
Memorias de la reconciliación: fotografía y memoria en el Perú de la posguerra
Deborah Poole | Johns Hopkins University
Isaías Rojas Pérez | Rutgers University
Resumen:
Este artículo toma la exhibición peruana Yuyanapaq de la Comisión de Verdad y Reconciliación (CVR) como punto de partida para pensar el lugar de las fotografías en proyectos cuyo fin es rescatar la memoria colectiva en situaciones de “postconflicto”. Comenzamos con un análisis crítico de la propuesta de la CVR peruana de que el acto de ver imágenes de violencia y sufrimiento del pasado contribuye a la formación de una memoria compartida, colectiva y consensual en relación a los orígenes y causas de guerra y violencia. Sugerimos que esta aproximación es facilitada por una comprensión de imágenes fotográficas como argumentos evidentes en sí, históricos y perceptivos desde los cuales las emociones y sensaciones individuales pueden ser interpelados como parte de un acercamiento moral colectivo hacia el pasado. El presente artículo sostiene que es necesario analizar críticamente cómo las tecnologías fotográficas han sido usadas para sustentar una serie de verdades parciales y cambiantes sobre la violencia y para validar percepciones visuales estereotipadas.
"Decir que las fotografías mienten implica que pueden decir la verdad; pero la belleza de su naturaleza es exactamente no decir nada, ni mentir ni no mentir."
—Stanley Cavell (1985, 1)
Siete años después de que la Comisión de Verdad y Reconciliación (CVR) peruana presentara su Informe Final al entonces Presidente Alejandro Toledo, la cuestión de la memoria continúa estando atrapada en una lógica de guerra. A pesar de los esfuerzos concertados de la CVR para convencer a los peruanos de que un futuro democrático es posible solamente si primero llegamos a una comprensión consensual del pasado, muchos en la derecha sugieren que la solución para mirar hacia el futuro es el viejo y simple olvido. Ejemplos de odios y malentendidos suscitados por esta batalla sobre la memoria abundan. Éstos se extienden desde amenazas de muerte y violencia contra el director de la CVR hasta el estribillo de la derecha aparentemente sin fin que denuncia cualquier tentativa de documentar o procesar los abusos de derechos humanos en el pasado, intentos denominados como “apología del terror”. Los miedos movilizados por cualquier gesto hacia la recuperación de la memoria, se pueden medir según las tentativas recientes del gobierno de Alan García por legislar inmunidad para todo el gobierno y los militares que violaron los derechos humanos, incluyendo al mismo García.[1]
En el campo de la cultura, esta lucha por controlar la memoria en Perú también explica el polémico rechazo de la presidencia de Alan García a la oferta del gobierno alemán en abril del 2009: la financiación de la construcción de un Museo de la Memoria. Al principio, García simplemente rechazó los dos millones de dólares para el proyecto, considerando que no reflejaba la verdadera memoria nacional: La “memoria es nacional”—dijo—“y no la provincia de un sólo sector político”.[2] Luego, García acordó a regañadientes aceptar la donación, solamente después de que el intelectual público más famoso de Perú, Mario Vargas Llosa, acusara al gobierno de “intolerancia y carencia de la cultura” (2009). Más recientemente y durante la ceremonia de inauguración del museo, García manifestó que sería útil dejar atrás este episodio de la historia peruana y suprimir la violencia (terrorista). “Este lugar será una escuela de pensamiento”, proclamó García, “de modo que los peruanos puedan reflexionar y desarraigar la intolerancia, que lleva siempre a la violencia y a la muerte… Aquí meditarán cómo, en cierto momento, el destino de nuestra patria fue cambiado. Esto será un templo para el pensamiento”.[3] En el corazón de la polémica—incluyendo la denegación inicial de García al proyecto—se encontraba el hecho de que los promotores del museo previeron el uso de las fotografías extraídas de una exposición anterior a la CVR, Yuyanapaq, para mostrar la devastación material y moral de la guerra. Específicamente propusieron—en palabras de Vargas Llosa—ampliar el proyecto visual de la CVR usando las fotografías como documentos “genuinos, didácticos y estimulantes”, documentos que comunican la necesidad de la “reconciliación, la paz y la coexistencia democrática”.[4]
¿Pero cómo las fotografías enseñan y “estimulan”? ¿Es suficiente sólo mostrar fotografías de la guerra a gente que no tiene ninguna memoria de ella? ¿Cómo navega la gente en la tensión entre fotografías que proponen una versión de la verdad con sus propias memorias y verdades más dispersas y contingentes? En este artículo, consideramos la exhibición original de fotografías de la CVR como un sitio desde el cual pensar cómo las fotografías contribuyen o no al proyecto colectivo de reclamar la memoria y los sueños de un futuro diverso en Perú. Específicamente, analizamos de manera crítica los modos en que la fotografía fue apropiada como fuente colectiva de memoria en la exhibición fotográfica de la CVR montada en Lima en el 2003. Nos centramos particularmente en las dos tesis que animan la Yuyanapaq: (1) que nuestra incapacidad para ver el sufrimiento de otros contribuyó a la proliferación de la violencia en los años 80, y (2) que, por esta razón, el acto de mirar en el presente las fotografías del sufrimiento causado por la violencia en el pasado nos llevará a compartir una memoria colectiva y consensual sobre los orígenes y causas de una guerra que no debe ser repetida.
Tres preguntas servirán de guía para nuestro análisis de las fotografías y de los objetos exhibidos: la primera es de qué manera las confrontaciones individuales y profundamente personales con las fotografías de violencia y sufrimiento se articulan como expresiones de memoria colectiva y pertenencia nacional. La segunda apunta a cómo las características de la imagen fotográfica forman entendimientos sobre la temporalidad de la violencia y la guerra como amenaza futura y como pasado resuelto. La tercera interroga los supuestos y los acuerdos subyacentes en el lenguaje universalizante de responsabilidad moral de la CVR, de su verdad visual y de la reconciliación nacional. Con respecto a las tradiciones históricas de la fotografía peruana y de la cultura visual, nuestro interés particular es entender cómo el proyecto visual de la CVR se confronta con dos tradiciones históricas. La primera pertenece a una arraigada economía visual en la cual, parafraseando a Frantz Fanon, la fotografía funciona como un medio que “fija” al sujeto humano “como un objeto en medio de otros objetos” (1982, 109). Aquí está en juego el grado en el cual fracasa esta profunda genealogía histórica de la “fijación”, y las fotografías que se proponen obtener un reconocimiento del sufrimiento en Yuyanapaq las que también terminan proveyendo una validación perceptiva de toda suerte de estereotipos y divisiones raciales que la CVR misma se esfuerza en condenar y deshacer. La segunda es una tradición más reciente y se relaciona con la guerra y con los años inmediatos a la postguerra cuando las imágenes visuales proporcionaban evidencia empírica para las demandas de verdad que eran entendidas ampliamente como intrínsecamente inestables y sujetas a cambios. Más que basarse en esta experiencia histórica en que las tecnologías fotográficas eran usadas para sostener verdades parciales y cambiantes, la CVR presenta las fotos como argumentos evidentes en sí, históricos y perceptivos, desde los cuales las emociones y sensaciones individuales se pueden articular en términos de compromisos colectivos y morales con el pasado.
