aún cuando Jaar se lo propuso como una mirada “lúdica y poética”[35]. Así, sin ánimo de reinstalar una fastidiosa discusión sobre la sentencia adorniana de no poetizar el horror, y en cambio, más bien motivado por la seductora pero a la vez no menos problemática idea de estas imágenes-sin-archivo, lo que la instalación parece sugerir es un estado inconmensurable de la conciencia, ante lo cual cabría entonces pensar en un mundo de violencia sin distinción de singularidades, cuerpos ni tiempos físicos.
Archivo museográfico: derechos, imágenes y públicos

Más allá de las condiciones de visibilidad que ofrece el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos al cuantificar sus archivos de fichas secretas, lo relevante aquí es cómo el factor institucional se ha transformado en un mediador de la conciencia pública por medio de los derechos de mirada y las políticas de archivos digitales. Una de sus principales gestiones se produjo en noviembre de 2010, fecha en que el museo recibió la visita del analista del National Security Archive (NSA) y director de Chile Documentation Project, Peter Kornbluh, quien en ceremonia oficial donó al propio museo más de 20.000 documentos digitalizados bajo el convencimiento que con estas desclasificaciones se podrían “encontrar muchas respuestas a las preguntas que la Historia nos deja"[36]. Estos documentos, de los cuales 2.000 correspondían a las operaciones de la Central Intelligence Agency (CIA) de Estados Unidos sobre el período de la dictadura militar en Chile, fueron transferidos al museo como bases de datos para la consulta digital permanente de investigadores y público en general.
La operación de transferencia permitió ilustrar y materializar un grado de sentimiento comunitario en torno a las relaciones bilaterales y las políticas de archivos transnacionales que involucraban a ambos países, asimismo le otorgó un sello de armonía humanista reflejada en actos concretos para la gestión archivística de los derechos humanos. Sin embargo, habría que señalar que esta operación contendría al menos dos factores problemáticos a la hora de pensar las políticas de archivos en este campo. Por un lado, debemos recordar que estos documentos, bajo el sello de “desclasificados”, fueron donados conteniendo aún las tachas y las borraduras ennegrecidas, es decir sin revelar sus contenidos ocultos. En efecto, actualmente estos documentos se conservan como copias tal cual fueron intervenidas en la clandestinidad. Esta característica desproporcionada entre legibilidad e ilegibilidad del documento, sin duda vuelve muy difícil descifrar en plenitud los contenidos de este tráfico de información, por lo mismo nos quedaría por saber el sentido de este secreto. ¿A qué política de archivo de los derechos humanos respondería una donación de documentos indescifrables que no se proponga dilucidar—técnica y éticamente—los contenidos que han quedado ocultos?
Por otro lado, estos documentos tampoco declaran con precisión los protocolos a posteriori sobre los derechos de reproducción que seguramente serán demandados con el tiempo. En otras palabras, el resguardo y la circulación de estos archivos –bajo una figura de administración compartida entre el propio museo y el NSA—mantienen una política vacilante respecto de la liberación total de los datos –supeditada por cierto a definir con mayor atención y prudencia las licencias de uso y los copyrights—dejando entrever una zona ambigua, incompleta, sobre los derechos de imagen que arrastra su misma liberación en el espacio público-virtual. Sin embargo, también podemos advertir que su claridad es notablemente disímil al momento de ejercer la patrimonialización, la vigilancia, la custodia y la preservación del documento al interior de sus marcos institucionales, todo con el fin de otorgar un uso correcto y adecuado tal cual lo indican los protocolos y estándares de administración técnica de las bases de datos internacionales.

Si bien la dificultad de estas políticas de archivo no podrán dirimirse con demasiada celeridad, tampoco se podrá soslayar durante mucho tiempo el sesgo de autoridad que aún gobierna el secreto de dichos documentos. De modo que si los archivos secretos se han desclasificado, bien valdría pensar ¿qué es lo que finalmente desclasifican estos registros de imágenes?, ¿qué clase de imagen-archivo se estaría patrimonializando?, y más aún, ¿qué clase de derechos de imagen se estarían gestionando respecto de los mismos derechos humanos que encarnan estos documentos en la ciudadanía local? En consecuencia, diríamos que su principal tela de juicio atañe a los derechos de imagen—que por cierto apelan a un derecho de mirada (Derrida 1998)—en el entendido de ¿quién está autorizado a explotar las imágenes? y ¿quién, en último caso, ostenta el poder jurídico-político de la visión para posicionar el régimen de la visualidad?
