Anterioridades y externalidades: Más allá de la raza en América Latina

Resumen:
La raza como concepto tiene una genealogía epistémica específica en América Latina, la cual organiza relaciones sociales con consecuencias más allá del concepto mismo. La genealogía epistémica constituye las anterioridades del concepto, mientras que las externalidades son la manera en que raza organiza relaciones fuera de su ámbito semántico inmediato. Ambas—anterioridades y externalidades—están íntimamente imbricadas y ambas expresan cambios y continuidades. Mientras las categorías raciales cambian, las anterioridades continúan vigentes, organizando externalidades difíciles de reconocer como ‘racistas’. Este artículo es una exploración crítica de esta memoria racial y de las redes de colaboración entre conceptos que han legitimado durante muchos años inclusiones y exclusiones y que continúan haciéndolo hasta el día de hoy.

Tenemos información con respecto a América y su cultura, especialmente como se ha desarrollado en Méjico y Perú, pero solo para decir que en realidad era una cultura puramente natural destinada a morir tan pronto el espíritu se le acercara. América siempre se mostró impotente espiritual y físicamente. Y así permanece hasta nuestros días. Tan pronto los europeos arribaron allí, los nativos fueron gradualmente destruídos por lo complejo de la actividad Europea. Hasta los animales indican el mismo nivel de inferioridad que los humanos.
—Georg Wilhelm Friedrich Hegel[1]

Lo que conocemos como África propiamente dicha es esa tierra no-histórica y no desarrollada que continúa inmersa en el espíritu natural.
—Georg Wilhelm Friedrich Hegel[2]

Introducción

¿Les vas a preguntar a las llamas y a las vicuñas sobre el Tratado de Libre Comercio? La pregunta dio muchas vueltas en la Internet—a mí me llegó por lo menos durante tres meses seguidos.[3] La idea de que un político peruano—más aún un Congresista de la República—se refiriera a un grupo de sus compatriotas de esa manera (como llamas y vicuñas) fue insoportable, y como es costumbre en el Perú no hubo institución política oficial que criticara la expresión. Sin embargo, un grupo de jóvenes organizados, quizá también con la intención de atraer la atención mediática, se “plantó” pacíficamente frente a la oficina del político innombrable llevando consigo una llama en alusión a la frase en cuestión. El público no supo mucho del plantón ni de sus secuelas. Una organizadora me contó que el congresista en cuestión se quejó sobre el acto, el cual consideró una violación a sus derechos humanos.[4] El mismo año, es decir al mismo tiempo históricamente hablando, era elegido Presidente de Bolivia Evo Morales, auto-identificado como el primer aymara en la historia republicana de ese país en acceder a semejante puesto político. El mundo se enteró inmediatamente del evento, y las reacciones fueron de lo más diversas. Mientras muchos indígenas a través de las Américas celebraban, los neo-liberales lamentaban el suceso y los más ilustrados e instruidos en multiculturalismo, como Mario Vargas Llosa, cuestionaban la indigeneidad del electo Presidente boliviano.[5] Poco antes de que Evo Morales cumpliera un año en el poder, las élites bolivianas propondrían autonomías regionales, tanto por discrepancias ideológicas con el partido del Presidente aymara, como porque la idea de ser gobernados “por un indio” les resultaba insoportable.

Mi motivación para escribir este artículo es la magnitud de los eventos políticos que han ocurrido en América Latina en los últimos diez años y que han estado pública y visiblemente articulados, por lo menos en parte, por ideas y prácticas raciales.[6] Una de mis ideas centrales es que la raza como concepto tiene una genealogía epistémica específica a la región y que ésta organiza relaciones sociales con consecuencias más allá del concepto mismo. Esta idea da el título al artículo: la genealogía epistémica constituye las anterioridades del concepto, mientras que las externalidades son la manera en que la raza organiza relaciones fuera de su ámbito semántico inmediato.[7] Ambas—anterioridades y externalidades—están íntimamente imbricadas, lo que hace que la genealogía del concepto no sea vista como directamente implicada en la organización de las relaciones sociales en un momento dado. Ambas expresan cambios y continuidades en los sentimientos raciales en América Latina: las categorías raciales cambian, las anterioridades continúan vigentes organizando externalidades difíciles de reconocer como “racistas”. De esta manera el racismo persiste pero transformado, y aún impugnado por grupos de activistas que abiertamente exigen cambios políticos y cambios conceptuales—es decir, maneras diferentes de hacer y pensar las relaciones sociales presentes. Este artículo se une a esta impugnación, investigando la historia que las legitima y proponiendo la revisión de nuestro vocabulario conceptual para abrir posibilidades a maneras de pensar diferentes.

¿Qué ha pasado en América Latina para que las bases de la hegemonía del racismo colonialista se estén resquebrajando? Para contestar, quiero detenerme por un momento en la pregunta del congresista. ¿Les vas a preguntar a las llamas y a las vicuñas sobre el TLC? es una pregunta que evoca una memoria conceptual muy densa, desde la cual el congresista en cuestión pierde singularidad y queda reducido a un prototipo. Con un poco de análisis histórico, la pregunta infeliz puede ser muy productiva. La audacia de la frase, el poder brutal de su lugar de enunciación, desafía los límites usuales de los indicadores raciales empíricos, y también de las ideas de “biología” y “cultura” desde las cuales en años recientes se han discutido la raza y el racismo. La frase también invoca los cimientos epistémicos históricos del concepto de raza, revelando así las redes conceptuales—la colaboración entre conceptos y disciplinas—que durante años le han brindado al concepto su eficacia.

Este artículo es una exploración de esta memoria racial y de las redes de colaboración entre conceptos que han legitimado durante muchos años inclusiones y exclusiones y que continúan haciéndolo hasta el día de hoy. La noción de raza no nace ni se hace contemporánea por sí sola, sino que se sostiene a través de conceptos mellizos, a veces hasta siameses. Eso, lo que acompaña a la raza, los conceptos y discursos a través de los cuales se materializa, es lo que este artículo explora. Adentrándome en la memoria conceptual de raza (y los conceptos que le hacen compañía), quiero encontrar las “anterioridades” de la noción que opera hoy genealógicamente articulada a categorías e imágenes ya no muy visibles, pero cuya significación sigue participando en las definiciones, creencias, relaciones y prácticas raciales contemporáneas. Me interesan las definiciones multifacéticas y dialógicas del concepto de “raza” y especialmente sus arraigos epistemológicos en la secularización del conocimiento a partir del siglo XVII. De ahí me enfoco en la noción hegemónica de Historia, en su imbricación con la idea de raza y su consecuente justificación de la exclusión de ciertos grupos humanos de la actividad política. Finalmente, considero recientes insurgencias indígenas que interrumpen estas articulación de conocimiento y política y proponen prácticas y maneras de conocer que serían “impensables” sin un rechazo a las epistemologías de la modernidad. Pero antes, quiero, por decirlo de alguna manera, “empezar por el final” para que quede más claro lo que quiero decir cuando hablo de las “externalidades” de la noción de raza y los sentimientos raciales.

Externalidades: raza, consumo y multiculturalismo neoliberal

Más allá de cambios generacionales, en un país como el Perú donde el racismo ha reinado hegemónicamente silencioso ¿cómo explicamos la voluntad de un grupo de jóvenes de denunciar el racismo? La crítica de los jóvenes a la frase infeliz no es un acto aislado; desde otras posiciones ideológicas también se censura el racismo. En realidad, el “plantón” que ellos organizaron fue posible porque el periodista que entrevistaba al congresista innombrable denunció la frase por correo electrónico.[8] Antes, la opinión pública ya había discutido el caso de personas a quienes se les negó el ingreso a discotecas, actitud que fue considerada discriminatoria y denunciada por INDECOPI, Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual. Este es un dato que quiero rescatar, porque es una veta para empezar a explorar las condiciones de posibilidad de las actuales denuncias en contra del racismo. El INDECOPI fue creado en 1992 con la misión de “promover en la economía peruana una cultura de leal y honesta competencia y proteger todas las formas de propiedad intelectual”. Fruto del neo-liberalismo, el INDECOPI representa el esfuerzo por cambiar aspectos específicos de la cultura económica del Perú para facilitar el funcionamiento del mercado libre, removiendo obstáculos y desarticulando condiciones que impidan su libertad de acción en el Perú. Para ello, el Instituto organiza el servicio de los ciudadanos a los cuales el mercado debe de llegar. Con esta finalidad específica, existe la posibilidad de denunciar las acciones que impidan los cambios culturales que la nueva economía necesita. Entre éstas están: la “piratería” (de discos compactos, por ejemplo), las trabas burocráticas (las coimas), los monopolios (¿existe alguno todavía?) y (¡sorpresa!) la discriminación. La página web indica que “toda aquella persona (natural o jurídica) que sienta que su derecho como consumidor a recibir un trato justo y equitativo ha sido afectado” puede hacer una denuncia.[9]

