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Un grupo de emigrantes es acorralado y capturado por la Patrulla Fronteriza en las afueras del muro en Mariposa en Nogales, Arizona.

La autonomía de la deportación

La desconsideración por la individualidad humana de las personas cuyas vidas han sido deformadas por la deportación las convierte, en efecto, en seres anónimos. En su carácter de no-ciudadanos indeseados y despreciables, se vuelven totalmente desechables. Este hecho se confirma de manera concluyente cuando la deportación es entendida como el ejercicio virtual de “eliminación de residuos” del poder soberano. Para el estado, este es el acto mundano y superficial de “tirar la basura”. Como consecuencia, no es ningún accidente que, a nivel etimológico, el origen mismo de la palabra “deportación” indique el acto de sacar afuera, de expulsar, de eliminar (De Genova 2014). La erradicación actual de las vidas individuales de los deportados, es decir, de sus identidades personales y trayectorias de vida, se presenta hoy en como un hecho espantosamente rutinario y prosaico. Hoy estás aquí y mañana, no. Ojos que no ven, corazón que no siente. Caso cerrado. Así, por lo menos desde la perspectiva del poder estatal, la deportación parece ser el acto final, la última palabra proverbial.

Desde la perspectiva del poder estatal, los deportados (quienes presuntamente no merecen nada, son indeseables y despreciables, y por esa razón, son considerados ilegítimos e “ilegales” cuando no “criminales”), son cada vez más una potencial “basura” humana, un tipo de “desecho” de la globalización; se trata de “perdedores” anónimos en el juego global de alto riesgo de acumulación de capital y protección de fronteras (De Genova 2016). Mientras que las deportaciones son sencillamente degradantes y devastadoras para los individuos deportados, así como para sus seres queridos y comunidades, la racionalidad burocrática, que ejecuta fríamente medidas punitivas tan severas como un “procedimiento estándar”, termina transformando la violencia sistémica en el funcionamiento simple y banal de un aparato de gobierno presuntamente eficiente. Es en este sentido que he sugerido, en otro estudio (2014), que la idea de la “banalidad del mal” de Hannah Arendt (1963) se presta para interrogar y desafiar procesos como la deportación que, de otro modo, serían considerados “administrativos”. De hecho, fue la reducción deshumanizante de individuos a meros “funcionarios y engranajes dentro de la máquina administrativa” (al igual que la reducción de otros al rol de meros objetos de su poder) lo que Arendt consideró no solo la “esencia del gobierno totalitario”, sino también, sorprendentemente, “quizás, la naturaleza misma de toda burocracia” (1963 [2006], 289).

En un esfuerzo por ir más allá de la banalidad del mal de la deportación, Nathalie Peutz (2006, 2010) hizo un llamado programático por una “antropología de la expulsión”, en parte por la necesidad de investigar lo que ocurre después de la deportación, así como por documentar etnográficamente las experiencias vividas y las perspectivas del número creciente de personas en el mundo que han estado sujetas al poder de la deportación, ya sea de modo directo, o como parte del “daño colateral” proverbial de estos procesos devastadores de ruptura y dislocación. Memorablemente, Peter Nyers (2003, 2010) caracterizó la diáspora abyecta e invertida de los deportados como una “deportáspora” y Daniel Kanstroom (2012), discutiendo específicamente la intensificación del régimen de deportación de los EE. UU., apeló a una imagen semejante: “la nueva diáspora americana”. Desde luego, la deportación nunca cesa de producir ramificaciones duraderas en los lugares de donde los deportados han sido expulsados, donde su dislocación y ausencia abrupta continúa siendo palpable (Dreby 2012; 2013; Drotbohm 2015; Golash-Boza y Hondagneu-Sotelo 2013; Hasselberg 2016). En efecto, este régimen establece una red compleja de interconexiones espaciales y temporales a lo largo del planeta, en la cual la migración y deportación implican progresivamente una sucesión en serie de movilidades y repercusiones en sentido multidireccional.

Being chased by border patrol
Un hombre es perseguido por la Policía Fronteriza.