Si estas gestiones de transferencia de conocimientos aparentan cierto grado de museología política en su exhibición documental esto no implica necesariamente que su práctica de visión remita a una crítica política a los derechos, simplemente refiere a un estado de vigilancia permanente en que la imagen-archivo opera—para decirlo en términos benjaminianos—como un custodio del estado de ensoñación de los mismos derechos humanos. Vigilancia y resguardo se constituirían así en los requerimientos performativos de un deseo de archivo bajo domicilio fijo, un lugar desde donde es posible modular los diversos estados de la memoria y los objetos que la materializan. Esto es el efecto panóptico de un archivo que vigila los derechos humanos por antonomasia y en paralelo se emancipa de los poderes de la perversión por medio de la imagen. Del mismo modo, en un artículo denominado “The Panoptical Archive”, el investigador Eric Ketelaar se refería a esta condición neutralizante entre la vigilancia del archivo y las ciudadanías capaces de custodiar los derechos humanos para, finalmente, encontrar ahí las claves de la disolución del mal: “the violation of these rights has been documented in the archives, and citizens who defend themselves appeal to the archives. The archives have a twofold power: being evidence of oppression and containing evidence required to gain freedom, evidence of wrongdoing and evidence for undoing the wrong” (Ketelaar 2007, 146).
Tal como las decisiones museográficas han revestido los derechos del ver con un ejercicio biopolítico, también se han implementado técnicas de mercadeo para establecer los requerimientos ciudadanos, de esta forma se legitima el sentir público por medio de un empoderamiento corporativo de la tecnología museal[37]. Se desprende de esto que una economía política del archivo no desdeña las técnicas de creación de audiencias, ya que se sabe que la participación no está dada, sino que debe ser construida y validada con indicadores y balances de aprobación de las memorias colectivas. Éstas, a su vez, no dejan de ser tecnologías performativas para el acceso y la circulación de capital simbólico.
El dispositivo global de telememoria propuesto por el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos—podemos agregar finalmente—se vuelve aún más embelesado bajo la promesa del slogan ciudadano del “Nunca más”. Nunca más lo real y nunca más la historia. ¿Qué es, en último caso, lo que clausura este nunca más en el archivo?, ¿qué nos transfiere este enunciado global en las gramáticas de un archivo del mal? Diríamos que su diseño de memoria se encuentra regulado por el management para la creación de nuevos públicos, ya que son estos mismos quienes pueden llegar a pensar, a fin de cuentas, que el museo no es un mediador vigilante y que el acontecimiento histórico se despliega en toda su magnitud simplemente con el acto de visionar el archivo. Para eso entonces sólo bastaría atravesar las huellas exhibidas del horror y ejercer, naturalmente, el acto de ver en el mismo archivo la disolución del mal.
Notas
[1] Esta es una versión revisada de la ponencia “Human Rights / Copy Rights. Visual Archive in the Era of Declassification”, presentada en el seminario Archives and Communities organizado por el grupo Engendering the Archive, Columbia University y el Hemispheric Institute of Performance and Politics, New York University, en King Juan Carlos I Center (19/10/2010). El artículo hace parte de una investigación bajo el título homónimo Human Rights / Copy Rights, cuya materialización más reciente ha sido la curaduría de un espacio de consulta documental en el Museo de Arte Contemporáneo (MAC) en Santiago de Chile (26/07/2011 al 09/10/2011).
[2] La “Operación Cóndor” afectó a los países del Cono Sur de América Latina entre las décadas del setenta y ochenta, principalmente Brasil, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Argentina y Chile. Amparada bajo una alianza de cooperación multilateral con agencias de inteligencia de Estados Unidos, esta operación consistió en una campaña de extrema violencia en la que se persiguieron, torturaron y asesinaron a miembros de organizaciones políticas de izquierda a través de todo el continente americano.
