El dilema del purista: La contaminación espiritual en un mundo moderno
Nomi Maya Stolzenberg | University of Southern California
Según un artículo publicado en la primera plana del New York Times, cada vez son más los “jaredim” (el término de preferencia para los judíos ultra-ortodoxos) que están exigiendo reubicar a las pasajeras en los aviones para que los hombres jaredí no tengan que sentarse junto a ellas. No todos los judíos jaredí se oponen a sentarse junto a una mujer al utilizar transporte público. De hecho, la exigencia es una novedad que muchos judíos ortodoxos repudian. Pero algunos segmentos de la comunidad jaredí han adoptado interpretaciones estrictas de la ley judía, concibiendo a la segregación de los géneros en particular, como una forma de probar la fe ortodoxa.
Dentro de todas las tradiciones religiosas podemos observar la misma escisión entre una rama purista, que insiste en las formas más estrictas de práctica religiosa, y una rama más pragmática que adopta un enfoque más acomodaticio. Incluso podemos encontrar versiones de la misma escisión entre fundamentalistas religiosos. Quizás el ejemplo más prominente sea Jerry Falwell, quien conformó el llamado “Moral Majority” (Mayoría Moral) exhortando a sus correligionarios evangélicos a abandonar su enfoque en la pureza espiritual interna para encontrar una causa común con los católicos.
Este constante tire y afloje entre los puristas y los pragmáticos produce un endurecimiento de los estándares de los puristas en cuanto a las acomodaciones de los pragmáticos. De hecho, son los puristas los que van ganando terreno, debido en parte a la demografía (mayores tasas de natalidad), y en parte a las dinámicas internas de los movimientos reaccionarios (quienes, siguiendo la clásica política del contragolpe, son impulsados por los avances del adversario).
No obstante, las dinámicas internas del liberalismo moderno también son parte de esta historia. Muchas de las prácticas de los llamados tradicionalistas religiosos son novedades históricas. También lo es la idea cada vez más vigente de que la sociedad liberal tiene la obligación de acomodarse a estas prácticas.
Esta idea se ha anclado en una formulación sorprendentemente amplia del principio de la acomodación religiosa. Según la visión actual, recientemente adoptada por la Corte Suprema de EEUU, las personas de fe religiosa tiene el derecho de exigir que otras personas se acomoden a sus prácticas a no ser que existan intereses de Estado contrapuestos de la más alta magnitud (razones “imperiosas”, de acuerdo a la terminología de la doctrina constitucional moderna), y no hay ninguna forma menos restrictiva de proteger esos intereses.
Intuitivamente, esta doctrina tiene un poder de atracción considerable. ¿Por qué la sociedad no se acomoda a personas con distintas prácticas religiosas, si es posible hacerlo sin menoscabar ninguno de sus intereses? Aceptamos que las personas con limitaciones físicas tienen el derecho a adecuaciones razonables que implican sacrificios necesarios de los demás: de dinero, conveniencia, etc. Entonces, ¿por qué no aplicar el mismo principio para abordar las incompatibilidades entre las prácticas religiosas y las normas del mainstream cultural?
La respuesta es que lo deberíamos hacer y en efecto lo hacemos: aplicamos este principio de acomodación cuando se trata de prácticas religiosas como no afeitarse la barba, como lo sostuvo la Corte Suprema en el caso Holt v. Hobbs, un caso que incluía el derecho de un recluso musulmán a la acomodación religiosa. Otras prácticas religiosas, como usar el yarmukle (la kipá), el llamado a oración del almuecín, o la objeción de conciencia al servicio militar también han recibido su debida protección.
Pero las exigencias basadas en la pureza religiosa son diferentes. Mientras que muchas prácticas y creencias religiosas pueden y deben ser acomodadas, aquellas fundamentadas en la exigencia de protección de la contaminación espiritual que deviene de los pecados y la sensualidad de los otros no deberían serlo.
Hoy en día, son cada vez mayores las exigencias de acomodar las pretensiones de pureza espiritual, como lo ilustra el caso de los jaredím aeronáuticos. Esta aspiración a una pureza religiosa no se limita a las nuevas prácticas de segregación de género cultivadas por musulmanes y judíos extremistas. También fundamentan las exigencias de los cristianos conservadores que se oponen a “facilitar el pecado”. Esto incluye a empleadores que apelan al derecho para no facilitarle a sus empleados acceso a métodos anticonceptivos y a negocios que recurren al derecho de no proveer bienes y servicios a matrimonios gay. En todos estos casos, la idea subyacente es que a los creyentes pueden ser contaminados por el contacto con acciones pecadoras o con la impureza espiritual de otros (especialmente de las mujeres y las minorías).