Según las reglas del nuevo liberalismo, la competencia es el motor del mercado y para que ésta funcione se deben eliminar obstáculos que dificulten la conversión de ciudadanos en consumidores. La discriminación racial es uno de esos obstáculos, pues el mercado debe extenderse a través de razas y credos. Para que esto ocurra se debe educar también a los productores—en el caso de las discotecas, los dueños o los administradores, a quienes se impuso una multa para que aprendieran que la “exclusividad social” era un rasgo de ineficiencia económica. La nueva cultura económica se identifica con el “multiculturalismo” o por lo menos su versión neoliberal. Si el liberalismo del siglo XIX extendió su dominio a través de la educación, el neoliberalismo propone hacerlo a través del mercado. La diferencia paralela es que mientras que el viejo liberalismo privilegiaba la educación como fuente de jerarquías y de discriminación, el nuevo liberalismo privilegia el mercado y construye jerarquías a través de las ganancias de los productores y la capacidad de consumo de los imprescindibles consumidores. Quien no puede consumir no cuenta. Las fuerzas del mercado pueden disponer de él o ella—usualmente dejándolo/a morir. Dada la racialización histórica de las formaciones sociales latinoamericanas, quienes mueren son aquéllos cuya discriminación ya había sido legitimada por el liberalismo. El viejo liberalismo dejaba morir (discriminaba) a “los ignorantes”; el nuevo, a “los pobres”. Raza, educación y mercado entran en relaciones de mutualidad en la formación y selección de cuerpos hábiles e inhábiles. “Al que no sabe leer y escribir, no le vas a preguntar eso”... terminó diciendo el congresista innombrable a modo de justificación. Y “los ignorantes” son también los indios (y también los cholos, o los negros) quienes son también “los pobres”.

Que el INDECOPI no sancionara al congresista racista no debe llamar la atención; ¡no estaba afectando los derechos de los consumidores! Más allá de procurar las aperturas que el mercado necesita, el Estado no tiene rol activo en la implementación del multiculturalismo inscrito en la nueva Constitución y éste ha quedado en mera declaración en el Perú y en otras partes de América Latina. Sin embargo, hay otros actores políticos que, aunque con ideología diferente, participan en la esfera que el multiculturalismo neo-liberal legitima. Los jóvenes que denunciaron al Presidente del Congreso están entre ellos. Los cambios históricos rara vez son ideológicamente “puros”; las más de las veces son coyunturas excepcionales en las que ocurren convergencias inesperadas, cuando ideologías antagónicas “colaboran” en el mismo proyecto. Evelina Dagnino (2005) ha llamado a esto “coincidencias perversas”. En el caso del neo-liberalismo, la convergencia entre el principio de libre mercado y el activismo por justicia social ocurre, por ejemplo, en el proceso de limpiar el camino del mercado de las condiciones que impiden su funcionamiento, en este caso, ciertas manifestaciones del racismo. Obviamente las coincidencias tienen también límites ideológicos claros y allí es donde empiezan las diferencias políticas importantes. Alejando Toledo (ex-presidente del Perú) y Evo Morales (actual presidente de Boliva), ambos auto-identificados como indígenas, (el primero menos que el segundo, pues ahora es obvio que la indigeneidad se puede “medir”) son un ejemplo perfecto de coincidencia con el neo-liberalismo el primero y de antagonismo el segundo. El multiculturalismo (aún en su versión más conservadora) ayudó (junto con otras ideologías, algunas menos conservadoras) a deslegitimar (quizá sólo coyunturalmente) las relaciones y creencias que impedían que individuos como Toledo y Morales (hijos de campesinos ambos) accedieran a las esferas más altas del poder político.

Las categorías con las cuales hoy en día se legitiman las exclusiones ya no surgen sólo del campo disciplinario de la biología o la cultura, sino que también utilizan el espacio conceptual de la economía: sus herramientas legitimadoras de exclusión son nociones como eficiencia y crecimiento. Similarmente, el Estado tiende a abandonar su rol jerarquizador, en la medida en que de la implementación de inclusiones y exclusiones supuestamente se encargaría el mercado. El multiculturalismo no opera sólo en el campo de la cultura; opera en el de la economía para incluir a todos los que puedan producir y consumir, y excluir (aunque implícitamente) a los que no puedan hacerlo. Pero, aunque imperceptiblemente, con reticencias y hasta críticas de algunos, las creencias, relaciones y categorías raciales anteriores al multiculturalismo se mantienen, y en algunos casos son muy antiguas. Por ejemplo, aunque él mismo lo ignore, el congresista innombrable usó imágenes que datan del siglo XVI cuando se negaba la humanidad de los habitantes que los españoles encontraron en las Américas. En la cita introductoria, y con las diferencias del caso, Hegel utiliza imágenes semejantes cuando habla de la “cultura puramente natural” de los peruanos y mexicanos y, por lo tanto, de su cercanía con los animales de América del Sur. Esto no quiere decir que los pensadores de la conquista fueran tan racistas como el congresista innombrable. Semejante afirmación sería anacrónica y no ayudaría a entender a unos ni al otro. Mucho menos pretendo hacer una comparación entre las ideas hegelianas y las del congresista. Lo que quiero decir es que los elementos que componen el concepto de raza son anteriores a su emergencia (en los siglos XVIII y XIX) y se mantienen, en transformación, durante mucho tiempo, cambian de significados y mantienen su sedimento en tensión con los cambios que permiten su adecuación en localidades y temporalidades distintas.

Anterioridades: La fascinante vacuidad de la raza

Fascinación f. Engaño o alucinación. 2. f. Atracción irresistible.
—Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.[10]

La genealogía de “raza” es anterior a su emergencia como categoría científica; y las clasificaciones coloniales influyen en la implementación de las políticas racializadas modernas. Se crean nuevas categorías, y se renuevan los significados de viejas categorías que sirvieron en los procesos de creación de poblaciones nacionales durante todo el siglo XX y que ahora en el siglo XXI articulan la producción de identidades heterogéneas que el multiculturalismo neoliberal dice tolerar. La raza no tiene significado único; por el contrario, es elástica, inestable, y variada: las taxonomías raciales se construyen desde muchas condiciones no sólo geográficamente, sino también en cuanto subjetividades y posiciones ideológicas. Estas posiciones—sus afirmaciones, negaciones y contradicciones—son las redes conceptuales y políticas dentro de las cuales se constituye la noción de “raza” en América Latina, siempre en relación y diálogo con otras formaciones raciales (la de los EE.UU. por ejemplo) y sus propias redes conceptuales.

Implicada en el proceso histórico mundial, la definición “monológica” (o universal) de raza es una apariencia. Como herramienta de producción de diferencias y de sujetos diferentes, la raza se realiza como concepto mediante diálogos y relaciones políticas entre quienes califican y quienes son calificados —y entre los primeros también están los últimos. Como concepto político, una característica importante es que la raza adquiere vida “en traducción”, es decir, ocurre en relaciones cuyos significados coinciden parcialmente, pero cuyos excesos (las no coincidencias) aún cuando “estorben”, continúan en circulación. Los censos nacionales son uno de los eventos que más claramente efectúan estandarización de categorías raciales: los entrenamientos de los encuestadores “corrigen” las formas locales de identificación para adecuarlos a los patrones supuestamente internacionales. Kim Clark (1998) describe cómo en 1950 los encuestadores de los censos en Ecuador tenían que ser entrenados para que pudieran distinguir “blancos” de “mestizos” y a estos de los “indios” con las pautas que les daba la oficina organizadora del cuestionario. La definición censal, producida por el Estado, coincidía sólo parcialmente con la del encuestador, y la de este también parcialmente con la del encuestado. Aunque las coincidencias parciales hacen posible los censos, las discrepancias no desaparecen y por el contrario siguen organizando la vida cotidiana local. En la era del multiculturalismo, las discrepancias sobre taxonomías raciales continúan, así como los entrenamientos censales, para llegar a acuerdos que siguen siendo parciales. En el último Censo de Población y Vivienda en el Perú, los asesores locales tuvieron que negociar con el Banco Mundial las categorías de identificación de la población afro-peruana: ser negro en el Perú donde, a veces, “la mezcla blanquea”, no es lo mismo que ser negro en Estados Unidos donde “la mezcla” nunca blanquea.[11]

Las “traducciones”—sus coincidencias y discrepancias—conectan temporalidades y lugares articulados entre sí por relaciones de poder significadas por la modernidad y dan lugar a una política conceptual—una discusión—en la que se negocian definiciones locales y pretensiones de universalidad. En esa discusión (que es múltiple y cotidiana) la raza expande su radio de acción, implementando clasificaciones, jerarquías y discriminaciones susceptibles de ser cuestionadas (y quizá desafiadas) desde posturas conceptuales y políticas diferentes. Lejos de sugerir relativismo cultural (que equivaldría a decir que cada lugar tiene su definición de raza, y que cada definición vale en sí misma y aislada de las demás), las definiciones de raza son dialógicas y articuladas por relaciones de poder. La raza responde a geo-políticas conceptuales locales, nacionales e internacionales.