[3]El gobierno de Bill Clinton, en el año 1999, decide iniciar un proceso de desclasificación de los archivos que involucraban a Estados Unidos con organismos de inteligencia militar de América Latina. A partir de ese momento se comenzaron a liberar los archivos que implicaban, entre otros, al Departamento de Estado, la Central Intelligence Agency (CIA), la Casa Blanca, el Departamento de Defensa y el Departamento de Justicia.
[4] El programa de documentación se denomina Chile Declassification Project. Fuente: http://www.gwu.edu/~nsarchiv/latin_america/chile.htm (consultado 2 de septiembre 2011).
[5] Gran parte de los archivos desclasificados permanecieron ocultos durante más de veinte años, sin mediar procesos de clasificación técnico-jurídica o publicación de los datos. Si bien muchas organizaciones de derechos humanos realizaron importantes esfuerzos por sistematizar las violaciones y las denuncias con fines jurídico-penales, no es hasta mediados de la década del noventa que comenzaron las primeras formas de divulgación pública. Un hito importante para ello fueron los denominados “Archivos del terror” en Paraguay, descubiertos por Martín Almada y José Agustín Fernández en el año 1992.
[6]Algunos autores han advertido de la trampa que encierra el anhelo de un pluralismo universalista que se propone contrarrestar la violencia de la clasificación, lo cual podría consolidarse, finalmente, en un simple simulacro desidentitario y ahistórico. Véase Žižek (2005; 2009). A pesar de eso otros autores sostienen la posibilidad de un “diálogo-desclasificado” bajo parámetros más sensibles, afectuosos y respetuosos con lo que denominan “lo real-humano”. Cf. Gutiérrez (2007).
[7] Es la misión de muchas organizaciones internacionales sobre gestión de archivos y derechos humanos. Para un seguimiento a esta filosofía técnico-social véase la ONG “Archiveros sin Fronteras” (AsF). Fuente: http://www.arxivers.org/es/index.php (consultado 2 de septiembre 2011).
[8]En gran medida este aspecto es consustancial a una crítica de la violencia, por lo tanto deberíamos advertir que si existe un estado del derecho éste no puede omitir la violencia subsumida en su mismo ejercicio declarativo y performativo. En esta línea sería materia obligada revisar la lectura benjaminiana de la crítica a la violencia y a su vez, el valor de la “destrucción” como una categoría política posible para pensar los derechos humanos. Véase Benjamin (1998).
[9] Recordemos que para Kant la idea de una “ciudadanía mundial” no era en lo absoluto una “fantasía jurídica”, sino un acontecimiento posible, armónico, para la alcanzar la paz. Véase Kant (1994).
[10] En el caso de América Latina, la serie de alianzas de cooperación al desarrollo promovidas por organizaciones internacionales con objeto de subsidiar, ofrecer gestión y capacitación en la administración de los archivos desclasificados y la gestión de la memorias postdictatoriales, dan cuenta del estratégico territorio que se expande entre los derechos de administración y archivo y los derechos de colección, representación y visualidad. Para un estudio ilustrativo ver los trabajos de Ramón Alberch. Fuente: http://www.arxivers.org/es/index.php (consultado 2 de septiembre 2011).
[11]Es notable observar cómo el campo declarativo de los derechos humanos ha devenido hacia una dimensión del derecho fundamentada en la responsabilidad social, entendida en términos más progresistas a través de las denominadas “ciudadanías corporativas” (corporate citizenship), en tanto no habría efectiva responsabilidad sin actos constatables, sin acuerdos medibles. Estos principios sobre los cuales se fundamenta la responsabilidad social, en el marco de las corporaciones transnacionales, han sido muy bien descritos por Naciones Unidas y su agencia United Nations Global Compact. Fuente: http://www.unglobalcompact.org/
[12]Recurrimos a la idea de “cosificación” en los términos que Lukács le otorgaba a la incipiente idea marxiana de “reificación”, un vínculo social mediado por cosas que encarnan las propiedades humanas. Utilizamos sobrecosificación como la traducción más próxima a “reificación” y en este caso alude a un régimen de memoria social transformado en imagen, entonces una sobrecosificación del archivo. Véase Lukács (1970).