Yuyanapaq: para recordar (a través de la fotografía)
Mientras que las audiencias públicas y las estadísticas han sido ampliamente utilizadas por las comisiones de verdad en otras partes, la CVR peruana fue la primera en hacer uso extenso de fotografías como un medio para explotar sentimientos de vergüenza y solidaridad nacional. El tema principal del proyecto visual de la CVR fue, en sus palabras, exponer los “rostros del sufrimiento” ante la mirada colectiva de la nación peruana (Lerner Febres 2003a). Inspirada por las dramáticas imágenes encontradas por sus investigadores en la prensa y los archivos policiales, así como en los archivos personales de los fotógrafos de guerra peruanos, la CVR se dirigió hacia la fotografía como medio para estimular reflexiones sobre el sufrimiento y la violencia. Más específicamente, esperaban que la fotografía llevara a la gente a reflexionar sobre las maneras en que el “fracaso de ver” había contribuido al fracaso de una moral colectiva en el pasado.
¿Pero qué era exactamente aquello que la CVR pedía que viéramos? Como Comisión de Verdad, su misión era recoger documentación de los veinte años del período de guerra; descubrir cuándo y cómo la violencia se desató durante esos veinte años; quiénes eran las víctimas; y quién debía en última instancia ser responsable de las más de 69.000 muertes y desapariciones que resultaron de la guerra (PCM 2001). Es con este fin que la CVR compiló el archivo fotográfico que inspiraría más adelante el montaje de una exposición pública.[5] Sin embargo, en la transición desde el archivo como evidencia al objeto expuesto públicamente, las fotografías experimentaron un cambio importante. Las imágenes que fueron recogidas inicialmente como documentos de apoyo para la reconstrucción de acontecimientos históricos, hoy han sido recolectadas como el guión para una “historia visual del conflicto interno armado en Perú”.[6] Como Roland Barthes y otros han discutido, sin embargo, las fotografías son un “mensaje sin un sólo código” (Barthes 1980, 199). Nuestro conocimiento compartido culturalmente sobre cómo se produce una fotografía nos dice que ésta lleva una necesaria relación “de hecho” con el objeto, persona, lugar o acontecimiento que muestra. Hablamos de esta relación cuando nos referimos al “realismo” de la fotografía. Pero este vínculo indicativo o material de la imagen y su sujeto no implica que será interpretada (o “leída”) de una manera particular. Más bien, las fotografías tienen tantos significados como sus observadores. De hecho, como numerosos críticos desde Barthes a Cavell han observado, lo que la fotografía hace es darnos el hecho simple (aunque evasivo) de que la persona o el acontecimiento fotografiado existió alguna vez. La manera en que interpretamos dicha temporalidad misteriosa de la fotografía es como la de un documento que revela la presencia del pasado que, sin embargo, aún falta por ser capturado. “Una fotografía,” escribe Stanley Cavell, “acentúa la existencia de su tema. (…) La belleza de su naturaleza es exactamente no decir nada” (1985, 4, 1).
La meta del proyecto fotográfico de la CVR, sin embargo, era hacer que las fotografías dijeran algo, y que esto fuera dicho en el registro afectivo y colectivo de la memoria nacional. Las fotografías debían ser hechas para contar una historia que “abriera los ojos de la gente” o “para hacer que vieran” lo que se asumía no habían visto antes. Como dijo Lerner en la inauguración de Yuyanapaq en Lima:
…estas imágenes del dolor desafían la lógica del tiempo—la cual es pasar y desaparecer—para alcanzar una siempre intrigante permanencia. Así, son una expansión del tiempo, de un pasado que se impone en nuestro presente, que nos hace un llamado y nos despierta. Decir que nos despierta no es una manera inexacta de definir el servicio que el CVR quiere ofrecer a la sociedad peruana. Queremos sacudir a la sociedad peruana, para que abra sus ojos y comience a reconocerse en los hechos que tenemos que decir” (2003a).
Con todo, la exposición vino luego de una guerra en la que las imágenes de violencia no sólo circularon extensamente, sino que también fueron ampliamente discutidas. Durante la guerra, las fotografías de cuerpos ensangrentados acusados de “terroristas”, sitios bombardeados y operativos militares enmascarados, saturaron literalmente la prensa nacional. Circularon sin fin, demandando de ellas, por parte de cada lado en el conflicto, la evidencia de la brutalidad de los otros. Fotografías de las matanzas de ocho periodistas en Uchuraccay—imágenes que discutiremos en detalle más adelante- y de los cadáveres del MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru) cuidadosamente dispuestos en Los Molinos, por ejemplo, fueron escudriñadas profundamente desde el principio, no como evidencia de hechos históricos transparentes, sino como documentos sospechosos que hablaban de una escenificación performativa de la historia con fines políticos.[7] Fue famoso el uso extenso y notorio que hizo el régimen de Fujimori de tecnologías visuales, incluyendo fotografías “adulteradas”, para chantajear a sus oponentes, para construir ficciones y verdades parciales sobre la guerra, y finalmente una orgía suicida grabada, para documentar sus propias esferas proliferantes de corrupción (Poole, 2001, 4-6, 47). En tal contexto, muchos—si no todos—los peruanos aprendieron a leer las fotografías, incluyendo en especial a los actores y víctimas de la guerra, con al menos cierto grado de sospecha. Entonces ¿qué significa hablar, como hizo la CVR, de usar las fotografías para conseguir que la gente vea la violencia como si fuera la primera vez?
La exhibición en Lima
Para retener la proliferación de significados de una violencia sin sentido que de otra manera pudo haber emergido de las fotografías, la CVR recolectó fotos para narrar la entrada y salida en la violencia nacional de la guerra civil. Con el fin de obtener acuerdos sobre los hechos del sufrimiento y la guerra, las fotografías fueron reunidas no para hablar de “verdades” históricas específicas, sino que para relatar formas específicas de consenso y de una comunidad moral que enmarcarían la historia de la CVR sobre el fracaso colectivo, y aquello que una nación debería ser. Es en estos dos registros relacionados, de nación e historia, donde la exhibición de fotografías se despliega como sitio desde el cual se le da voz a memorias personales, pero en la forma de una experiencia moral colectiva de la vergüenza. Como ventanas sobre un pasado que ya ha sucedido, la importancia de la fotografía para el espectador individual en el presente, no es problematizada, sino asumida, en cuanto ese espectador siempre ya está pensado como parte de la nación, como sujeto de esta historia. Inversamente, la relación del espectador con el sujeto de la fotografía se enmarca no como experiencia del encuentro o desorientación—o lo que podríamos pensar como un compromiso ético con la humanidad y/o el horror de lo que la fotografía dice—sino, más bien, en términos de una identidad cuya estabilidad y cohesión permanecen largamente sin cuestionar.

Foto: Deborah Poole
Una mirada rápida sobre la disposición física cuidadosamente hecha en la exhibición de Lima, nos aproxima a cómo esta idea de nación enmarca fuertemente la experiencia de la mirada. La exhibición se realizó en la lujosa propiedad de quien una vez fuera una de las familias oligárquicas más famosas de Perú, los Riva Agueros.[8] Los curadores utilizaron la condición semi-destruida del edificio para hacer las fotografías legibles como metáfora arquitectónica de una nación necesitada de ser reconstruida. Las fotografías montadas en un yeso que se resquebrajaba, fueron iluminadas solamente con la luz natural que se filtraba a través de un techo semidestruido. De esta manera, la casa en decadencia fue utilizada para hablar elocuentemente tanto de los efectos de la guerra, como de sus causas, en una sociedad cuya clase dirigente ha vivido históricamente en la ignorancia de la pobreza de las mayorías campesinas del país.