Pese a la violencia pura de la desarticulación y el distanciamiento que provoca la deportación, la etnografía muestra que los que han devenido el objeto de este poder reafirman constantemente su propia subjetividad. Este conocimiento etnográfico de las dificultades experimentadas por los deportados (al igual que sus seres queridos y sus comunidades) recobra los nombres y las identidades de los que han sido sujetos a las técnicas de erradicación de la deportación, esclarece la resistencia de las subjetividades de los que han sido convertidos en objeto de estos actos soberanos de poder estatal, e ilustra la tenacidad y obstinación de la vida humana frente a las innumerables fuerzas que buscan imponer la precariedad y la descartabilidad. En su descripción de la condición postdeportación en El Salvador, Susan Coutin (2010) calificó, de forma memorable, el periodo posterior a la deportación como la completa “inviabilidad de la vida”. Resulta indiscutible que la deportación provoca una sucesión de fuertes adversidades y, usualmente, produce una proliferación kafkiana de castigos impensables (Bhartia 2010). Una y otra vez, los estudios confirman que tras la “vuelta” al país de su aparente ciudadanía, los deportados se enfrentan comúnmente a nuevas formaciones de desconfianza, criminalización, detención o encarcelamiento, abuso policial y, en ocasiones, violencia, vigilancia prolongada, estigmatización, hostilidad, marginalización, indigencia y un mayor índice de precariedad.

Luego de una deportación, los deportados no solo suelen entrar nuevamente en el sistema penal, sino que muchas veces son reintegrados a los países de su aparente ciudadanía como personas nuevamente indocumentadas y son prácticamente considerados extranjeros. En muchas instancias, como han demostrado Coutin (2010) y Elana Zilberg (2004; 2007; 2011), con los casos de deportación de “extranjeros ilegales” salvadoreños de los Estados Unidos (quienes, de hecho, nunca migraron, sino que únicamente cruzaron la frontera como bebés o niños y pasaron toda su vida en los Estados Unidos, pero aún así a nivel jurídico son catalogados como no-ciudadanos sujetos a ser deportados), la inviabilidad concreta de la condición del deportado frecuentemente conlleva un proceso en el que se “migrantiza”, en otras palabras, “se es convertido en migrante” el deportado (Tazzioli 2014; cf. Garelli y Tazzioli 2016; 2017; Riedner et al. 2016). Ser deportado a una condición de virtual ilegalidad, exilio y abandono hacia su aparente país de “hogar” frecuentemente obliga a los deportados a encontrar modos para retornar a su verdadero hogar: el lugar de donde han sido expulsados (aún cuando la expectativa del trayecto de este tipo de migración sea poco probable). Procesos sumamente similares de remigrantización se observan en investigaciones análogas, como en los casos de Jamaica (Golash-Boza 2013; 2015) y la República Dominicana (Brotherton y Barrios 2011), al igual que en lugares relacionados como Somalia (Peutz 2006/2010) y Cabo Verde (Drotbohm 2011; 2015), pero son aún más notables en estudios de contextos de deportación sustancialmente diferentes, como en las repetidas deportaciones masivas de zimbabuenses fuera de Botsuana (Galvin 2015). En muchos casos, la expulsión meramente sirve para producir interrupciones temporales y desvíos espaciales en los proyectos de los migrantes, lo que luego obliga a los deportados a volver a movilizarse lo más pronto posible (Khosravi 2016). Las dinámicas posteriores a la deportación son aún más imperiosas en los casos de personas que son deportadas a las naciones llamadas “terceros países”, donde no cuentan con un sentido de pertenencia ni con una ciudadanía, como ocurre, por ejemplo, con las personas que solicitan asilo y están sujetas a la Convención de Dublín de la Unión Europea (Khosravi 2016; Picozza 2017).

Un proceso paralelo de remigrantización se observa generalmente en el tenue esfuerzo (esto es, cuando existe) de “reintegración” de los deportados. A su vuelta, los ciudadanos putativos terminan siendo tratados virtualmente como extranjeros. Por supuesto, en el caso de los deportados que han pasado la mayor parte de sus vidas en otro país, como frecuentemente ocurre en el ejemplo salvadoreño, los deportados son, en efecto, extranjeros en los países natales donde ostentan una ciudadanía jurídica (Kanstroom 2012). Por otra parte, dada la asociación habitual de la deportación con los estigmas de la criminalidad, los deportados tienden a ser sometidos a procedimientos y programas (tanto gubernamentales como no gubernamentales) que refuerzan su marginalización general y los codifican como contaminantes culturales, influencias corruptas, antisociales, o como amenazas genuinas al orden social (cf. Drotbohm 2011; 2015; Khosravi 2016; Peutz 2006/2010; Schuster y Majidi 2013; 2015). En lugar de una vuelta al “hogar”, muchos deportados se encuentran en lo que Khosravi ha descrito como “un espacio transnacional de expulsión que oscila entre una nueva partida y una nueva deportación” (2016: 178; cf. Schuster y Majidi 2015). No debería sorprender, entonces, que esta combinación de factores de vulnerabilidad de los deportados tienda a agravar la difícil situación que hace inviable la condición postdeportación, y que reavive el deseo o la compulsión a migrar. De hecho, para muchos, la migración posterior a la deportación, que con el pasar del tiempo se vuelve obligatoria e inevitable, comienza a tener muchas de las características claves de la “migración forzada”.