Raza es un concepto fascinante en los dos sentidos que le da a la palabra el Diccionario de la Real Academia. Produce atracción irresistible, sentimientos superlativos por repulsión o por agrado. También engaña porque, aunque se exhibe como única, sus definiciones son muchas y su univocidad es una ilusión, resultado de políticas conceptuales que autorizan unas definiciones en detrimento de otras. Goldberg (1993) comenta que es una categoría relativamente vacía, y Stuart Hall (1996 a y 1996b) la califica como “significante flotante”, conceptualmente parasitaria.[12] La vacuidad de raza, lejos de restarle posibilidades, es responsable del potencial universal del concepto—de su fuerza nómada, capaz de insertarse y adquirir vida en lugares del mundo donde la modernidad le haya abierto un espacio, por pequeño que sea. Lejos de restarle historia, su vacuidad hace posible que raza se enraíce en genealogías específicas y adquiera múltiples pasados, muchas memorias conceptuales, que le dan textura estructural y la abren a subjetividades locales. La importancia de la memoria conceptual en la semiótica racial invita a la genealogía como método para recobrar sentidos aparentemente desplazados del uso contemporáneo pero que, lejos de desaparecer, se infiltran en ellos y otorgan a la noción de raza actual sentidos y valores locales. La visión genealógica complica fructíferamente la pregunta sobre el origen temporal de raza y, en vez de discutir, por ejemplo, si existía o no raza en el siglo XVI, permite analizar su actualidad considerando múltiples pasados, espacios separados geográficamente pero conectados textual, política y hasta afectivamente. Entonces, en lugar de proponer que raza se origina en uno u otro lugar, en uno u otro momento histórico, en este artículo propongo analizar la capacidad articuladora del concepto: su capacidad de “prenderse” de instituciones, sensaciones y sentimientos anteriores y contemporáneos simultáneamente, adquiriendo y renovando sus significados y articulando diálogos (y disputas de poder) local y trans-localmente.

Aunque el punto principal del análisis genealógico es señalar que el concepto moderno de raza no surge sin antecedentes, quizá debo advertir, para evitar malos entendidos, que proponer la retrospección analítica no quiere decir estudiar la raza “en el pasado”. Quiere decir que, para analizar sus valores presentes, tenemos que tener en cuenta las tensiones semánticas que la sostienen. Éstas no ocurren sólo en el presente; tampoco son resultado de definiciones estables (científicas o legas). Resultan de políticas conceptuales de larga duración. Las tensiones semánticas que ofrecen la noción de “raza” a las políticas públicas, a las relaciones sociales y a nuestros análisis, son resultado de discusiones y prácticas organizadas por relaciones de poder que afectan su conceptualización. Las definiciones de raza son locales y hasta momentáneas. Son “adecuaciones” del concepto a un complejo de intereses, deseos, subjetividades y cuerpos que se modifican al moverse a través de planos políticos locales, nacionales, e internacionales. “La” definición de raza no existe, y mucho menos aisladamente. Resulta tal articulada no sólo por género, clase, educación, lugar sino por las relaciones de poder específicas a estas diferencias, y dependiendo de la situación conceptual en la cual aparezca, siempre en negociación con aquellas definiciones y marcas con las cuales está en disputa, que subordina o desafía.

Secularización y la No-Modernidad

Desde la memoria moderna—gruesamente a partir del siglo XVII—la noción de raza es animada por los procesos epistémicos y políticos que quieren secularizar la vida y producir “conocimiento” fuera de la esfera de influencia de la fe y de la Iglesia cristianas. Esto resulta en la creación de dos regímenes: el de la naturaleza y el de la cultura. En el primero están las plantas, los animales, y los minerales; también las energías físicas y químicas, y las cosas. En la cultura están los hombres; ellos hacen la historia, la política, el conocimiento, con gramáticas de género muy marcadas. En el proceso crean conexiones entre naturaleza y cultura, pero para poder crear estas conexiones mantienen los dos espacios ontológicos diferenciados, y niegan las conexiones que ellos mismos crean. Bruno Latour llama a esto, “el proceso de constitución de la modernidad, o “la instancia crítica moderna” (Latour; 1993: 11). Este momento histórico, explica este autor, se hace evidente por la existencia de dos prácticas interdependientes y simultáneas. Una es la proliferación de mezclas nuevas de naturaleza y cultura (las llamadas “invenciones”). La otra es la separación constante de la naturaleza y cultura concebidas como espacios ontológicos diferentes. A la primera práctica, la de creación de híbridos de naturaleza-cultura Latour la llama “traducción”; a la separación de las mezclas la llama “purificación”. Esta última es, según este autor, la única práctica que los modernos admiten. Pero, continúa diciendo, la verdad es que las invenciones mismas desmienten tal separación ontológica, pues son mezclas de naturaleza-cultura. Estos dos campos nunca han estado separados, la separación es epistemológica y, por lo tanto, nunca hemos sido (ontológicamente) modernos.

La raza es una herramienta de la constitución de la modernidad. Sirve, entre otras cosas, para sacar a los humanos del régimen conceptual del Dios dominante—junto con otros procesos, colabora en la institucionalización de la religión, su separación de la ciencia y la secularización del conocimiento. Quizá, más que ninguna otra invención moderna, la raza evidencia la mezcla de cultura y naturaleza. Coloca al hombre en la naturaleza y hace su conocimiento accesible desde la biología, desde la ciencia y fuera de Dios. Pero también lo coloca al centro de la cultura: no sólo se lo puede estudiar desde la historia, la política, la filosofía, sino que como productor de esas disciplinas, se produce a sí mismo como sujeto de conocimiento. Esta particularidad que ubicaría “al hombre” en el centro de la instancia crítica moderna plantea un problema conceptual central a las ciencias raciales. Si la noción de raza coadyuva a la separación de naturaleza y cultura como campos de conocimiento y ontologías diferenciados, cuando se trata de los humanos, purificar la noción de raza de la de cultura (o de naturaleza/biología) no es fácil y los desacuerdos científicos proliferan. La solución de Hegel (y de muchos filósofos y políticos) fue usar la división de la humanidad en razas para situar a unos grupos más cerca de la cultura (el Espíritu) y lejos de la naturaleza (dominándola) y a otros lejos de la cultura y cerca de la naturaleza, siendo dominados por ella. Pero esta solución no purificaba la noción de raza, que seguía siendo producida por dos actitudes conceptuales-políticas: la mezcla de naturaleza y cultura y los intentos de separar ambas. El deseo de purificación, como fundamento de la modernidad y necesidad científica de producir un concepto de raza en el que la naturaleza y la cultura estén claramente demarcados junto con la imposibilidad de hacerlo (por tener la raza “al hombre” como sujeto y objeto de conocimiento), fue muy productivo: consolidó la noción (inestable) de raza mediante la proliferación de diálogos académicos en conflicto (a veces antagónicos) que eran también discusiones ideológicas, en los que, con constancia sorprendente, por un lado se purifica la noción de raza de la de cultura y se la hace naturaleza/biología, y por el otro se argumenta que es también (o solamente) cultura (Barkan, 1996). Gradualmente, la práctica Nazi hace incontrolable la interferencia de la política nacional e internacional en las discusiones raciales, conduciendo a la comunidad científica a descartar “raza” como noción científica a partir de mediados del siglo XX. Al ser eliminada, la definición científica de raza quedó purificada de ideologías políticas, pero la ciencia no eliminó el legado histórico del concepto, ni su hibridez conceptual, ni su fuerza estructural en la distribución del poder y de la organización política.

Aunque ahora se acepta con mucha naturalidad que la raza es “una construcción social”, la discusión sobre cómo ocurre esta construcción y sobre las diferencias entre construcciones locales (centrales y periféricas) continúa. Obviamente, junto con las políticas raciales (racistas y anti-racistas, cotidianas y oficiales), la discusión teórico-política sobre raza contribuye a su formación como concepto, y es parte de ella, como ideología y como práctica. En este proceso los desacuerdos son constitutivos de la categoría; articulados por la percepción de una distribución desigual del conocimiento, alimentan las políticas conceptuales que mencioné antes, construyendo interpretaciones analíticas con poder de interpretación y significación que, cerrando el círculo, entran otra vez a la discusión para ser confirmadas, rechazadas o reformuladas.