La disposición de la exhibición emplea este sentido alegórico del espacio para crear una historia particular de la nación y de su compromiso con la verdad. Desde la entrada por la Calle Santa Teresa, el visitante recorre a través de 27 salas temáticamente organizadas, los veinte años de conflicto armado. Las primeras cuatro salas ordenan las imágenes que siguen. Éstas presentan una “selección de personajes” y proporcionan un marco cronológico detallado para los cuartos siguientes. En la primera sala (Sala 1) doce fotografías de acontecimientos políticos a partir de los años 70 ilustran los “antecedentes de la guerra”. Los próximos tres cuartos relatan la crónica de “los comienzos de la violencia”, con las primeras acciones armadas de Sendero Luminoso en Ayacucho a principios de los años 80. Se ofrece escasa información para explicar la génesis y naturaleza de estas actividades o—más importante—para diferenciar la autodeclaración de lucha armada del Sendero Luminoso, de las demostraciones masivas y paros de la izquierda en los años 70, las cuales también son retratadas en la exhibición de la Sala 1. En este sentido, una primera exclusión surge para los visitantes cuyas memorias personales han estado relacionadas con las experiencias vividas de la izquierda peruana. Estas experiencias son inmediatamente colocadas en los márgenes de la experiencia nacional, en la cual se considera que “la izquierda”—como antecedente de la violencia—, fue desde un principio parte del “problema”. La asociación entre Sendero y el resto del movimiento democrático de la izquierda peruana, desarmado y diverso, se consolida más a fondo cuando identifca al “subversivo” y la violencia “estratégica” de Sendero Luminoso como constitutivamente diferente de los “excesos accidentales” de las Fuerzas Armadas. No hubo mención alguna en la exhibición acerca del conocido hecho de que las FFAA (desde los años de su intervención en Ayacucho) implementaron una estrategia de contrainsurgencia. En cambio, el texto se refiere a la violencia de las FFAA explicando simplemente que “el ejército y los infantes de marina, en la ausencia de una estrategia antisubversiva adecuada, realizaron terribles excesos contra la población civil".

Crédito: Museo de la Nación
Como antesala histórica para la exhibición, los cuartos también orientaron al visitante a una estrategia interpretativa, según la cual se le asignaban significados a las fotografías a través de los textos que ordenaban las imágenes según acontecimientos o formas históricas específicas de violencia. Así, los textos proporcionaban pistas respecto a cómo las imágenes debían “ser leídas,” sugiriendo tal vez que las fotografías debían ser examinadas de acuerdo a significados previamente acordados. En vez de posibilitar el carácter abierto de la imagen fotográfica, la interpretación de los textos cerraba las fotos en una historia moral de la violencia y de la nación herida. La fragilidad del hecho fotográfico, sin embargo, emergía—inadvertida—casi tan pronto como el visitante pasaba al cuarto siguiente (Sala 5), donde se mostraban fotografías que documentaban los acontecimientos y la investigación que rodearon la matanza de ocho periodistas de la comunidad campesina en la montaña de Uchuraccay[9]. There has been much speculation regarding the circumstances that led up to this tragic episode. One version places responsibility with the Armed Forces for deliberately inciting members of a peasant community (Uchuraccay) to eliminate all outsiders, under the assumption that they were terrorists. Another version, defended by the 1983 Investigative Committee headed by Mario Vargas Llosa, proposed that: “the killings resulted from the ignorance and fear of peasants who mistook the journalists for Senderistas and their cameras and telephoto lens for firearms.”[10] En vez de centrarse en esta controversia, los textos de la Sala 5 eluden cuidadosamente la discusión referente al papel de las FFAA, para acentuar en cambio, cómo ambos lados coincidieron en que era la profunda división de la nación lo que había producido, de alguna manera, estas formas “inexplicables” de violencia.
El 26 de enero de 1983, un grupo de campesinos en la comunidad de Uchuraccay en las montañas alejadas (puna) de Ayacucho mató a ocho periodistas que investigaban una confrontación entre los campesinos y los subversivos (sic). El hecho sacudió la opinión pública e hizo que profundas barreras sociales y culturales en nuestro país se expresaran en las portadas de la prensa. (Figura 3).
En la cobertura de prensa inicial de las matanzas, las fotografías de Retto fueron examinadas para evidenciar la “profunda barrera social y cultural” entre campesinos andinos y la costa moderna criolla del país. La secuencia de fotografías se mueve desde el paisaje antes del encuentro fatal a diversas tomas parciales del encuentro de los periodistas con los campesinos de Uchuraccay. Las más examinadas—y para algunos las más malditas—de estas imágenes muestran a un periodista que se arrodilla mientras que sus compañeros se colocan alrededor de él (Figura 3). En la tierra, entre ellos y los campesinos, está lo que parecen ser sus bolsos o morrales con las cámaras. Esta posición -que podría desde luego ser leída de muchas maneras diferentes- fue interpretada ampliamente como una súplica por misericordia. Otros, leyeron el gesto como prueba de que el equipo de cámaras había incitado la sospecha de los campesinos, y por lo tanto, las muertes de los periodistas. Con todo, el Informe Final del Comité Investigador citó la escena como evidencia “de elementos mágicos y religiosos” de las matanzas y del “abismo cultural profundo” que Vargas Llosa (y sus comisionados) creyeron separaba a los “indios” de Uchurraccay de la modernidad y la nación peruana[11]. Lo que choca aquí es cómo los “significados” de las fotografías pueden ser descifrados solamente porque la narrativa de los acontecimientos se daba por sabida. Estos “significados” adquieren la fuerza de la verdad, pero a través de una carga afectiva que emerge sólo por el miedo a un “otro” cultural peligroso, en una problemática posición de sujeto, desde la cual, se les solicitaba a los peruanos que examinaran esta evidencia de “malententendidos culturales”, los que supuestamente alimentaban la violencia en Perú.

Foto: Oscar Retto
Al investir las fotografías con el poder de actuar como testigo, y usando esta fuerza evidenciadora para canalizar las emociones intangibles del miedo y de la alteridad, el caso de Uchuraccay fijó dos precedentes importantes sobre cómo las imágenes fotográficas circularían en la violencia de los años siguientes. Por una parte, Uchuraccay marcó la inherente inestabilidad -y desconfianza- de la imagen fotográfica. De hecho, como la guerra se extendió, el valor de evidencia de las fotografías de Retto cambió de lugar drásticamente. En un contexto donde la expansión geográfica de la guerra hizo cada vez más difícil hablar de una separación entre las montañas y el resto de la nación, las fotografías dejaron de ser un soporte para el “abismo” espacial e histórico que separaba Uchuraccay de la nación-estado. En cambio, su carácter de evidencia impulsó una búsqueda cada vez más intensa de signos sobre el rol estatal en la vida de los campesinos, y por lo tanto, en la muerte de los periodistas. Esa evidencia fue encontrada bajo una forma indirecta: los bluejeans que se asomaban por un poncho borroso de un campesino particularmente alto y en las botas usadas por otro de ellos. Las investigaciones judiciales subsecuentes encontraron que los campesinos habían actuado bajo las órdenes del personal de la contraguerrilla del Estado, aunque la presencia real de militares en la escena no fue confirmada ni refutada. En marzo de 1987, una corte de Lima condenó tres comuneros de Uchuraccay por el asesinato de los periodistas. En esta ocasión, la corte también pidió una investigación del general Clemente Noel y otros funcionarios militares, como autores intelectuales de los asesinatos, y por obstruir las investigaciones judiciales (Mayer 1991, 489).