Wall Mural in Nogales.
Un mural en Nogales.

Por lo tanto, estamos frente a un régimen de deportación global en constante estado de expansión (De Genova y Peutz 2010). Mediante las convulsiones de la expulsión, este régimen global ha generado una ola multitudinaria de deportados en una escala cada vez mayor (inmigrantes ilegalizados, refugiados que han sido rechazados, así como habitantes “criminales”), quienes pueden ser sometidos a procesos gubernamentales de erradicación por parte de los estados que deportan y que pueden ser sancionados nuevamente por los estados que los reciben. Pero, aún así, persisten, muchas veces contra todo terrible pronóstico, en sus esfuerzos de rehacer sus vidas y reconfigurar los límites de sus aspiraciones y ambiciones. Estos ejemplos de resistencia y perseverancia no deberían, sin embargo, ser reducidos a mera “resiliencia” (un fetichismo bastante comprometido del léxico neoliberal, si es que lo hay). En cambio, la persistencia de los deportados debe ser reconocida como otra más de las luchas de los migrantes (Tazzioli et al. 2015). Puede que generalmente estas luchas no se reivindiquen a través de los lenguajes y formas tradicionales de movilización política colectiva, e incluso, puede que sean mayormente imperceptibles al poder estatal. No obstante, como demuestra Clara Lecadet (2013; 2017), los deportados han comenzado a repudiar su anonimato social y su borradura política, han reapropiado sus experiencias en torno a la humillación, la degradación y la violencia de la deportación, y han emergido como nuevos sujetos políticos organizados y articulados. En este sentido, habiendo surgido de las filas globales de la expulsión y maniobrando entre el anonimato del indeseado, la autoafirmación audaz y la resistencia colectiva, los deportados han comenzado a reclamar un espacio para luchas característicamente transversales. Notablemente, a menudo esto significa promover una concepción de la libertad de movimiento que sea lo suficientemente amplia como para no solo incluir la libertad de partir, sino también la de permanecer. Por este motivo, en la condición postdeportación encontramos nuevamente la libertad humana básica y fundamental del movimiento (De Genova 2010a), y la incorregibilidad de la autonomía y subjetividad de la migración (De Genova 2010b). Por mucho que la autonomía de la migración aliente una contienda en la que el poder estatal nunca tiene la primera palabra, lo que ahora podemos concebir como la autonomía de la deportaciónla autonomía y subjetividad de los deportados dentro y en contra del dilema de la deportación—, asegura, de igual modo, que el poder estatal tampoco tenga la última palabra. Así, en cuanto la deportación nunca puede ser reducida a un único acto o evento, deberíamos también enfatizar que esta pocas veces señala un verdadero cierre, nunca es realmente el final, y nunca representa la última palabra.

*Este artículo apareció originalmente publicado en inglés en la revista Lo Squaderno. Explorations in Space and Society No. 44, June 2017. PDF. Una versión más larga de este ensayo fue publicada como: “Deportation: The Last Word?”, the Afterword in Shahram Khosravi (ed.) en: After Deportation: Ethnographic Perspectives (Basingstoke: Palgrave Macmillan, 2017).

*Traducción al español de Gustavo Quintero Vera y Kahlil Chaar-Pérez.


Nicholas De Genova investiga temas relacionados a la migración, las fronteras, la raza, la ciudadanía y el trabajo. Actualmente es profesor y director del Departamento de Estudios Culturales Comparativos en la Universidad de Houston. Anteriormente, ha sido profesor de geografía política y urbana en King’s College en Londres, de antropología en Goldsmiths/ Universidad de Londres, así como en las universidades de Columbia y Stanford. También ha sido profesor visitante o investigador en las universidades de Warwick, Berna, Ámsterdam y Chicago. Obtuvo su doctorado en Antropología en la Universidad de Chicago.


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