“En el principio el Mundo era América”: historia y raza en América Latina

Historia, geografía y raza son categorías cuyas trayectorias se cruzan a partir de los siglos XVIII y XIX, y colaboran en la producción de la jerarquización del mundo conocido, vinculando las ideas de evolución y distribución geográfica de la humanidad. La Humanidad coexistía en distintos niveles de desarrollo, ubicados en regiones del mundo. Europa representaba la civilización, la Historia, siempre el futuro de la Humanidad. África, en cambio, era el primitivismo, el pasado de la Humanidad, la ausencia de Historia—la antítesis histórica de Europa. La idea de que el mundo estaba habitado por grupos que vivían en el pasado de Europa no era nueva en el siglo XIX. Ya en el siglo XVII, John Locke pensaba que “En el principio el mundo era América” (Locke 1970 [1689], sección 49) con lo que quería decir que la América del Norte que tenían que gobernar los ingleses representaba el estadio más incipiente de la evolución humana. Como tal, no tenía gobierno propio; todo en ella era naturaleza, y las relaciones a través de las cuales los pueblos indígenas que las habitaban producían y creaban sociedad no tenían valor histórico ni político. Lo mejor que podían hacer los ingleses era introducir sus propias instituciones y crear gobierno. Situada en Europa, la Historia viajaba por el mundo, incorporando en su dominio a los grupos humanos que no podían gobernarse, o diseminando su espíritu político y su deseo de libertad entre los pueblos que ya estaban listos para hacerlo. Siglos después, en sus escritos sobre el período de las independencias de los países americanos y las nociones de libertad supuestas en el proceso, Hegel decía que “todo lo que pasa en América se origina en Europa” (op.cit. p.117). La posibilidad histórica de las Américas era consecuencia de la presencia Europea en el continente. Karl Marx transformó para la posteridad la dialéctica hegeliana; reemplazó su idealismo con materialismo histórico, pero no rechazó la centralidad de Europa en la construcción de la Historia Universal. Desde su perspectiva, India, por ejemplo, no tuvo Historia hasta que fue colonizada por Gran Bretaña—lo que ocurrió antes no era cambio histórico.

La posibilidad de la Historia coincidía con el grado de desarrollo de formas de gobierno organizadas por la razón. La forma de gobierno racional por excelencia es el Estado liberal o socialista, dependiendo de la ideología del intelectual en cuestión. Dipesh Chakrabarty (2000) llama a esta forma de pensar historicismo, y la define como la actitud analítica según la cual para entender algo hay que imaginarlo como una totalidad que se desarrolla con el tiempo. A su vez, “el tiempo” se usa para medir la distancia cultural (o el grado de desarrollo) que supuestamente separa Europa del resto del mundo. La consecuencia de esta manera de pensar la historia es su colonialidad (cf. Quijano 2000): se convierte en una sala de espera donde las poblaciones no europeas aguardan su europeización, es decir, el momento en que puedan autogobernarse. Mientras están en la sala de espera son gobernadas por la metrópoli responsable de su evolución. Sobre el peligro del auto-gobierno de las masas es elocuente Marx en Dieciocho de Brumario: los campesinos incapaces de representarse a sí mismos, eligen a sátrapas como Luis Bonaparte para que los gobierne. Aunque esta visión ya no tiene la vigencia absoluta que solía tener, sigue teniendo poder explicativo. Ha sido utilizada repetidas veces para explicar, entre otras cosas, lo que las clases políticas latinoamericanas tradicionales han considerado resultados electorales peligrosos para el desarrollo político de los países de la región. En los pocos años que van del siglo XXI hay muchos (¡demasiados!) ejemplos: estoy pensando, concretamente, en la avalancha de análisis periodísticos que provocó el triunfo de Ollanta Humala en la primera vuelta de las elecciones en el Perú en abril del 2006; en las críticas racializadas a Evo Morales, el presidente electo de Bolivia, y su gabinete; en las acusaciones, llenas de disgusto racial, en contra del movimiento de apoyo a Andrés Manuel López Obrador, el candidato presidencial oficialmente derrotado en México en las elecciones del 2006; y en las descripciones de Hugo Chávez como orangután que han circulado en la prensa venezolana. Por otro lado, Álvaro Uribe, el presidente colombiano, es apreciado por su decencia y fuerza política, sin importar que como parte de la Guerra contra las drogas este mismo ordene la fumigación del campo colombiano con pesticidas tóxicos que matan a campesinos, los cuales son concebidos por esta misma política como los aliados ignorantes de narcotraficantes y terroristas. Que las externalidades de la retórica racial organizan la política en América Latina es obvio para muchos. Que estas externalidades tienen como soporte la noción de la Historia no lo es.

El historicismo era hábito analítico en los siglos XIX y XX y hasta podía significar una postura política progresista. Por ejemplo, frente a la propuesta del darwinismo social y su doctrina de la supervivencia de los más fuertes, el liberalismo o el socialismo responderían que la supervivencia no dependía sólo de cualidades innatas, sino de políticas públicas que “elevaran” las capacidades de los inferiores. América Latina empezó su vida como región geo-política en este período y desde un comienzo tuvo que defenderse de la diplomacia agresiva (y obviamente racializada) de los EE.UU. y de Gran Bretaña.[13] Las discusiones acerca de los peligros de la degeneración producida por las mezclas raciales acechaban y cuestionaban la capacidad de la región de autogobernarse. Gustav Le Bon, por ejemplo, era de la opinión de que el destino de América Latina era “regresar a la barbarie primitiva a menos que los EE.UU. le presten el inmenso servicio de conquistarla[14] En el mejor de los casos, el de Hegel por ejemplo, se subordinaba la historicidad de América Latina a la presencia europea en la región. Y cuando los imperialismos se disputan el mercado de la región, y la posibilidad de gobernarla, las élites latinoamericanas tienen la urgencia política de afirmar la identidad regional y diferenciarla de los Estados Unidos, el vecino continental más poderoso y a quien en la vida cotidiana las mismas élites, presas de la hegemonía de la modernidad, imitaban. Inspirada en este sentimiento, la producción intelectual-política latinoamericana de este período se puede interpretar como el esfuerzo por imaginar un proceso histórico singular que incluya a la región en la Historia Universal, pero no como un momento inferior en la evolución de la Humanidad, temporalmente anterior al lugar que entonces ocupaba Europa, y por lo tanto subordinada a ella, sino como una región con personalidad propia, heredera de las civilizaciones hispánicas y pre-hispánicas. Si Raza e Historia colaboran para justificar el dominio imperial de la Europa sajona y de los Estados Unidos, las repúblicas al sur de los Estados Unidos, movilizan los mismos conceptos para afirmar la capacidad de gobierno propio. Esta perspectiva produce la Historia de América Latina, y con ello una región que imagina su proceso evolutivo integrado al proceso histórico mundial, pero con un pasado orgánicamente propio y heredera por lo tanto de un presente legítimamente independiente y soberano. Por ejemplo, para el uruguayo José Enrique Rodó, de gran influencia en el pensamiento conservador de la región a comienzos del siglo pasado, “…tenemos—los americanos latinos—una herencia de raza, una gran tradición étnica que mantener, un vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de la historia, confiando a nuestro honor su continuación en lo futuro”.[15]

El pasado específico a Latinoamérica justificaba su lugar en la historia de la humanidad; la amenaza estadounidense de colonizar cultural y políticamente la región equivaldría a la eliminación, intolerable, de una porción de la Historia Universal. El mexicano José Vasconcelos, conocido como creador de la idea de mestizaje como proyecto racial, es también elocuente con respecto a la singularidad histórica de la región: “La Civilización no se improvisa” escribía en La raza cósmica, “emerge de una larga preparación y purificación de elementos que se transmiten y combinan a través de la Historia. Por eso es estúpido empezar nuestro patriotismo con el grito de independencia de Hidalgo, con la conspiración de Quito, o con los triunfos de Bolívar, porque si no nos enraizamos en Cuauhtemoc y Atahualpa no tendrá soporte alguno” (1925 [1979]: 12). Pero la historia no era provincianamente regional. Había que asumir la herencia que vinculaba a la región con los eventos que integraban la Historia Universal. Entonces continuaba: “Al mismo tiempo tenemos que vincular nuestro patriotismo a su fuente hispánica, y educarla en las lecciones aprendidas de la derrota de Trafalgar y la Armada Invencible que también es nuestra. Si nuestro patriotismo no se identifica con los diferentes estadios del viejo conflicto entre latinos y anglo-sajones, nunca será otra cosa que un regionalismo carente de posibilidad universal” (Vasconcelos, 1925 [1979]: 12). El mestizaje propuesto por Vasconcelos, no sólo expresa la necesidad de construir una nación racial y culturalmente híbrida, aunque este sea el aspecto que más se ha discutido en círculos políticos y académicos. Representaba también un proyecto de incorporación de la región en la Historia Universal, y por lo tanto, en la modernidad como proceso mundial.

