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Reseña de montaje cubano: Chita no come miedo: subalternidad y violencia en el teatro de Hernández Espinosa.

Vivian Martínez Tabares

 

Eugenio Hernández Espinosa es un autor fundamental del teatro cubano, desde que en 1967 estrenara María Antonia, un clásico de la dramaturgia nacional. Su heroína trágica es una negra pendenciera y humilde, hija de Oshún e inmersa en un medio social discriminatorio y en un contexto mágico-religioso estremecedor, que perece aplastada por sus circunstancias.1 Otra vez, Eugenio saca a relucir la historia de una mujer negra, esta vez del presente, atravesada por la violencia y la subalternidad. Se trata de Chita no come maní, estrenada en marzo de 2005 con su Teatro Caribeño, cierre del espectáculo ¿Quién engaña a quién?, conformado por tres historias del mismo autor en las que son comunes las reflexiones críticas sobre la sexualidad.

 

Niurka y Giacomo sostienen un vínculo tortuoso detrás del cual aflora la relación de poder que ejerce un italiano sobre una joven mujer cubana, negra, a quien se ha llevado a su país después de contraer matrimonio. Giacomo establece su autoridad al enunciar: "Te pagué como una mercancía, como una mercancía te saqué y como mercancía te utilizo. Tú y tu familia se creyeron que yo era un empresario”. Dice haberla comprado al padre por cincuenta dólares, una botella de aceite de oliva y un perfumito barato para su madre, con lo que retoma con sarcasmo el relato brutal de transmigración de esclavos africanos, y su impacto en la identidad, el mismo que hace que la mujer llegue a preguntarse: “¿De qué mierda estamos hechos los negros que no sabemos escoger libremente nuestro destino?”.

Cuando subsisten agudas diferencias económicas entre Europa –y los Estados Unidos-- y la América Latina y el Caribe, el comercio y la violencia sexual son una, más que nueva, renovada y extendida modalidad de explotación que, en una sociedad de orientación y aspiraciones socialistas, reemerge, a consecuencia de la crisis de valores provocada por la crisis económica, y forcejea con la política.

El hombre también se revelará en su condición subalterna: trabajador humilde de un pueblito periférico, reúne sus ahorros para ir a otro país en busca de una mujer que en el suyo no puede conquistar, se siente engañado por ella desde un curioso complejo culposo –¿por su herencia colonizadora?--, y se venga encerrándola –“Con una noble perfección he hecho tu habitat, también con una dosis de desesperanza que revela, cosa que no he podido evitar, cuánto mal me has hecho”-- y comercia sexualmente con su presa. Así, el viaje de ella a Italia, que despierta su añoranza –no exenta de ironía crítica-- por el malecón habanero, el bullicio ensordecedor y también los apagones y las interminables colas que tanto detestaba, es clave para la acción de des-jerarquizar, desde el componente cultural, la diferencia centro-periferia que en otros órdenes opera a favor del hombre. Ambos son sujetos de algún modo desterritorializados, proyectados en su condición diaspórica –ella finalmente admite que se ha casado para huir de su país en busca de algo con qué aliviar el peso de su familia; él ha tenido que intentar su realización emocional y humana fuera de su medio--; ambos son, alternadamente, de dentro y fuera; sus identidades están deconstruidas.

El autor maneja referentes diversos desde una perspectiva que juega con la ambigüedad, con lo no dicho. Así, el personaje masculino retoma como suyo el nombre del mayor poeta lírico de la Italia decimonónica, Giocomo Leopardi, cuya exquisita sensibilidad contrasta con su proyección sexista y racista. Y otorga a la mujer el emblemático nombre de la popular mona hollywoodense, Chita. El juego psicológico fluye entre roles supuestamente estereotipados que mostrarán sus verdaderos rostros, humanos en su contradictoriedad. Y que, extrañamente, llegarán a entenderse más allá de la transacción de valores y de la guerra entre sexos, cuando se asumen en toda su complejidad. Agotados, vencidos, preguntándose quién ha engañado más al otro, desde sus respectivas zonas de abandono, podrán unirse.

La pieza evoca rasgos costumbristas como estampa de radiografía social, en alusión a contradicciones de la realidad cubana; debate la información documental que ofrece una guía turística que consigna a los negros como minoría, lo que da pie a examinar visiones folkloristas, turísticas y tópicas, y saca a la luz máscaras sociales. Está presente un realismo sucio que se regodea en el lenguaje vulgar y en la explotación sexual de la mujer, a quien Giacomo ofrece a sus amigos como presa apetitosa, mientras disfruta del mezquino placer de tener algo que los demás desean.

El ámbito que elige Eugenio como director es una suerte de jaula, corporeizada en una cuerda de acero, que delimita los espacios y movimientos de cada uno. Niurka es la fiera que gatea, repta y se mueve en círculos, hasta que su astucia le permite liberarse. Su cuerpo se proyecta según una economía forzada del exceso, que combina su voluptuosidad natural y el valor de uso y de cambio que le impone su “dueño”. Monse Duany explota su presencia en función de subrayar la voluptuosidad, por medio de un vestuario ceñido, con un short mínimo, una blusa escotada y anudada a la altura del sostén negro que se insinúa, y medias negras de malla. Giacomo, interpretado por Nelson González, rubio y de ojos claros, domina el espacio con gestualidad agresiva. Su proyección corporal es también excesiva, se yergue sobre el baúl o se sienta recostado en él abierto de piernas, desafiante. Se regodea en observar a Niurka desde distintas posiciones, la asedia. Descalzo, cambia el ritmo de sus pasos alrededor, fustiga la “jaula” con su cinto, habla de frente al público o se enmascara.

Programada en el cine-teatro City Hall, sede del Teatro Caribeño, en la popular barriada del Cerro, la puesta dialoga vivamente con sus espectadores, más de un centenar, en una relación de intimidad. Con su concepto minimalista que acentúa la proyección performativa de los intérpretes, iluminada en rojo, la escena evoca un neorrealismo de reminiscencias cinematográficas que exalta sensualidad, pasiones encendidas, perversidad y miserias del espíritu: “¡claro que te amé!, con la fugacidad de una brisa en el calor más intenso de mi suelo. Pero, ¿por qué tenía que amarte de otra forma?”, dice ella.

Porque también aflora la rebeldía inconforme ante la propia condición subalterna, la defensa del derecho a vivir plenamente, a superar estigmas y fatalismos que un proceso de profundas transformaciones aún no ha podido desterrar. Y Niurka, que no come maní, ni los plátanos que le han destinado, puede vencer el miedo y la violencia.


 Notas

 

1.Cuesta resumir en pocas líneas el alcance de esta obra, pues la protagonista, nunca derrotada, de algún modo elige su muerte como una suerte de escape, de inmolación y fuga de la miseria económica y moral de su entorno. Recomiendo a los interesados consultar muy diversas aproximaciones, especialmente las de Martiatu y Graziella Pogolotti, en Una pasión compartida: María Antonia (Selección y prólogo de Inés María Martiatu), Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2004.

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