Foto: Deborah Poole
Aunque la Sala 5 omitió este apéndice de la historia en la que la fotografía desempeñó un papel crucial en la profundización del escepticismo público sobre los “hechos” de la guerra, sugirió que dentro de esta historia, había solamente un tema: la nación. Como miembros históricamente excluidos de la nación, los campesinos actúan dentro de estala historia de recuperación nacional, como agentes crédulos de la instrucción militar, como salvajes inocentes que confunden el lente teleobjetivo con ametralladoras, o -crucial para los propósitos de la CVR—como víctimas cuya dignidad se puede restaurar solamente a través de la mirada recíproca de la nación como un todo. Esta calidad pasiva del sujeto campesino, sugerimos, es reforzada por una tradición fotográfica en la cual los indígenas aparecen como sujetos mudos, como “tipos” raciales anónimos (Poole 1997). En el contexto de una guerra de la contrainsurgencia donde se pintó a los “subversivos” (algo irónico) con las características del campesino “pasivo” de la montaña, las imágenes (fotográficas) mudas de las víctimas, de los cuerpos y deudos, estabilizaron la historicidad de las fotografías en certezas perceptivas de “tipos” de razas y etnias, junto con la convicción de la CVR de que las divisiones regionales y sociales dentro del país podrían superarse al extraer una voz uniforme de una nación en la cual la vergüenza y el fracaso moral fueran compartidos más o menos siempre, cruzando fronteras y divisiones de clase.
Iconicidad y voz

Foto: Deborah Poole
Si se puede decir que el éxito de la exhibición de Lima radica en el uso creativo del espacio arquitectónico al construir la posición del sujeto de una nación herida, entonces puede decirse también que el patio central con sus imágenes “icónicas” de gran formato, y el reflejo de la piscina central, forman el corazón de la muestra [Figura 5]. Como el visitante pasaba por el patio desde los cuartos relativamente pequeños y a menudo oscuros que lo precedían, el efecto inmediato era el de una extensión o abertura hacia el aire y la luz. Etiquetado en la guía de la exhibición como “Homenaje a las Víctimas”, el patio era también el único lugar donde se permitió al visitante contemplar las imágenes más o menos desde su propia perspectiva. En efecto, a los guardias se les dio la instrucción de permitir que solo algunas personas ingresaran al mismo tiempo al patio central. Los textos explicativos también fueron mantenidos en lo mínimo, y había un claro contraste con muchas de las salas más pequeñas, donde la temporalidad de la imagen fue señalada históricamente como pasado, animando al visitante a examinar las imágenes y refiriéndose a la información o detalles entregados en los textos del panel. El espacio abierto del patio, en cambio, con los grandes formatos y los paneles de gasa (que permitían que la luz pasase ofreciendo una vista borrosa de los cuartos que se ubicaban detrás) animaron una temporalidad particular de la fotografía en sí misma.
Tomadas como grupo, las fotografías del patio central sugirieron un vocabulario visual de dolor en el que el sufrimiento se hizo reconocible a través de los gestos, y de un compromiso con los rostros que no devuelven nuestra mirada. Una fotografía de Óscar Medrano, por ejemplo, muestra la cara medio cubierta de un hombre herido, llamado Celestino Ccente [Figura 5]. La mirada fija de su ojo derecho, hacia el frente y abajo, provoca que imaginemos un espacio vacío, desenfocado. Enmarcado por las columnas y la cornisa de piedra de una pared vieja de la puerta en el centro del patio, este retrato es la primera imagen que enfrenta el visitante al entrar al lugar. La cara de Ccente después se repite y refracta en la piscina de reflejo rectangular del patio, mientras que el visitante se mueve alrededor del cuarto.

Foto: Vera Lenz
Las imágenes restantes en este cuarto—incluyendo dos paisajes de la destrucción que se colgaron en ambos lados de la fotografía de Ccente—trazaban gestos similares de dolor, pérdida y desesperación. Elegida como cubierta para el catálogo de la exhibición, la “Denuncia” de Vera Lenz muestra las manos que acunan una pequeña foto del documento de identidad. Ésta fue elogiada por todos como una de las más conmovedoras de estas imágenes icónicas [Figura 6].
La idea de centrar la exhibición alrededor de un pequeño sistema de imágenes icónicas habla de cómo la comprensión de la CVR puede lograrse, en una visión hecha para unificar e incitar memorias, y con ellas, la postura moral que es requerida para prevenir la recurrencia de la guerra. Como uno de los comisionados de la CVR, Carlos Iván Degregori, lo notó, las imágenes icónicas fueron pensadas para proporcionar “anclas para la memoria” (2002, 7). Al hablar de los hechos históricos, las fotografías, en esta visión de la exhibición, proporcionan la estabilidad y la localización con las cuales la memoria se puede recuperar y rehabilitar como base para la reconciliación y la sanación. Al respecto, el sujeto que reclama una voz por medio de la memoria es claramente la nación. La fragilidad de la memoria que se reclama, sin embargo, cubre las superficies en el cuarto final de la exposición, donde las fotografías suspendidas de documentos de identidad son acompañadas por las grabaciones de los testimonios individuales [Figura 7]. Desde la perspectiva del centro del cuarto o la periferia, las voces individuales emergen en un murmullo incomprensible. Dado que el visitante es forzado a colocarse directamente delante de la imagen para comprender un testimonio, el efecto general es dejar claro, que la fotografía por sí sola, no puede servir como sitio para la recuperación de la memoria. Lo que atrae al espectador a la imagen—y a la memoria contenida en ella— es la voz que se debe buscar activamente dentro del murmullo.[12]

Foto: Deborah Poole
Los comentarios de la exhibición en Lima de Yuyanapaq, proporcionan algunas observaciones sobre cómo los individuos recibieron los mensajes de la exposición, que apelaban a la verdad visual y a la pertenencia nacional. Nuestra primera observación al leer los libros de notas del público de la galería es que hacen escasas referencias a las fotografías mismas. Ningún visitante, por ejemplo, hizo comentarios que reflejaran reacciones a cualquier imagen o fotografía per se. En cambio, la fotografía es invocada como algo oblicuo que nos permite “abrir los ojos” y ver cosas “que no habíamos visto antes”. Sobre esto, la CVR argumentó que el conocimiento conlleva a una consciencia personal. En efecto, el significado común de referirse a esta revelación es a través de la repetición del eslogan de la CVR: “Un país que olvida su historia está destinada a repetirla”.