El mestizaje no es el único proyecto productor del lugar de América Latina en la Historia Universal. Tampoco es hegemónico en espacios de América Latina donde las élites son presas del temor a la degeneración poblacional que supuestamente las mezclas raciales producirían. Pero, a favor o en contra del mestizaje, la necesidad de modernización era un sentimiento compartido por las élites de Latinoamérica, cuyo nacionalismo además demandaba un proceso propio de inclusión en la Historia Universal. Este proceso tiene un historicismo propio, suscrito a ideas locales de raza, que muestra dos aspectos complementarios: uno es la percepción de subordinación al mundo del Norte (aun cuando “sólo materialmente”); el segundo es la creación de “poblaciones atrasadas” obviamente subordinadas a las elites políticas regionales. “Gobernar es poblar”, escribe el uruguayo José Enrique Rodó (1988:60) repitiendo las palabras del argentino Juan Bautista Alberdi, pero aclara que, además de promover el incremento numérico, poblar significa asimilar al pueblo, educándolo y luego seleccionando entre los más educados para las tareas que las élites no alcancen a ejecutar.[16] Gobernar era crear una distinción implícita entre “poblaciones” y “ciudadanos” semejante a la que discute Partha Chatterjee (2004) para el caso de la India; los primeros serían aquellos en necesidad moral y material. La carencia de los segundos se limitaría a lo material, y sólo en algunos casos. El historicismo organiza conceptualmente esta distinción: mientras que los ciudadanos tenían el derecho (hasta la obligación, dependiendo del nivel de ciudadanía) de participar en la política nacional, las poblaciones debían esperar a alcanzar el nivel moral apropiado para ejercer derechos ciudadanos. Mientras tanto, en la antesala de la historia (cf. Chakrabarty, 2000) el Estado tenía la obligación de educar a sus poblaciones, mejorarlas hasta convertirlas en ciudadanos. La educación emerge como proyecto bio-político (cf. Foucault) por excelencia.

La complicidad entre Raza e Historia en la producción de las jerarquías que constituyen el contrato social moderno no es peculiar a América Latina. Ocurre también en otras partes del mundo. Pero, para que la colaboración interpele en los lugares donde ocurre, las dos categorías dejan la universalidad que les permite viajar y se asientan en traducción con las gramáticas que organizan las jerarquías locales. El proceso de la colonización europea fue posible porque sus instituciones (incluidas sus categorías) ostentan simultáneamente extrema flexibilidad para traducirse localmente, y arrogante rigidez para afirmar su universalismo. En el caso que me ocupa, la raza, por universal que parezca, absorbió pasados locales transformándolos para el futuro, e integrando a América Latina en una Historia Universal, en la que el pasado era pre-hispánico pero también cristiano, el presente era populista pero también elitista, y que predicaba el progreso como resultado de la educación, pero también del color de la piel.

Raza, historicismo, y política: la producción de lo impensable

Los únicos habitantes de América del Sur y de México que sienten la necesidad de independencia [de España] son los Criollos, quienes descienden de una mezcla de indígena y de Español o Portugués. Sólo ellos han obtenido un grado relativamente alto de conciencia de sí mismos y sienten la urgencia de autonomía e independencia. Ellos son los que deciden en sus países. Si bien es cierto que se ha sabido de indígenas que se han identificado con los esfuerzos de los Americanos para crear estados independientes, es posible que muy pocos de entre ellos sean indígenas puros.
- Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1822–1823)[17]

Analizando el silencio sobre la revolución haitiana en la historiografía contemporánea, Michel Rolph Trouillot opina que dicho suceso entró en la historia como un no-evento. Según él, ni siquiera los intelectuales ingleses ni los franceses radicales estaban preparados conceptualmente para pensar “los eventos que remecieron Saint-Domingue entre 1791 y 1804. Eran hechos impensables en el marco del pensamiento occidental” (Trouillot, 1995: 82). Este análisis ha motivado varios comentarios. Susan Buck-Morss, filósofa política, usa el análisis de Trouillot para contextualizar el momento en que Hegel escribe su tratado sobre el amo y el esclavo, que gruesamente coincide con los sucesos de Haití. Según ella, fueron precisamente estos sucesos los que inspiraron dicho tratado, la idea de que sólo la lucha a muerte hace posible la libertad. Hasta allí llega el desafío de Hegel al racismo de la primera mitad del siglo XIX. Luego es presa de él, y en sus siguientes escritos África aparece como el origen, peor aún, la inevitabilidad de la esclavitud, la imposibilidad de la libertad. “A medida que aprendía sobre África, más bruto se volvía” nos dice Buck-Morss explicando al autor de la Filosofía de la Historia, que es la obra de donde procede la cita con la que abro esta sección, en la que Hegel niega la posibilidad histórica de África, región en la que según él reina la irracionalidad de la naturaleza, y la Historia y el Estado son imposibles.[18]

Las condiciones en las que los europeos pensaron la revolución haitiana en el momento en que ocurría ilustra el poder de la colaboración entre Raza e Historia, y su consecuencia, la racialización del conocimiento. Y esta herencia se arrastra más allá del siglo XIX; los análisis históricos en los que la revolución haitiana aparece como tal son muy escasos.[19] Es porque, como explica Michel Rolph Trouillot, entró en la historia como un no-evento, es decir como un evento que no existió en la imaginación política y conceptual dominante, y continuó sin existir en la historiografía dominante.

Alojada en los hábitos de pensar, la raza excede largamente el racismo que discrimina cuerpos y se fija en colores de la piel. Invade las disciplinas (y no sólo las biológicas) y forja, junto con otras herramientas (como las políticas públicas) las condiciones de posibilidad del conocimiento moderno. También elimina posibilidades: crea espacios “imposibles” de pensar. Lo impensable, no es resultado de “ausencias” en la evolución del conocimiento: es resultado de las presencias que le dan forma, haciendo pensables algunas categorías e impensables las que desafían la época, entendida como los hábitos de pensamiento y las prácticas de la circunstancia histórica temporal y geográficamente dominante. Lo impensable es consecuencia de lo pensable de una época, y las épocas son de larga duración.

¿Y qué era lo que “raza” permitía pensar en el siglo XIX americano? ¿Cuáles son las herencias de esas condiciones de pensamiento que todavía organizan las posibilidades del pensamiento hoy? Todo depende de quién hable, o de a quién le esté permitido hablar, y dónde. Pero, yendo por partes, los intelectuales (los oficialmente reconocidos como tales, tradicionales u orgánicos) corroborarían, con ciertos matices, la cita de Hegel con la que abro esta sección. Los criollos mencionados por el filósofo alemán, no le refutarían que son ellos los únicos con capacidad de producir ideas políticas en América Latina, particularmente aquéllas relativas a la libertad e independencia política de Europa. Le refutarían que las producían con identidad propia, y no sólo imitando a los europeos, aunque usaran sus ideas. Estarían sumamente de acuerdo en que la capacidad de pensar políticamente dependería de la posición subjetiva con respecto a la naturaleza. A más indígena, más natural la cultura del individuo, menos capacidad de pensamiento en general, y mayor (o total) ausencia de pensamiento político específicamente. Por eso el mestizaje les resultaba un proyecto no sólo plausible, sino deseable —y en eso Hegel también estaría de acuerdo. Sería el proceso de alejar a las poblaciones de la naturaleza, acercarlas a la razón. Y aquí, “lo pensable” emerge claramente como una relación política de conocimiento, la posición capaz de atribuir capacidad de pensamiento político a ciertos individuos y de negarla a otros.

Para que los “indios” puedan pensar había que educarlos, y sacarlos de su estado “de postración” (De la Cadena, 2005). Para algunos pensadores las posibilidades educativas se limitaban a convertirlos en mejores productores agrícolas. Otros eran más optimistas: se podía hacer ciudadanos de los indios, es decir, habitantes de ciudades—todo era cuestión de paciencia y políticas de desarrollo adecuadas. Pero tanto los que suscribían al mestizaje y los que se oponían a él estaban de acuerdo en que los indios pertenecían al pasado, y por lo tanto, estaban más cerca de la naturaleza, la pre-historia de la Historia. Para unos, lo indígena era un valor a preservar; para otros, un estorbo a retirar. Pero, en uno u otro caso, los intelectuales estaban convencidos de que la política no era un espacio que los indios podían ocupar: eso era impensable. Los movimientos políticos organizados por indígenas representaban un reto a los supuestos ontológicos, epistemológicos e ideológicos de los intelectuales en general, conservadores y progresistas. Desde estos supuestos, el activismo indígena no existía como actividad política: los indios organizaban desórdenes, simples revueltas, siempre el resultado de condiciones externas que exacerbaban la paciencia milenaria de los indios, y despertaban instintos atávicos.[20] Los reclamos, cualquiera fuera su magnitud, no eran considerados manifestación de ideas políticas, aunque siempre se alertaba sobre posibles consecuencias peligrosas. La violencia indígena podía resultar en una guerra de razas. En el otro plano de realidad—el impensable, pero existente—los indígenas participaban en política, y no sólo organizando revueltas. También el voto indígena era decisivo en algunos procesos electorales, y los reclamos de dirigentes aymaras y quechuas, sea a través de acciones directas (como asaltos a haciendas) o mediante negociaciones oficiales, influían en las políticas oficiales de los países andinos (Irurozqui, 1993). Pero esto no entraba en el análisis del imaginario de la época que situaba a los indígenas en la naturaleza, objeto de estudio de las ciencias. Así como a los intelectuales franceses e ingleses les fue imposible pensar en la revolución haitiana como tal, las categorías que utilizaban los intelectuales latinoamericanos no tenían espacio para el indígena como sujeto político.