Lo que hace a las prácticas de pureza religiosa distintas de otras prácticas religiosas es que están fundamentadas en una creencia y un miedo profundo a la contaminación espiritual. Los creyentes de esta ideología desarrollan una especie de reacción alérgica a cualquier cosa que creen que los pueda contaminar. Más aun, el liberalismo contemporáneo ha animado a los creyentes a traducir su creencia en un deber religioso de evitar la contaminación espiritual en la afirmación de un derecho secular a no ser contaminados por la impureza espiritual de otros—un derecho que ellos creen que el estado debería proteger.
Los teólogos siempre han reconocido que la exigencia de la pureza espiritual en un mundo inherentemente impuro es una contradicción lógica. Este reconocimiento resultó en lo que podríamos llamar el dilema del purista. Generaciones de pensadores en las tradiciones católica, judía y musulmana (y sin duda en otras tradiciones religiosas también) se enfrentaron a la pregunta de cómo reconciliar las exigencias de una pureza espiritual absoluta con la vida en el mundo material, si acaso esto es posible. La mayoría concluyeron que no era posible reconciliarlas debido a que, a) entablar relaciones comerciales y políticas con otros significa ser parte de una red de relaciones mutuamente habilitantes que lo hacen a uno responsable parcialmente por las acciones de los otros, y b) al menos algunos de esos otros con los que una está ligado en una red de relaciones materiales mutuamente habilitantes son, necesariamente, “pecadores” (esto es, gente que no comparte los mismos estándares religiosos que uno).
La teología tradicional reconoce que solo hay tres maneras de resolver el dilema del purista: el camino de la separación, el camino de la regulación, y el camino de la acomodación. Los puristas religiosos tradicionalmente optan por el camino de la separación radical y de la renuncia al reino de los “asuntos mundanos”. Éste es el ímpetu que produjeron algunos de los movimientos religiosos separatistas como es el caso de los anabaptistas (de los cuales los amish y los menonitas son los ejemplos más conocidos) y de las diversas sectas del judaísmo jasídico y jaredí, quienes, al igual que los amish, abogan por el aislamiento del mundo profano. Esta postura separatista también fue adoptada por los fundamentalistas protestantes cuando se retiraron de la política para cultivar la pureza espiritual después de la humillación pública que representó el juicio de 1925 en contra de Scopes. El Reverendo Jerry Falwell tuvo que convencer a los fundamentalistas de abandonar esta postura quietista para unirse a la movilización política de conservadores religiosos conocida hoy en día como la derecha religiosa.
El rechazo de Falwell al enfoque purista revivió antiguos debates teológicos. Mientras que el separatismo ofrecía una solución lógica al dilema del purista, la mayoría de los judíos y cristianos devotos consideraban la renuncia a los asuntos mundanos una decisión impracticable. Razonaban que Dios no pudo haber impuesto a los seres humano estándares que estuvieran más allá de su capacidad, y por lo tanto el vivir en una sociedad con otros—incluyendo a los pecadores—tiene que ser una intención de Dios.
Pero, mientras que los enfoques puristas y acomodaticios tiraban en direcciones contrarias, ambos nacieron del mismo reconocimiento: las personas que entablan relacionas económicas facilitan, y por lo tanto, comparten la responsabilidad por sus acciones respectivas. La única forma de evitar ser contaminado por el pecado y la corrupción espiritual, de acuerdo a este entendimiento mutuo, es el de retraerse completamente de la sociedad—o renunciar a la exigencia de una pureza religiosa perfecta.
Irónicamente, son las mismas personas que se conciben a sí mismas como exponentes de la fe tradicional religiosa las que se han olvidado esta tradicional sabiduría religiosa. No solamente se trata de que las prácticas que ellos buscan proteger son invenciones modernas. También han perdido de vista la comprensión original de que el camino de la pureza espiritual solo se puede buscar renunciando a los lazos sociales que llevan a las personas a hacer negocios y compartir acomodaciones públicas con aquellos cuyas prácticas se desvían de las propias. El resultado es una retahíla de exigencias puristas que busca protección de la contaminación espiritual, combinada con un enfoque intransigente a la acomodación religiosa que ignora la necesidad de compromiso, fundamento mismo de la acomodación.
Son pocos los que reconocen que la acomodación se origina dentro de las mismas tradiciones religiosas. En la medida en que la movilización política de los nuevos puristas ha incrementado, la historia de la acomodación se ha relegado a un segundo plano. Los auto-denominados “tradicionalistas” y los secularistas contemporáneos se olvidan de las formas más pragmáticas de la religión que han sido dominantes históricamente y a las que aún se adhieren la gran mayoría de las personas religiosas hoy en día.