¿Pero cómo es que el acto de mirar imágenes de la violencia pasada nos lleva a pensar que necesitamos prevenirla en el futuro? Muchos comentarios en el libro de visita se refieren a “revivir” un pasado que ellos ya conocían. Más específicamente, agradecen al TRC por ayudarlos a revivir el pasado. Aquí se puede especular que la temporalidad de la fotografía, en la que el pasado es expresado como presente, provee una ilusión de ver otra vez como si uno estuviera rehabilitando el pasado. Los comentarios también sugieren que el reconocimiento de las formas de sufrimiento que habitan en ese pasado requiere una conexión personal con una memoria del pasado como algo diferente a un hecho o una imagen. La “exposición es impresionante” escribe una mujer, “muestra muchas cosas que vivimos de lejos. Tuvo un impacto porque revive vivencias de cuando era niña”[13]. Aquí la experiencia personal proporciona una ventana para interpretar las fotografías como experiencias anteriores que presentan el espectro de la repetición. En comentarios como éstos, la temporalidad misteriosa de la fotografía—cómo hacer del pasado un presente— guía las reflexiones del visitante en la exposición.
En otros comentarios, la experiencia personal proporciona las bases para cuestionar la verdad que reclama representar la CVR y sus fotografías. Así, por ejemplo, un hombre escribe:
El General Manuel Delgado Rojas, que aparece con un suéter negro en una de las fotografías con Alan García, en el cuarto dedicado a Molinos (matanzas), es responsable de la muerte de siete personas inocentes. Él ordenó que los sobrevivientes del MRTA (militantes) y siete campesinos que no tenían nada que hacer con el asunto…fueran lanzados desde un helicóptero en la selva. Aquí (en la exposición) estos campesinos (son identificados) simplemente como “desaparecidos”.
En éste y otros comentarios, los visitantes expresan sus demandas basándose en el conocimiento de experiencias personales, como contrapunto a la reivindicación implícita de la CVR de hablar por la nación en conjunto. “Soy un sobreviviente del ataque en Soras (Ayacucho) el 12 de diciembre de 1981,” escribe otro visitante. Los “terroristas mataron a más de 82 miembros de la Comunidad; con todo mis paisanos que eran víctimas de la masacre no aparecen (en la exhibición). Soy apenas un soreño más para la historia de Ayacucho”. Otros visitantes se lamentan “de la ausencia y el olvido de los casos de Cayara y La Cantuta”. Estas masacres, aunque ilustradas y brevemente mencionadas en la Sala 21, no fueron ofrecidas como casos “ejemplares”, y así, para estos visitantes, no fueron exhibidas como era debido. Por otra parte, un visitante comenta en el registro de exposición sobre Ayacucho, que hay formas de violencia de género atribuidas al estado que la exhibición de la CVR no incluyó en lo absoluto: “La CVR está evidenciando algunos hechos aislados del período 1980-2000, pero hay mucho más que no ha sido colocado en el material visual, como las violaciones sexuales realizadas por los soldados (cachacos) contra las mujeres, casi muchachas, de apenas 14 o 15 años”.
Es importante observar, sin embargo, que tales formas de desacuerdo con los argumentos de la CVR raramente cuestionan su misión de prevenir una repetición de la violencia y el establecer una conciencia pública de los fracasos morales del pasado. Las críticas más frecuentes en el libro de comentarios al que tuvimos acceso fueron las que decían que se trataba de una “media verdad”. Por una parte, el concepto de “media verdad” también sugiere un reconocimiento implícito de que las formas de consenso que son base del acuerdo moral difieren de las formas del acuerdo a través de las cuales ciertos acontecimientos o hechos se pueden narrar históricamente, o con una historia sobre la guerra misma. En este sentido, la noción de la “media verdad” relega los “rostros del sufrimiento” de la CVR a un reino de hechos o de “efectos empíricos”. Al mismo tiempo, apunta en la dirección de las limitaciones que tiende a desplegar tal forma de narración o de exhibición, como una invitación al consenso moral en que los hechos de la historia no necesariamente iluminan las cuestiones de motivos subyacentes y de culpa. “¿Cuales fueron las causas?” pregunta un visitante. “No podemos permanecer en los efectos”. Otros preguntaron aún más directamente: “¿Cuál es la verdad de la CVR?”
Otras memorias
Los curadores de la CVR también prepararon una exhibición compuesta por 37 fotos que serían mostradas en las provincias donde la CVR había establecido sedes regionales. Concebida como “resumen” de la exposición más grande de Lima, la exhibición itinerante respetó un uso similar del orden cronológico, con los paneles de texto que señalaban su narrativa particular de la guerra. Con motivo de las especificidades regionales en las experiencias de la guerra, los comisionados seleccionaron una foto de gran formato (70x150 cm) que serviría como “foto de apertura”, o imagen icónica, para cada una de las regiones en las que la exposición se mostrara. Las restantes 36 fotos de pequeño formato (60x40 cm) sirvieron como ilustraciones del relato histórico transmitido por la CVR.
La paradoja aquí es que, como un “resumen” de la exhibición principal en Lima, la exposición itinerante se envió a las regiones más afectadas por la guerra como un ejemplo de cómo ésta debía ser “vista”. La paradoja va más allá del obvio hecho de que tal medida simplemente reproduce las “profundas divisiones sociales” que la propia CVR había identificado como alimento de la violencia. Lo que está en juego aquí no es sólo la cuestión de cómo la voz de las personas por las que la CVR afirma hablar se escuchan y se tienen en cuenta en el proyecto visual, sino que, más importante, cómo las víctimas y sobrevivientes movilizan y utilizan la fotografía en sus luchas contra el terrorismo estatal y la violencia. La recepción ayacuchana de la exposición itinerante de Yuyanapaq ayuda a comprender mejor estas cuestiones.
Cuando por primera vez visitamos la exposición en Ayacucho, conocimos a Rosa, una mujer de unos cuarenta años que fue voluntaria de la CVR como supervisora de la exposición. Rosa jugó un activo rol congregando personas a la muestra, que de lo contrario, habría tenido poca asistencia. Las propias reacciones de Rosa a las fotografías sugieren cómo el lenguaje visual de la CVR despertaba recuerdos muy personales de la guerra. “Hemos vivido como ciegos”, es lo que Rosa dice cuando le preguntamos su opinión acerca de la exposición. Caminaba por la habitación y se detuvo ante varias fotos para enfatizar sus pensamientos. “Yo no sabía que todo esto había sucedido”, dijo. Entonces se detuvo frente a la fotografía de un botadero (lugar donde los cadáveres eran lanzados por el ejército) y dijo: “He estado en un lugar como este”. Luego nos contó cómo había tenido que caminar a través de “botaderos” en busca de su padre “desaparecido” por las fuerzas armadas. Recordó con detalle cómo había encontrado el cadáver de su padre en un botadero similar al que se muestra en esta fotografía. Describió la posición del cuerpo la primera vez que lo vio; cómo estaba vestido, cual era el entorno, incluso la expresión de su cara. También recordó cómo su cuerpo había sido parcialmente devorado por animales y buitres cuando regresó más tarde con ayuda para recuperar el cuerpo. Parece que, para aquellos que han sido testigos de tales acontecimientos, la muerte fija la memoria, como si el movimiento de la vida se hubiese detenido. ¿No hay aquí una relación sobre cómo la fotografía en su quietud habla de la muerte? Más importante para nuestros propósitos aquí, es este flujo mnemónico que une la intimidad de la muerte percibida con la distancia de la muerte registrada y en el que difieren en las exposiciones en Lima y Ayacucho. De hecho, uno podría argumentar que la pobre asistencia a la exposición en Ayacucho refleja el hecho de que la muerte, después de haber sido vista, no es algo que alguien busca mirar una y otra vez.