Estas ideas no se agotaron en el momento histórico de su enunciación; por el contrario, son parte de una época que nos incluye. No se cancelaron cuando la comunidad científica internacional denunció la inutilidad de la definición biológica de raza. La ciencia no eliminó el legado historicista del concepto, ni su fuerza estructural en la organización de los sentimientos, en la distribución del poder y en la organización política, alojadas en la separación entre naturaleza y cultura, y en hábitos de pensar que evalúan el “progreso” según la proximidad a la “cultura”. De manera similar, la colaboración original entre Raza e Historia continúa definiendo el campo de la política, purificándolo de “naturaleza” y recomendando para los excluidos las medidas a las que deben de ser sometidos en la sala de espera hasta cumplir requisitos de ciudadanía. ¿Les vas a preguntar a las llamas y a las vicuñas sobre el tratado de libre comercio? Obviamente el congresista innombrable ignora la larga genealogía que sostiene esta frase, y que representa sentimientos profundos e institucionalizados mediante la división entre naturaleza y cultura como medida para evaluar sociedades humanas en “progreso” de la una a la otra. La política pertenece exclusivamente a “la cultura” y la participación en ella debe medirse por los méritos adquiridos en ese campo. Las llamas son naturaleza; las personas a las cuales el congresista se refirió con ese sustantivo están, según él, demasiado lejos de la cultura y demasiado cerca de la naturaleza para participar en decisiones políticas.

Las discriminaciones autorizadas en el siglo XIX siguen actuando con seguridad, temeridad, y arrogancia aún en la era del multiculturalismo, en el espacio en que “raza” colabora con la Historia (historicista) para definir quién tiene derecho a la auto-representación política, a la ciudadanía, quién no, y los grados en los cuales ese derecho se puede ejercer. Uno de los legados más activos y extendidos de la modernidad es la reverberación de la raza más allá de los colores de la piel.[21] Colorea creencias compartidas por derecha e izquierda ideológicas, y hasta es compatible con el multiculturalismo en tanto éste también puede evaluar “las culturas” de acuerdo a distancias y cercanías culturales con “la naturaleza”. La raza, en colaboración con el historicismo, al incluir y excluir sujetos de la política, señala los límites de la democracia—de ninguna manera puede ésta incluir a la naturaleza. Los “indios” son parte de esta última—como tales no son entes políticos y lo más que se puede es incorporarlos como medio ambiente, y allí “protegerlos”—igual que a “sus recursos”, a los que también se llama recursos naturales para que puedan convenientemente dejar de ser sociales, y por lo tanto, también, dejar de ser propiedad indígena. Y es contra estos límites (incrustados conceptualmente en la división naturaleza/cultura) que “lo impensable” irrumpe, pelea por volverse pensable, por dejar de ser conceptualizado como “naturaleza” para poder ser incluido en el campo de “la política”, es decir el de la “cultura”.[22]

Intelectuales y políticos indígenas han existido desde antes de que se les reconociera a nivel nacional y regional en América Latina. Este reconocimiento no estaba escrito en el guión historicista; es una alteración de la política conceptual de este guión que resulta del enfrentamiento con lo pensable para ampliar algunos de sus límites. El proyecto educativo no era sólo un proyecto de la élite gobernante. Los indígenas exigían educación. Pero su proyecto no era, como en el caso de las élites, una propuesta para trasladar a los indígenas del pasado al presente y fomentar su integración a una nación homogénea. Los indígenas, ocupando el presente, proponían adquirir competencia en español, su escritura y lectura, y así acceder a LOS derechos que ofrecía el estado letrado y ser ciudadanos. El proyecto indígena por la literalidad—la “alfabetización”—alteraba la política dominante pues cuestionaba la definición misma de indio como iletrado, contradecía el proyecto de homogeneidad cultural de la nación, y abría las compuertas para la participación política de los indígenas como tales. Este proceso no ocurre solamente en el nivel de lo concreto; afecta también los conceptos, fuerza las categorías, y expande lo pensable para incluir el reconocimiento del activismo indígena como quehacer político. El proyecto indígena se abre así lugar en la arena de la política hegemónica articulando sus demandas a través “la cultura”, es decir, utilizando los términos (literalmente) aceptables por el contrato social dominante, ocupa el espacio conceptual adjudicado a lo indígena y lo convierte en arena política desde donde reclamar derechos con relativa legitimidad. Ocupando el campo abierto por la noción de cultura, el activismo indígena organiza “movimientos étnicos” ganando reconocimiento como actor político. Este reconocimiento es resultado de un proceso de negociación política—y como tal no es total, ni simplemente inclusivo.El reconocimiento continúa excluyendo aquello que no cabe en lo pensable. Por ejemplo, los dirigentes de los movimientos indígenas son intelectuales, es decir tienen las credenciales para participar en la arena social-política que continúa organizada por raza-historia en alianza epistémica y que admite sujetos localizados cerca de la cultura y lejos de la naturaleza. Sin lugar a dudas, a pesar de su elemento insurgente, los movimientos indígenas son admitidos en la política en las condiciones impuestas por la colonialidad de la política hegemónica. Aún así, alteran la ideología étnica dominante e introducen modificaciones en las taxonomías que pueden ser conservadoras o progresistas. Aunque ésto no corresponda a nuestras posibles sensibilidades de izquierda, no es de sorprender. Las formaciones raciales en Latinoamérica responden de manera compleja a muchas fuerzas en conflicto y, por lo tanto, los procesos de resignificación racial no son necesariamente liberadores; no ofrecen garantía política alguna, como diría Stuart Hall (1996a), pueden situarse en la izquierda y en la derecha. Re-articulando las diferencias con las cuales la raza adquiere significado—clase, género, geografía, sexualidad, educación—la alteración de las ideologías étnicas puede re-instalar la opresión en las instituciones que distribuyen esas diferencias: el Estado, los partidos políticos, el mercado y hasta la democracia.

Finalmente, la política indígena pública (aquella que ocurre mediante agrupaciones reconocidas como confederaciones, gremios, o partidos) supone también una política de lo indígena en la que uno de los elementos en disputa es la autenticidad. Pero se trata de una autenticidad que no se puede analizar usando la oposición entre “hibridez” y “pureza” cultural porque es una autenticidad reclamada desde posiciones de sujeto que aceptan “nunca haber sido modernas” (Latour, 1993). Desde allí, y diferente de quienes se reclaman modernos y viven mezclando (por ejemplo, el poder de la Iglesia y el del Estado) pero a la vez reconocen categorías purificadoras que niegan la mezcla (por ejemplo, sagrado y secular), los indígenas mezclan y purifican sin negar ninguna de las dos prácticas. Desde esta perspectiva se puede ser dirigente sindical “moderno” y también conocer el mundo de manera “no moderna”. El actual presidente de Bolivia, Evo Morales, aymara y dirigente cocalero es un ejemplo bastante elocuente. Sin embargo, para quienes se reclaman modernos, la indigeneidad de Morales es una farsa, un rasgo de oportunismo: desde esa perspectiva no se puede ser “moderno” y “tradicional” a la vez. Lo que está en disputa en este caso es más que ideología política; lo que está en disputa es la relación desde la cual se marcan los conceptos con los cuales se conoce el mundo, los conceptos mismos, y hasta el derecho a existir de los mundos que pueden conocerse. Esta relación, que determina el conocimiento y lo distingue de la creencia, es una de las “externalidades” de la raza.

El mestizaje emerge de esa relación. Es un proyecto histórico de construcción de nación moderna: a cambio de hacer vivir la mezcla racial-cultural que (inevitablemente) lo antecede promete la purificación epistémica de su población, dejando morir aquello que estorba esta homogeneidad. Una vez educados, desaparecerán las creencias de indios, negros y mujeres. En la década de los setenta y ochenta, la presencia de intelectuales indígenas en la esfera política no sólo significó la emergencia de “nuevos actores sociales” sino que expresó el rechazo a la biopolítica del mestizaje y a las categorías conceptuales y prácticas utilizadas en su implementación. El rechazo indígena al mestizaje no es rechazo a la mezcla. Es rechazo a las epistemologías de la modernidad, esas que significan sólo cuando declaran su oposición a la tradición y niegan (con autoridad conceptual) formas de ser “no modernas”. El reclamo indígena se negocia aún entre indígenas y de ninguna manera es por “pureza” cultural.[23] Al contrario—y ésto es más obvio fuera de la esfera de la política pública—es la demanda por más ciencia, mejor economía, más carreteras, mejores escuelas, mejor ubicación urbana, y hasta más castellanización, con el propósito de vivir mejor, mezclando prácticas y maneras de conocer: medicina científica con curanderismo, cronología histórica nacional con memoria local, literalidad con oralidad, lo rural con lo urbano, lenguas indígenas con no indígenas, reciprocidad con mercado. Las propuestas indígenas son plurales y tienen mucho de oportunista en el mejor de los sentidos: no excluyen a priori, y además de rechazar purezas ontológicas, tampoco tienen garantías ideológicas de izquierda o derecha—las posiciones indígenas siempre se negocian en procesos en los que se pierde y se gana, constantemente, sin tregua y, de manera importante, sin programa pre-establecido. En este sentido, las propuestas indígenas indican derroteros indeterminados, y exceden la política indígena conocida.