[13] Utilizo aquí la noción “puesta en acto” para referirme al ejercicio político-performativo del acto de visualidad.
[14] Aludimos al escrutinio sobre el misterio de la mercancía señalado por Marx (1999). En este sentido conviene recordar que toda mercancía será susceptible de ser intercambiada a través de su singularidad, manifestando de este modo virtudes sociales en cosas inertes. Para el caso, volvemos a insistir en ello, la categoría de archivo que estamos utilizando aparece como una figura cosificada, entonces una mercancía—una fetichización—con valor de cambio. Ésta puede ser intercambiada por medio de sus tecnologías de accesos, es decir, al margen de sus productores histórico-sociales.
[15] En muchos casos esta forma sería la más convencional de los memoriales. Cf. E. Jelin y V. Langland (2003).
[16]La idea de territorio es aquí entendida como una experiencia en diferido y, de modo más preciso, como una transferencia de la experiencia (su desterritorialización del tiempo-lugar).
[17]Utilizamos visualidad para referirnos a las políticas de la mirada derivadas de mediaciones tecnológicas (archivos, bases de datos, software, etcétera) que hacen posible el acceso a los síntomas del acontecimiento.
[18]Me permito remitir a mi artículo “Archivo universal y derechos humanos: un estudio visual sobre la dialéctica de la mirada” (2011).
[19] El denominado “diseño de experiencias” es una de las formas de producción de interfases y usabilidad en contextos específicos, sin descuidar los aspectos relacionales y emocionales. Su aplicación se puede observar tanto en espacios físicos así como en ámbitos virtuales o de estetización de la experiencia sensible, por ejemplo: experimentar la memoria de los derechos humanos en espacios memoriales.
[20] Estos restos documentales sin duda se alinearían con una forma de “paradigma indiciario”, en el sentido que le otorgaba el historiador Carlo Ginzburg al hecho de inferir situaciones o problemas complejos a partir de huellas y rastros mínimos, aparentemente superficiales. Véase Ginzburg (1989).
[21] Esta desclasificación fue posible por medio de la “Ley de libertad de información” (FOIA, 1966) dejando como legado el archivo Chile Declassification Project desarrollado por el analista y principal responsable Peter Kornbluh, autor de The Pinochet File: A Declassified Dossier on Atrocity and Accountability. A National Security Archive Book, New York: New Press, 2004. En el contexto local, cabe mencionar que también han surgido algunos esfuerzos editoriales fundamentales para el problema de la traducción. Véase Soto y Villegas (1999).
[22]Sus principales entradas están organizadas en áreas temáticas: Europe, Latin America, Nuclear History, China and East Asia, U.S. Intelligence, Middle East and South Asia, The September 11th Sourcebooks, Humanitarian Interventions, Government Secrecy. Fuente: http://www.gwu.edu/~nsarchiv/ (consultado 2 de septiembre 2011).
[23] Es relevante mencionar que la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) fue una de las principales organizaciones empresariales que promovieron el control de la información en países latinoamericanos y coprodujeron los modelos de transferencia informativa de los Estados represores. En este ámbito también se incluye el caso de American Telephone and Telegraph (actual AT&T) y, especialmente, la International Telephone and Telegraph Corporation (ITT).
[24]Chile Documentation Project. Peter Kornbluh, Director. Fuente: http://www.gwu.edu/~nsarchiv/latin_america/chile.htm (consultado 2 de septiembre 2011).
[25] El metódico trabajo de la artista chilena Voluspa Jarpa sobre los archivos desclasificados de la CIA, ha resultado muy incisivo para establecer las relaciones entre texto e imagen, o bien las políticas de la mirada que giran en torno a la historia negada de estos documentos.
[26]> Para una lectura acerca de la reactivación de la vida de las imágenes sobre derechos humanos y sus políticas de representación en el ámbito de las organizaciones y las comunidades, ver el artículo de Andrea Giunta “Politics of Representation. Art & Human Rights”. En e-misférica 7.2. Detrás/después de la verdad. Fuente: http://hemi.nyu.edu/hemi/es/e-misferica-72/giunta (consultado 10 de octubre 2011).