AOtro voluntario de la CVR, Félix, trabajó con organizaciones nacionales de derechos humanos y la CVR en Ayacucho. Félix, sin embargo, no quiere visitar la exposición fotográfica. Cuando le preguntamos por qué, nos dijo: "No estoy interesado en recordar. He experimentado todo esto directamente y ha habido demasiado sufrimiento. No es una buena noticia para nosotros (ayacuchanos)”. Cuando le preguntamos si la guerra, el sufrimiento, sería una noticia para alguien, él contestó:
Hay gente que recién ahora parece darse cuenta de lo que sucedió en Ayacucho. Aquí no podemos decir: "Mira, no sabía que esto había sucedido”. La gente sabe, la gente ha visto...sólo que no quiere recordar. Ha habido demasiado sufrimiento y muerte terrible. Cada día aparecían muertos en las calles. Eso no era más una noticia. Lo que fue noticia ocurrió cuando los cadáveres no fueron encontrados en las calles. Las personas asesinadas eran dejadas en las calles. Sus cuerpos mutilados. Otros cuerpos quedaron colgando en los postes eléctricos, sin ojos, con sus lenguas cortadas, con sus genitales mutilados... Se utilizaba tirar los cuerpos por todas partes. He visto directamente cómo las personas fueron asesinadas. Delante de mí, tres tipos le dispararon, matándolo, y luego huyeron. ¿Por qué debería mirar de nuevo lo que ya he visto con mis propios ojos?
Para Félix, entonces, la exposición sirve para marcar la brecha que separaba a quienes, como él, habían vivido la guerra en Ayacucho, de quienes la habían visto desde Lima.
Comentarios dejados por los visitantes en el álbum de la galería, indican que los ayacuchanos tuvieron otras respuestas similares, en que las fotografías se interpretaban no como "noticias", sino más bien como una confirmación de historias y recuerdos que provenían de sus experiencias personales con la guerra en Ayacucho. Al igual que en el libro de comentarios de Lima, el acto de traer recuerdos personales para influir en el discurso institucional de la CVR toma más frecuentemente la forma de hacer notar sus "verdades parciales”. A diferencia de Lima, sin embargo, varios visitantes a la exposición de Ayacucho cuestionaron la existencia misma de la exposición fotográfica. “El contenido de estas fotos sobre los acontecimientos que tuvieron lugar durante la violencia política es realmente desgarrador. Debemos dejar de mostrar estos eventos. Vamos a dejarlos para la historia”. O bien “¿Qué quieren mostrar? Tal vez quieren asustar a la gente con lo que podría ocurrir si hay un rebrote de Sendero Luminoso, o lo que realmente quieren mostrar es ¿por qué sucedió?”

Foto: Ernesto Jiménez.
La política de la mirada implícita en estos comentarios también puede ser vista según la manera en que las víctimas de la violencia estatal movilizaron la fotografía durante y después de la guerra. Por ejemplo, la “imagen icónica” elegida por la exhibición de Ayacucho muestra un grupo de campesinos en un edificio municipal de Ayacucho [Figura 8]. Al fondo, retratos de héroes nacionales y militares que habían nacido en la región sugieren cómo los espacios públicos y la memoria nacional son actualizados por tecnologías visuales específicas. La presencia de los campesinos en este espacio sugiere una memoria nacional disruptiva y ocupada por otras memorias diferentes a las sancionadas oficialmente. Además, estas víctimas movilizan—problematizan—fotografías que estaban hechas por el estado como un ritual para garantizar derechos y ciudadanía a sus sujetos. La demanda que acompaña a las fotografías—tal conforme aparezca vivo”—es una clara demanda de justicia, como demanda de que el estado mire las fotos de quienes han desaparecido. Claramente, si a la CVR le concierne volver a dirigirse a una negación histórica para ahora ver, entonces el sujeto “que no ve” la violencia en esta foto, no es el ciudadano sino que el estado.
Conclusiones
Yuyay es un verbo quechua que significa pensar o recordar. Como verbo, es un acto que se despliega, como el pensamiento mismo, a través del tiempo y en relación con la persona que realiza el acto de pensar. Con la adición del sufijo –ri, el verbo adquiere una connotación reflexiva, y un sentido más limitado. Ya no es utilizado para referirse al pensamiento en general; yuyariy se refiere a una forma de pensamiento que implica la memoria, o el acto reflexivo de pensar sobre el pasado. Con la adición del sufijo —na, yuya se convierte en un sustantivo: "pensamiento" o "memoria”. Con el sufijo adicional, -paq, mquiere decir “para”, yuyana adquiere de alguna manera un giro temporal algo diferente. Menos orientados hacia el pasado que se recuerda, que para un futuro para el cual este pasado tiene sentido, la actividad reflexiva del pensamiento se transforma a través de estas tres letras del sufijo—esta sílaba pequeña, y muy ligeramente glotalizadas—en un acto intencional y con el propósito de que la memoria se convierta en un nombre, en una cosa que puede ser reclamada, provocada e incitada. Como tal, yuyanapaq es a la vez un nombre particularmente apto para una exposición que fue creada y diseñada para provocar y mantener una memoria colectiva de la guerra que puede constituirse en la memoria nacional de la guerra, y un síntoma que habla de las formas sociales de ansiedad que rondan la exposición de la CVR. La idea de Alan García de que el Museo de la Memoria debe ser una "escuela de pensamiento" resuena con esta ansiedad de controlar el pasado y lo que puede decirse al respecto, no sólo en términos de constitución de verdades particulares y silencios, sobre la guerra, si no también en términos de imaginar un futuro (neoliberal) de la comunidad política. En su formulación críptica, García parece estar sugiriendo que la única posibilidad de evitar la repetición de la violencia en el futuro es que la nación como un todo abrace su proyecto neoliberal.
Viniendo como lo hizo, tras una guerra donde la "verdad de la fotografía" había sido desestabilizada por demandas en competencia tanto de la historia como de la verdad, la exposición de la CVR presenta una cronología de hechos e íconos del sufrimiento como parte de un proyecto para restaurar la conciencia moral de la nación como sujeto colectivo. La nación que figura en este discurso moral, sin embargo, es aquella mediante la que sólo puede haber una verdad, la cual puede ser transmitida a través de un relato (y revisualización) de los acontecimientos, hechos y sentimientos que, juntos, constituyen "la guerra”. Lo que nos interesa aquí sobre esta aproximación a la verdad que se dice, es lo que revela sobre el poder de la fotografía como un medio que, fácilmente podría suponerse, transmite la facticidad de los acontecimientos históricos. Al igual que los hechos, a las fotografías en la exposición de la CVR se les atribuye la capacidad de “hablar por sí mismas “. Este enfoque supone, por un lado, cierta uniformidad o acuerdo sobre la forma en que la idea de la historia misma será evaluada y traducida en un tipo de reflexión personal que puede producir una “reconciliación nacional”. Como hemos visto en las respuestas de algunos ayacuchanos con los que hemos podido hablar, esta suposición no siempre está garantizada, tanto por las variadas experiencias personales de la gente en la guerra, como porque la memoria en sí no siempre tiene el mismo sentido, variando según las formas en que diferentes comunidades rehabilitan los mundos heredados de la violencia y la guerra civil. Para aquellos campesinos ayacuchanos, por ejemplo, que necesitan relacionarse y habitar mundos donde las divisiones entre “terrorista” y vecino y hecho y sospecha, no se delimitan fácilmente, el valor agregado al acto de recordar—como una vivencia en el pasado—es sustancialmente diferente al de una persona joven en Lima para quien las fotografías revelan sorprendentes noticias de que hubo muertes, desapariciones y una complicidad generalizada en la guerra de la contrainsurgencia del Perú.