Y para concluir…¿qué esta pasando ahora?

El movimiento indígena-popular en los Andes rechaza el mestizaje, pero se alía con gente que no se auto-identifica como indígena porque, como ya dije, lo que se rechaza no es la mezcla. Tampoco se rechaza la educación letrada—la cantidad de intelectuales indígenas prominentes (en Ecuador, Bolivia, y Perú) desmentiría cualquier afirmación en ese sentido. Lo que se rechaza es el proyecto educativo estatal, que desde la bio-política hegemónica debía dejar morir prácticas indígenas consideradas obstáculos al desarrollo—capitalista y socialista. Este rechazo no necesariamente se satisface con ofertas multiculturales pues implica una redefinición de lo que consideramos naturaleza—o por lo menos una redefinición de las relaciones con la naturaleza. En Ecuador esta redefinición ha sido inscrita en la nueva Constitución, firmada el 24 de Julio de este año—2008. El Artículo 72 señala:

La naturaleza o Pachamama, donde se reproduce y realiza la vida, tiene derecho a que se respete integralmente su existencia y el mantenimiento y regeneración de sus ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos.[24] (Las cursivas son mías)

De manera similar, en Bolivia el Proyecto de Constitución que se presentará a referéndum el 25 de enero del 2009, señala la intención de re-fundar el Estado “cumpliendo el mandato de nuestros pueblos, con la fortaleza de nuestra Pachamama y gracias a Dios”. Tomando en cuenta preceptos considerados indígenas, el artículo 8 de la Pre-Constitución señala:

El Estado asume y promueve como principios ético-morales de la sociedad plural: ama qhilla, ama llulla, ama suwa (no seas flojo, no seas mentiroso ni seas ladrón), suma qamaña (vivir bien), ñandereko (vida armoniosa), teko kavi (vida buena), ivi maraei (tierra sin mal) y qhapaj ñan (camino o vida noble).

En los dos casos la mezcla es elocuente y fundamental: se transforma el Estado de un modelo singular y Occidental a uno plural, organizado por el diálogo intercultural, realizado en varios idiomas oficiales (el Castellano e idiomas indígenas) y promovedor del “buen vivir”—sumaq kawsay en quichua ecuatoriano y sumaq qamaña en aymara—que en palabras de David Choquehuanca, intelectual indígena y Ministro de Relaciones Exteriores de Bolivia, es diferente al “vivir mejor”.

Mentir no es vivir bien, no trabajar no es vivir bien, explotar al prójimo no es vivir bien, atentar contra la naturaleza no es vivir bien. Posiblemente explotar al prójimo me permita vivir mejor, o atentar contra la naturaleza me permita vivir mejor, nosotros no queremos eso. No queremos que nadie pueda vivir mejor, queremos un día que todos podamos alcanzar a vivir bien. Nuestra cultura de la vida se basa en la relación armoniosa entre los hombres y el hombre con la naturaleza. Dentro de nuestra concepción todos y todo somos parte de la Tierra. Todos somos parte de la vida, todos dependemos de todos.[25]

Las dos Constituciones—documentos modernos por excelencia—parecen inscribir ideas que para muchos son no modernas y de esta manera borran esta distinción, o por lo menos cuestionarían su incompatibilidad. En un Estado plurinacional, donde uno de los preceptos es aceptar la definición de vida interculturalmente, la naturaleza no sería sólo tal; también sería Pachamama, no sólo recurso utilizable, sino también ente animado y siempre en relación con los humanos. A la definición de “naturaleza” y “cultura” que las ubicaba en espacios ontológicos diferentes (la cultura, como campo de agencia humana ejercida sobre la naturaleza, como campo inerte) y que hasta el momento había caracterizado a la Constitución del Estado moderno, se añade un texto constitucional diferente que concibe naturaleza y cultura en relación (de armonía o de conflicto)—y que, como en el caso de la Constitución Ecuatoriana, ya aprobada, otorga derechos a la naturaleza y no sólo a la gente. Por su parte, la pre-constitución boliviana indica que el Estado legitima para los pueblos indígenas “su identidad cultural, creencia religiosa, espiritualidades, prácticas y costumbres, y su propia cosmovisión” así como también “la protección de sus lugares sagrados”.[26] “Vivir bien” propone relaciones de respeto con el entorno que no necesariamente son “eficientes” ni “productivas” ni “racionales”. “Vivir bien” puede contradecir el “vivir mejor” deseado e implementado por el bio-poder del Estado moderno, así como también la lógica de desarrollo económico articulada por el capital.

En el Perú, a pesar de ser bastante marginal en la política reconocida como tal, el movimiento popular se anotó dos victorias en los últimos dos años—y las dos estuvieron articuladas por prácticas del “buen vivir”. La primera significó la derrota de la corporación minera Yanacocha, que pretendía explotar un cerro—el Quilish—que fue defendido como “montaña sagrada” por una coalición de campesinos, organizaciones no gubernamentales, y grupos de ambientalistas. El éxito de la defensa exasperó al Presidente del Perú, quien denunció que tales “objetos sagrados” no existían, que eran un invento de los “perros del hortelano”, guardianes de tierras que están en manos de agentes improductivos (las poblaciones locales: indígenas, campesinos, pescadores, recolectores o lo que fuera) que no quieren que sean utilizadas en beneficio del bien común.[27] A este último, Alan García, el Presidente peruano, lo define en términos del capital neo-liberal para cuya lógica el “vivir bien” no basta y el “vivir mejor” excluye a las poblaciones locales si es necesario.

La última victoria significó otra derrota para el mismo Presidente y su pretensión, mediante Decreto Ley, de reclasificar tierras en la Amazonía para poder entregarlas en concesión a corporaciones mineras y petroleras. El movimiento indígena lideró la demanda de la derogatoria de dicho Decreto Ley, y, apoyado por pobladores locales no indígenas, su fuerza fue imparable: logró que el Congreso de la Nación demandara al Presidente del Perú la derogación de esos decretos por inconstitucionales. En Lima uno de los dirigentes, un joven del grupo Aguajún, y estudiante de Administración de Empresas, en una conferencia de prensa, explicó que el movimiento demandaba coherencia al Estado—“dice que el Estado nos protege, pero si nos quita nuestras tierras, ¿qué tipo de protección es esa? Nosotros nos enfrentamos para continuar nuestra manera de vivir—y hacerlo a nuestra manera, con nuestros conocimientos lo que dicen los ancianos lo vamos a defender”.[28] Refiriéndose al apoyo de la población no indígena dijo “los mestizos se han dado cuenta de la importancia de la madre tierra y nos han apoyado”. A pesar de haber sido derrotado, el Presidente del Perú no tuvo que desmentir la existencia de montañas sagradas. De haber escuchado al joven Aguajún mencionar a la “madre tierra”, quizá lo hubiera desmentido de la misma manera. Hasta el momento no sabemos si el Presidente peruano ha derogado sus Decretos Leyes; le debe costar aceptar que las poblaciones locales—indígenas y no indígenas—elijan vivir bien, despreciando la posibilidad de vivir mejor.

El movimiento indígena-popular se sale del cauce del multiculturalismo. Su propuesta se acerca (sin ser la misma) a lo que Eduardo Viveiros de Castro ha llamado “multinaturalismo”: la posibilidad de que la naturaleza no sea una sola. Definida desde principios de vida diferentes—que pueden definirse, siguiendo a Choquehuanca, como “vivir bien” vs. “vivir mejor”—que actúan sobre una realidad que debe de hacerse común a las diferencias, las múltiples naturalezas (cerro como ente sintiente, cerro como depósito de mineral) entran en la arena política, donde sus definiciones se debaten públicamente, donde se pueden construir puntos de vista compartidos—aunque sea parcialmente. Puede ocurrir en esta situación algo semejante (sin ser exactamente lo mismo) a lo que Marilyn Strathern ha llamado una “conexión parcial”: en este caso, la conversación entre puntos de vista que son “más de uno, pero menos que dos”. Por ejemplo, aunque el movimiento ambientalista no participe de la idea de que la montaña es un ente sintiente, coincide con estos en que no se la debe de destruir. A partir de esa coincidencia—una hegemonía parcial, conectando principios de vida, o si se quiere ontologías, diferentes—se crea la alianza política en defensa de la montaña como entidad que no se debe destruir.