[27] A pesar de este logro afirmativo, creemos que las deudas tributarias de la legalidad jurídico-moral no cumplirían con las mismas agendas sociales al dejar sin efecto las responsabilidades incriminatorias hasta ahora conocidas, o sea que la institucionalidad cultural se habría anticipado a la gestión de la memoria antes de saldar los juicios de lesa humanidad.
[28] Utilizamos la idea de “morada del otro” siguiendo la voz derridiana que señala el derecho a ingresar “en la ‘propia morada’ del otro, [hacer entrar] el ojo y todas las prótesis ópticas […]” (Derrida 1998, 49).
[29]Para el caso recurrimos a una analogía con la ciencia forense, autopsia (autós/opsis), ver-por-uno-mismo. Esta relación nos permite identificar críticamente dos regímenes vinculantes: por un lado, una condición escópica determinada por el acto de visión bajo la razón lumínica (Jay 2007) y un esencialismo subjetivo alojado en un yo que aspira a verificar las pruebas funestas sobre los derechos humanos. Nuestro análisis sugiere la imposibilidad de alcanzar una mirada “pura” sobre las ruinas de los derechos humanos –sobre el cadáver político–, esto es contra las suposiciones que creen factible liberarse de las mediaciones tecnológicas.
[30] El Museo de la Memoria y los Derechos Humanos concentra el período que va entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990.
[31] Cabe señalar que la expresión “ver y sentir” (look and feel) remite al campo de las interfases digitales de usuarios. Se utiliza como un código de percepción mercadotécnica para aludir a lo que se ve, la apariencia, y a las sensaciones que produce su dispositivo de visión. Rescatamos esta expresión para el campo de las tecnologías de memoria instaladas actualmente en espacios museales, las que se apoyan en dispositivos digitales, sean estos pantallas visuales o multi-touch.
[32] En menor medida también se exhiben otras objetualidades ruinificadas, desde aparatos de tortura, rejas y bombas lacrimógenas hasta cartas, ropas, lentes, encendedores, relojes, etcétera.
[33] Para un completo mapa de imágenes de esta obra, véase la sección “Multimedios”. En e-misférica 7.2. Detrás/después de la verdad. Fuente: http://hemi.nyu.edu/journal/7.2/multimedios/jaar/ (consultado 4 de noviembre 2011).
[34]No tengo el espacio para discutirlo aquí, pero recordemos que el trabajo de Jaar ha estado dirigido a un permanente estado de visualidad sobre lo humanitario, al punto que es capaz de introducir el debate sobre la responsabilidad de la imagen más allá de la acusación de “estetizar el horror”. En esta línea alguien podría llegar a pensar que las imágenes de Jaar contienen una responsabilidad al hacer visible—tal como lo declara Rancière respecto de la obra de este artista—“una realidad que nadie se preocupa de ver” (Rancière 2008, 87).
[35] Aquí aludimos a la paradoja que conlleva aspirar a una conciencia visual, más cercana en el fondo a una especie de “inconsciente óptico” que, según Benjamin, señalaba el punto ciego del ojo consciente para capturar la imagen, y que en cambio las tecnologías sí serían capaces de registrar. A su vez, para el caso en cuestión, nos parece oportuno aludir a la versión que desarrolla Jameson de esta noción en términos de “inconsciente político”. Véase Jameson (1981).
[36]Estas declaraciones las formuló Peter Kornbluh durante la ceremonia de donación de los archivos. Auditorio central, Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, Santiago de Chile (17 de noviembre 2010). Registro audiovisual (documento inédito). Gentileza Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.
[37]Entre las técnicas utilizadas para empoderar a la ciudadanía se han utilizado herramientas como encuestas y focus group. La tendencia marcada en los resultados de las encuestas desarrolladas por la Fundación Museo de la Memoria, indicó que los ciudadanos esperaban del museo no una mediador interpretativo sino más bien una relación directa con los propios archivos. Entrevista inédita del autor con María Luisa Ortiz, Jefa del Área de Colecciones del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Santiago de Chile (19 de julio 2010).
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