Por último, como ya hemos sugerido, la dinámica específica de una cultura visual en el que la fotografía se ha utilizado, durante más de un siglo, para estabilizar las categorías de raza, origen étnico y la “otredad”, no opera en la humanista CVR y su, sin duda, bien intencionado proyecto de hacer transversales los "Rostros de Sufrimiento" a las profundas divisiones de raza y clase del Perú moderno. Tales suposiciones acerca de la universalidad del “lenguaje de la fotografía”, sugerimos, va en contra de un mundo del lenguaje y la experiencia en la que “el otro” se reconoce primero en términos étnicos o raciales, y sólo entonces es reconocido como humano[14]
Al abrazar la promesa ilusoria de que la fotografía puede, de alguna manera, trascender tiempo y lugar, las suposiciones acerca de su universalidad o “facticidad” también, sin embargo, rozan la capacidad que tiene la fotografía para crear una distancia escéptica entre quien ve y lo visto. Para Martin Heidegger, esta distancia habla con un ethos característico de la modernidad, como una época en la que nuestro destino es relacionarnos con el mundo como una “foto” o vista. Observada desde tal perspectiva, la fotografía parece inevitablemente ligada al dilema del sujeto moderno como incapaz de responder al mundo que habita, en tanto que el mundo siempre se percibe como una representación o imagen de lo que ya ha pasado[15]. Sin embargo, lo que la CVR quiere que hagamos es que usemos nuestras reacciones a las fotografías para repensar nuestras responsabilidades éticas en el presente, así como repensar nuestras relaciones con los diversos “otros” que forman la nación peruana. Está en juego aquí una particular comprensión de lo que constituye los términos del compromiso moral o ético. Con la presentación de las fotografías como los hechos, y la “nación” como un sujeto histórico singular, la CVR parece sugerir que nuestra interpretación de los hechos y de los motivos morales para la construcción de una colectividad (mejor) se basa en formas similares de acuerdo. ¿Qué sucede con este argumento, esta manera de leer la fotografía como ícono de sufrimiento y de la nación, si se introduce el fantasma de la discrepancia y la pluralidad como los motivos que fundamentan la reconciliación y la comunidad? Más específicamente ¿cómo puede el desacuerdo que se presentó en una exposición fotográfica que busca crear la reconciliación e incitar a la reflexión de acontecimientos recientes? Estas preguntas, sobre el desacuerdo y la pluralidad, son totalmente pertinentes para el proyecto del Museo de la Memoria. Mientras que el acuerdo—o el consenso— puede ser necesario para evaluar las cuestiones de culpabilidad y la sanción jurídica, ni los futuros nacionales ni las reivindicaciones morales que decidirán estos futuros pueden ser fundamentados a partir del lenguaje evidencial del “hecho fotográfico” o por cualquier otro idioma que se utilice de igual forma para reclamar un consenso total sobre los “hechos” de la violencia y el sufrimiento.
Traducido del inglés por Sebastian Reyes Gil
Notas
[1] El decreto legislativo 1097 aprobado por el gobierno hace que los crímenes contra los derechos humanos anteriores al 2003, estén sujetos a estatutos de limitación. El decreto iba a beneficiar a personas con penas o perseguidas por violaciones a los derechos humanos como el ex-Presidente Alberto Fujimori y su brazo derecho Vladimiro Montesinos. Una amplia fuerza opositora forzó al gobierno a retractarse y pedirle al congreso que rechace el decreto a mediados de septiembre del 2010. El ex Ministro de Defensa, Rafael Rey, fue el estratega detrás de esta amnistía de facto. Rey y el Vice-presidente Luis Giampietri han realizado una activa campaña en favor de los militares desde posiciones de poder en el régimen de Alan García, argumentando que nunca cometieron ningún crimen contra los derechos humanos durante la campaña contra Sendero Luminoso. También han insistido que la CVR ha calumniado a las FFAA peruanas. Ver “El Ejército Peruano no ha violado ningún derecho humano," El Comercio, 15 de marzo del 2010 [consultado el 15 de noviembre del 2010].
[2] Citado en “García: Museo de Memoria no refleja la visión nacional”, El Comercio, 1 de marzo del 2009 [consultado el 15 de noviembre del 2010].
[3] “Este lugar será una escuela de pensamiento para que todos los peruanos puedan reflexionar y desterrar la intolerancia que conduce siempre a la violencia y a la muerte… Aquí meditarán cómo, en un momento, cambió el destino de la patria. Será un templo del pensamiento”. Citado en “Perú coloca primera piedra de Museo de la Memoria sobre Guerra Interna”. Agence France Presse, 4 de noviembre del 2010, [consultado el 15 de noviembre del 2010].
[4] Siguiendo esta controversia, García delegó a Vargas Llosa como la cabeza de la comisión que desarrollaría el proyecto del Museo de la Memoria. Pero Vargas Llosa renunció en Septiembre de 2010 en protesta por el decreto 1097. En su carta de renuncia, Vargas Llosa dijo que: Hay en mi opinión una incompatibilidad esencial, por un a parte, en promover un monumento que da homenaje a las víctimas de la violencia que Sendero Luminoso desató en 1980, y, abrir a través de una artimaña judicial la prisión para quienes, en el marco de esta desastrosa rebelión de fanáticos que también cometieron horrendos crímenes y contribuyeron al odio, el sufrimiento y el derramamiento de sangre en la sociedad peruana”. Citado en La Mula [consultado el 15 de noviembre del 2010].
[5] Este archivo fotográfico se llamó el Banco de Imágenes, del cual la CVR dice lo siguiente, Banco de Imagnes: cerca de 1700 fotografías forman parte de un completo archivo con individuos, el Estado, la comunidad académica, las organizaciones sociales, las iglesias, las Organizaciones No Gubernamentales, y la población completa que tendrá acceso a la página web de la Comisión de Verdad y Reconciliación.” [consultado el 16 de junio del 2010].
[6] El subtítulo del catálogo que acompaña el catálogo de la exposición explícitamante señala esta idea. “Yuyanapaq. Para Recordar. 1980-2000. Relato Visual del Conflicto Armado Interno en el Perú “. En el mismo catálogo, encontramos la siguiente afirmación: “Ésta es pues, fundamentalmente, una documentación de la resistencia de miles de hombres y mujeres del Perú, en cuyos rostros de desolación y perplejidad ante la tragedia, hallamos el mejor comentario moral—testimonio y enseñanza—y al mismo tiempo, un mandato perentorio: el de no consentir el olvido indiferente o interesado, la obligación de escribir nuestra historia reciente con conocimiento de causa e integrando en ella la memoria de quienes la padecieron en silencio” (2003b).