Esta coincidencia entre ambientalistas y poblaciones indígenas surge de una alianza política en contra del capital corporativo que acecha la vida en territorios cuyo uso quiere traducir de ética locales de “vivir bien” a la bio-política productivista del “vivir mejor”. Estimulada por el alza del precio y demanda de minerales, y articulada por el estado neo-liberal que deja el futuro en manos del capital desregulado, la bio-política liberal que dejaba morir y hacía vivir (supuestamente mejor) se ha transformado visiblemente: ahora hace morir poblaciones que “vivían bien”, y que seguramente aceptarían “vivir mejor” en condiciones que no fueran las de su propio exterminio. Y aquí es donde entra nuevamente la raza en mi argumento: cuando Alan García se enfrenta a los pobladores locales y dice públicamente que sus tierras están “ociosas” y que las montañas sagradas no existen, no sólo tilda de inferior a las poblaciones locales y es por ello racista. Las declaraciones del Presidente peruano son una defensa de un modo de conocer y vivir en contra de otro modo de conocer y vivir. Lo que el Presidente defiende está articulado por la misma matriz epistémica que permite el Congresista innombrable que mencioné al comenzar el artículo: quienes no saben a través del saber hegemónico, son naturaleza o están muy cerca de ella. La misma lógica con la que John Locke en el Siglo XVII negó que la actividad agrícola de indios norte-americanos era una actividad productiva, que no salían de los límites “naturales” de producción. La oposición al capital desregulado y a las políticas que quieren permitir que la lógica del “mejor vivir” destruya la vida que ya existe en los territorios a los cuales se le quiere dar acceso, no es sólo oposición ideológica. No sólo se está oponiendo la “izquierda” a la “derecha”. Aunque eso también esta ocurriendo (por lo menos de alguna manera), lo nuevo del momento actual es que se está oponiendo una manera de conocer y vivir (la que acepta que la naturaleza es muchas cosas) a otra manera de conocer y vivir (la que no acepta el multi-naturalismo). La coincidencia entre poblaciones locales y el ambientalismo no es sólo ideológica; puede ser también conceptual. Si es así, el trabajo es arduo—deberá enfrentarse a definiciones universales con las que deberá debatir públicamente. El racismo al que se enfrenta va más allá del disgusto por los cuerpos de los indios. Y la discriminación no es sólo de raza. Se trata de una formación discriminadora con fuerza epistémica que no acepta la simetría con un modo de saber considerado hegemónicamente inferior. Esta hegemonía es una condición de debilidad del movimiento indígena y lo ha sido siempre. Que ahora la hegemonía esté resquebrajada (¡aunque de ninguna manera deshecha!), que a la “naturaleza” se le reconozcan “derechos” en la Constitución Ecuatoriana, que la nueva Constitución Boliviana quiera re-fundar el Estado pluralizándolo hasta incluir el “buen vivir” como principio, abre el momento histórico presente a la posibilidad de un nuevo archivo en el que la ciudad letrada deje de ser dominante y sea capaz de actuar simetrías con inscripciones que no sean universales.


Situated at the crossroads of history and anthropology, Marisol de la Cadena is interested in the articulation of power and knowledge. Within this frame, her book Indigenous Mestizos: The Politics of Race and Culture in Peru (Duke University Press, 2000) is an archival and fieldwork study of the articulation of race, racial categories and racial relations in twentieth century Peru. Her work extends to broader Latin American racial formations, and in particular towards understanding regional forms of whiteness. With several colleagues she works in the formation of a World Anthropologies Network, a process to make visible forms of academic and non-academic anthropologies as they are produced in the peripheries of central modern knowledge.

Her current work is a collaborative investigation on Andean forms of memory, politics, and history with Mariano and Nazario Turpo, Quechua intellectuals and politicians who live in the Peruvian Andes. They are working on Don Mariano’s memories as an indigenous politician, as well as on his ways of knowing. The book (tentatively titled Remembering: A Dialogic Ethnography of the State) will be a hybrid between ethnography and testimonio. In it Mariano and Nazario Turpo discuss their views of the Peruvian state (1930s to the present) and De la Cadena explore the epistemological aspects of their encounter.


Bibliografía

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Notas

[1] Hegel, 1975 [1822–1828]) en Emmanuel Chukwidi Eze 1997 p. 114. El énfasis es mío.

[2] Ibid. p. 142, el énfasis es mío.

[3] La expresión fue vertida durante una conversación entre un periodista peruano, Ramiro Escobar y un hombre llamado Ántero Flores Araoz, representante de un partido político conservador. Ver “Un diálogo inolvidable” 14 de Junio 2006, en www.ideeleradio.org.pe.

[4] Vanessa Verástegui. Comunicación personal.

[5] www.lanacion.com.ar/Archivo/nota.asp?nota_id=773706.

[6] No está demás recordar que la alteración del patrón racista hegemónico antecede a la elección de Evo Morales. El nombramiento de Rigoberta Menchú como Premio Nobel de la Paz es uno de los primeros hitos en esta misma dirección; también lo son las representaciones indígenas en el Congreso de la República de Ecuador, Guatemala, Perú, Colombia, entre otros países de la región.

[7] Los economistas utilizan la noción de “externalidades” para explicar los efectos (positivos o negativos) de una decisión por un actor o conjunto de actores sobre otros que no tomaron parte en la decisión y cuyos intereses no fueron considerados en esta misma. He modificado esta idea para indicar las maneras en las cuales la conexión que existe entre distintos conceptos y disciplinas atraviesa fronteras metodologicas, geograficas y hasta temporales y produce efectos.

[8] Agradezco a Rocío Silva Santisteban por insistir en este punto.

[9] www.indecopi.gob.pe/

[10] buscon.rae.es/draeI/

[11] José Antonio Llorens, comunicación personal. El antropólogo peruano José Antonio Llorens diseñó los métodos y las preguntas para el primer cuestionario creado para identificar la población afro-peruana. El proyecto fue financiado por el Banco Mundial.

[12] Ver también Stoler 2002, De la Cadena 2000.

[13] Incluyendo, por ejemplo, la obra de Madison Grant “The Passing of the Great Race” que se publica po[1] primera vez en 1916.

[14] Citado en Manuel Gonzales Prada: Textos. Una Antología. Editado pro Jorge Ruedas de la Serna, Méjico, SEP/UNAM, 1983. p.33.

[15] es.wikisource.org/wiki/Ariel:_06

[16] es.wikisource.org/wiki/Ariel:_05

[17] Lectures on the Philosophy of World History citado en Race and the Enlightenment. A Reader. Emmanuel Chuwudi Eze, ed. 1997 p.115.

[18] Comentando sobre ambos trabajos, Sybille Fischer, una crítica literaria, argumenta que más que imposible de pensar, el proceso de independencia de Haití fue “des-reconocido” (disavowed) por los intelectuales europeos que vivieron en el momento (Fischer, 2004).

[19] Trouillot comenta como ejemplo que Eric Hobsawm escribe todo un libro The Age of Revolutions 1789–1843, “en el que la revolución haitiana escasamente aparece” (Trouillot, 1995: 99).

[20] Al respecto ver Michel Baud 1996; Silvia Rivera 1986; Marisol de la Cadena 2000.

[21] El ejemplo más ubicuo, y aparentemente inocuo, es la arquitectura de vivienda moderna en los Andes que designa áreas habitacionales para “empleadas domésticas” que no sólo están fuera de los espacios íntimos de los empleadores sino que generalmente están ubicados cerca de las cocinas, y son incómodos, fríos y oscuros.

[22] Esta dinámica supone también una lucha por definir otras epistemologías, es decir otras maneras de conocer—en este caso una manera de conocer que no separe (siempre o de una sola manera) naturaleza de cultura, o que haga visible dicha separación no como hecho “natural” sino como hecho social e histórico (Haraway, 1997). Esto es materia de mayor discusión—por el momento veamos cómo la política indígena ocupa la “cultura”.

[23] La mayor ascendencia entre los indígenas que tiene Evo Morales sobre Felipe Quispe, El Mallku, también indica esto.

[24] www.expreso.ec/pdf/constituciondefinitiva.pdf p. 40. Accessed 11/16/08.

[25] David Choquehuanca “Cultura centenaria y logros del desarrollo: ‘vivir mejor versus vivir bien’” en América Latina en marcha Margarita Gutman, Michael Cohen comp. New Cork: Observatorio Latinoamericano y Ediciones Infinito, 2007.

[26] www.repac.org.bo/html/constitucion/primera_parte.html Accessed 11/16/08.

[27] Alan García, El Comercio, 28 de octubre 2007. Lima, Perú.

[28] Nombre del Dirigente, Conferencia, agosto 31, 2008. Lima.

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