Tanto en el campo secular como en el conservador religioso, la adherencia inflexible a la ley religiosa es equiparada, cada vez de forma más irreflexiva, a la religión en sí. Podemos observar esta tendencia desplegada a toda luz en los argumentos orales del caso Holt v. Hobbs, cuando el magistrado Scalia tuvo dificultades evidentes con la idea de que el recluso pudiera “comprometer” sus estándares religiosos al estar de acuerdo en mantener su barba recortada, y sin embargo continuar con su reivindicación de la obligación religiosa de no afeitarse.
No es necesario ni tendríamos que compartir la incomprensión del magistrado Scalia. Lejos de ser antitético a la verdadera fe religiosa, el compromiso yace en la esencia misma de la tradición religiosa. Pero el compromiso, como se concibe, implica concesiones en ambos sentidos. Los religiosos deberían abandonar la insistencia en la pureza total y relajar sus estándares morales para justificar el vivir en formas cooperativas y en relaciones con los demás, tanto como los demás deberían acomodarse a las de ellos. Este es el sentido original del principio de la acomodación religiosa y el significado al cual deberíamos continuar plegándonos hoy en día.
Ciertamente, las personas son libres de creer lo que quieran. Y si algunas, como el magistrado Scalia y otros motivados por el miedo a la contaminación religiosa, prefieren la interpretación purista de la fe religiosa por sobre la interpretación acomodaticia, están en todo su derecho. Pero ese derecho no se extiende a la exigencia de brindarle acomodación a esta versión de la religión por sobre otras.
Otro asunto por cuestionarse es si las comunidades tienen el derecho de aislarse completamente de la sociedad. El caso Wisconsin v. Yoder que le otorga a los amish el derecho a no ser contaminados por la exposición al mundo exterior, al parecer reconoce dicho derecho. Los amish se han resistido a la integración a la sociedad apelando al derecho a no matricular a sus hijos en la escuela púbica. Pero ellos no exigieron el derecho a ser protegidos de la impureza espiritual pues admitieron que participan en un mundo impuro. Las demandas más recientes a la protección de la contaminación espiritual son distintas. Esencialmente, constituyen una especie de separatismo portátil, una licencia para separarse de los otros que uno puede utilizar dentro de la sociedad con otros—las personas que son vistas como la fuente de la contaminación espiritual.
Ésta es una postura indefendible. Por cada reclamante que acepte la acomodación con un mundo impuro, otros van a surgir para quienes esa acomodación particular es inaceptable. Por cada hombre jaredí dispuesto a sentarse al otro lado del pasillo de una mujer, otros más van a aparecer, para quienes estar en la misma fila, o dos o tres filas aparte, o incluso en la misma cabina que una mujer es una abominación. Por cada empleador dispuesto a aceptar la acomodación del mandato de anticonceptivos que actualmente decreta el Departamento de Salud y Servicios Humanos, otros más van a aparecer que se oponen a esta acomodación excesiva de un sistema que es, en su opinión, inherentemente pecaminoso. Esto es justo lo que está ocurriendo en casos como los de Little Sisters, Wheaton College, y Priests for Life, motivados por la idea de que el acto mismo de firmar el formulario que certifica el recibo de la excepción está prohibido por ser cómplice con un sistema pecaminoso. Incluso si una nueva acomodación puede ser diseñada para satisfacer a estos demandantes, otros aun más puristas en su concepción del aislamiento del pecado seguramente surgirán. Simplemente, no hay ningún límite o parámetro lógico para la pureza espiritual.
Aquello podría satisfacer la visión intransigente de la religión del magistrado Scalia. Pero no es una versión de la religión a la cual la mayoría de los creyentes se adhiere. Y, evidentemente, no debería ser ensalzado como un modelo que los reclamantes deberían cumplir para demostrar su sinceridad religiosa. Las prácticas de la pureza religiosa solo pueden ser acomodadas cuando los costos impuestos sobre los otros no sean demasiado grandes, un requisito que rara vez puede ser satisfecho mientras el reclamante permanezca en sociedades comerciales y políticas con personas que considera pecaminosas. Cuando la acomodación religiosa somete a otros a sus exigencias degradantes (como es el caso de hombres que se rehúsan a sentarse al lado de una mujer), debe ser rechazada.
Éste fue publicado originalmente en inglés el 17 de mayo 2015 en elLos Angeles Review of Books.
Traducción de Miguel Winograd