[7] El 28 de abril de 1989 una columna del MRTA sufrió una emboscada por el ejército en el caserío de Los Molinos, Junin, en los Andes centrales peruanos. La guerrilla iba en dos camiones a tomar control de la ciudad de Tarma. La emboscada resultó en 62 muertos por parte de el MRTA. El hecho de que no hubiesen heridos o prisioneros hace creíble las acusaciones de ejecuciones extra-judiciales por parte de las FFAA. Los cuerpos de los 62 muertos fueron cuidadosamente arreglados para su muestra en público, y las fotografías mostrando al Presidente Alan García inspeccionando las filas de cadáveres circularon ampliamente en las noticias de la televisión en los medios escritos.
[8] La exhibición fue inaugurada el 9 de Agosto de 2003. La Casa Riva-Aguero fue el lugar de exposición por casi dos años. Subsecuentemente, la exhibición fue transferida al Museo nacional del Perú.
[9] Los periodistas, que habían viajado desde Lima a las montañas de Ayacucho, para confirmar los alegatos gubernamentales sobre las revultas campesinas contra Sendero Luminoso, fueron asesinados en febrero de 1983. El gobierno preparó un comité investigador encabezado por Mario Vargas Llosa. El comité emitió un controversial titulado Informe de la Comision Investigadora de los Sucesos de Uchuraccay. Las fotos tomadas por el periodista Oscar Retto, como si él y sus amigos hubiesen sido asesinados, fueron usadas por la investigación como material de evidencia. Subsecuentemente, Vargas Llosa publicó un relato periodístico sobre los asesinatos, titulado “Inquest in the Andes” (Pesquisa en los Andes), New York Times Magazine, 31 de julio de 1983. Para la imagen de Vargas Llosa de Uchuraccay, ver Mayer, 1991 y Del Pino, 2003
[10] Expertos que prepararon los reportes para la comisión, apuntaron que tales factores “culturales”, como la ignorancia de los indios sobre las leyes y moral de la nación, su sentido diferente de la culpa, su profundo conservadurismo y su tradicional belicosidad. El historiador legal Fenrnando de Trazeginis, por ejemplo, observó que: “Los campesinos de Uchuraccay declararon que ellos estaban a favor del presidente Balaunde y el gobierno, y repitieron esta afirmación varias veces. Sin embargo, estas no fueron las declaraciones pacifistas que cualquier otro aliado o ciudadano consciente de sus derechos civiles pueda haber realizado. En vez, son las declaraciones de una tribu o nación que decide ratificar su alianza con otra tribu o nación envuelta en una guerra en curso. Ver Fernando de Trazegnies Granda, “Informe a la Comisión Investigadora de los Sucesos de Uchuraccay” (citado en Vargas Llosa et al., 1983, 29). Ver también Vargas Llosa 1983.
[11] “Esta historia (de grupos étnicos Iquichanos) está caracterizada por largos períodos de casi total aislamiento y por erupciones de guerra constante por parte de estas comunidades en los eventos de la región o de la nación. (…) es ciertamente difícil definir el grupo Ichicano como una tribu en el estricto sentido de la palabra, pero parece evidente, por la información examinada, que los Ichicanos poseen una latente estructura intercomunal, que se manifiesta constantemente en situaciones críticas y marcan un alto grado de solidaridad regional. Es probable que las circunstancias del mes de Enero precipitaran una nueva manifestación de estas latencias” (Vargas Llosa et al., 1983: 38-45).
[12] Aquí podemos comparar el impacto de la voz con las observaciones de Derrida sobre cómo el status de la fotografía, como evidencia jurídica, afirma con una voz humana (generalmente la de la fotografía) en la corte (Derrida, 2002).
[13] Estos comentarios son tomados de las copias de aquellos hechos en las exhibiciones de Lima y Ayacucho que están en los archivos de los autores. Presumiblemente estas copias están también en el Centro de Información para la Memoria Colectiva y los Derechos Humanos de la Defensoría del Pueblo en Lima.
[14] Sobre las cuestiones raciales en el lenguaje de Perú, ver Callirgos, 1993 y de la Cadena, 2000. En otro ejemplo sobre lo fuertemente que está asociada la fotografía a la raza, cuando las familias de las víctimas de Uchuraccay montaron una exhibición caracterizando las fotografías de Retto en la ciudad de Huamanga (Ayacucho), los campesinos de Uchuraccay objetaron enérgicamente que las fotografías y la exhibición en general los retrataran como “indios” viviendo fuera de la nación moderna (del Pino, 2003).
[15] Como contrapunto a esta visión de la fotografía, podemos volver a las observaciones de Cavell de que la reivindicación tecnológica de la fotografía no son tanto representar o retratar, sino que transcribir. A diferencia de la pintura, Cavell argumenta que la fotografía no registra una representación o semejanza, sino que un hecho de la existencia. Al mismo tiempo, y especialmente en un contexto como el del post-conflicto en Perú, encontramos desestabilizadora la noción de la transparencia que parece subrayar la reivindicación de que la fotografía permite a diferentes partes del mundo “atraer la atención de acuerdo a su peso natural” (Cavell, 1979: 25; 1985).
Obras citadas
Barthes, Roland. 1981. Camera Lucida: Reflections on Photography. Translated by Richard Howard. London: Vintage
Callirgos, Juan Carlos. 1993. Racismo: La Cuestión del Uno y del Otro. Lima: DESCO, Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo.
Cavell, Stanley. 1979. The World Viewed. Reflections on the Ontology of Film. Cambridge: University Press.
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Degregori, Carlos Iván. 2002. “La otra cara de la verdad.” In Testigos de la verdad: Banco de Imágenes. Lima: CVR.
De la Cadena, Marisol. 2000. Indigenous Mestizos: The Politics of Race and Culture in Cuzco, Peru, 1919-1991. Durham: Duke University Press, 2000.
Del Pino, Ponciano. 2003. “Uchuraccay: Memoria y representación de la violencia política en los Andes.” In Jamás tan cerca arremetió lo lejos: Memoria y violencia política en el Perú. Edited by Carlos Iván Degregori, 49-93. Lima: IEP.
Derrida, Jacques. 2002. “The Archive Market: Truth, Testimony, Evidence.” In Echographies of Television, edited by Jacques Derrida and Bernard Steigler, translated by Jennifer Bajorek, 82–99. Cambridge, UK: Polity Press.
Fanon, Frantz. 1982, 1967. Black Skins, White Masks. Translated by Charles Lam Markmann. New York: Grove Press.
Heidegger, Martin. 1977. “The Age of the World Picture.” In The Question Concerning Technology and Other Essays. Translated and edited by William Levitt, 115–154. New York: Harper & Row.
Lerner Febres, Salomón. 2003a. “Inauguración de la Exposición Fotográfica Yuyanapaq. Palabras del Presidente de la CVR,” last accessed June 16, 2010.
--------. 2003b. In Yuyanapaq. Para Recordar, author's translation, 17-20. Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú.
Mayer, Enrique. 1991. “Peru In Deep Trouble: Mario Vargas Llosa's ‘Inquest in the Andes’ Reexamined.” Cultural Anthropology 6, no. 4: 466–504.
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--------. “El Perú no necesita museos.” 2009. El Comercio, March 08.
Vargas Llosa, Mario, Abraham Guzmán Figueroa, and Mario Castro Arenas. 1983. Informe de la comisión Investigadora de los sucesos de Uchuraccay.Lima: Editora Perú.