Carrie Mae Weems, From Here I Saw What Happened and I Cried (Desde aquí vi lo que pasó y lloré), paneles 4 y 5 (un debate antropológico / y un sujeto fotográfico), 1995-1996. fotografía teñida. cortesía de la artista y de la jack shainman gallery, ny.
Carrie Mae Weems, From Here I Saw What Happened and I Cried (Desde aquí vi lo que pasó y lloré), paneles 4 y 5 (un debate antropológico / y un sujeto fotográfico), 1995-1996. fotografía teñida. cortesía de la artista y de la jack shainman gallery, ny.

Tras la visualidad del rostro esclavo: Exploraciones para un archivo[1]

Resumen:Este ensayo interroga la desaparición del rostro del esclavo, como elemento dominante y distintivo del archivo visual de la esclavitud transatlántica, y rastrea cuatro escenarios discursivos que dan cuenta de su fugaz y excepcional 'aparición' dentro del género del retrato, tanto al interior de las propias lógicas representacionales de la sociedad esclavista como de la cultura visual del liberalismo abolicionista que se opuso a ella. Estos incluyen las prácticas retratistas de las culturas cortesanas de los siglos XVI y XVII que fueron más tarde apropiadas por la burguesía mercantil del siglo XVIII; las discursividades sobre la maestría artística dentro de las cuales el dominio pictórico del rostro negro esclavizado sirvió como índice de mérito y destreza; los discursos de ley con sus imperativos de evidencia; y el desarrollo de los discursos del racismo científico dentro de los cuales la representación pictórica del rostro jugó un papel central en la producción de los tipos y categorías de esta pseudociencia ascendente en el siglo XIX.

Preliminares

“Estiba del barco negrero inglés ‘Brookes’ bajo el acta de regulación del comercio de esclavos de 1788”. Publicada por primera vez en 1789. Referencia de imagen E014, según aparece en slaveryimages.org, compilado por Jeffrey Handler y Michael Tuite y patrocinado por la Virginia Foundation for the Humanities y la University of Virginia Library.

Aparte de un rico y complejo acervo cultural, si algo también nos dejaron los cuatro siglos de la brutal trata transatlántica y la igualmente centenaria violencia de las grandes plantaciones esclavistas en las Américas es el legado anónimo, asediante y espectral de millones de seres sin rostro. Nuestra memoria visual de la esclavitud está, en no poca medida, estructurada por una desigual distribución de la visibilidad. Se trata de un imaginario habitado asimétricamente por la inscripción intensa (hípervisual, si se quiere) del suplicio infinito de cuerpos sin nombre, de un lado, y del otro, por rostros que se desdibujan en perfiles difusos, en sombras indistinguibles, sobre aquello que entonces se nos ofrece como una visible pero inidentificable superficie sufriente. Esta disolución del rostro en el cuerpo, propia de la lógica des-subjetivizadora del moderno régimen de la gran plantación y de sus máquinas de olvido, no estuvo menos ausente de las retóricas visuales abolicionistas que quisieron socavarla y cuyos lenguajes, muchas veces no exentos de voyeurismo y paternalismo, han venido a marcar nuestros imaginarios presentes sobre la esclavitud.

En su celo por hacer de la violencia esclavista uno de los capítulos más abyectos en la historia universal de la infamia, la cultura visual del liberalismo abolicionista (tanto en su primer momento de las luchas en contra de la trata, hacia finales del siglo XVIII, como de la esclavitud misma a lo largo del XIX) insistiría justamente en el despliegue ostentoso del cuerpo vulnerabilizado como evidencia de la naturaleza criminal del régimen, convirtiéndolo en su emblema. No otra cosa encontramos en algunas de las más icónicas imágenes producidas o resignificadas al interior de estas campañas y en las que el rostro esclavo aparece diluido ya en masas indiferenciadas de cuerpos sometidos (fig. 1), bajo el peso implacable de las cicatrices de un cuerpo violentado (fig. 2) o bien borrado del todo por el espectáculo de la máscara de tortura (fig. 3). Es este archivo de la subyugación el que ha tendido a dominar en nuestros imaginarios del pasado esclavista y que por ello mismo hace difícil pensar otras visualidades en las que tal vez se registren modalidades insospechadas en los funcionamientos de las culturas de la esclavitud. Por ejemplo, ¿qué otros relatos del esclavismo emergerían si en lugar de fijar la vista sobre el cuerpo la tornáramos momentáneamente hacia el rostro esclavo y hacia los desordenados y escasos expedientes que en determinadas instancias históricas han dado cuenta de su existencia singular y contingente en el retrato pictórico? ¿Qué tipo de archivo, aún dentro de su desarticulación, se visibilizaría en ese recorte? ¿Y qué diferentes prácticas del dominio esclavista (prácticas “suaves”) vendrían a deslindarse allí junto o tras aquellas que se espectacularizan en el uso de las cadenas, la máscara, el cepo y el látigo?

Marcas del castigo impuesto a una sirvienta negra en Richmond, Virginia
“Marcas del castigo impuesto a una sirvienta negra en Richmond, Virginia”. Harper’s Weekly, 28 de Julio, 1866. p. 477.Fuente

Indudablemente, en la lógica material y simbólica de la esclavitud de plantación—y en gran parte de sus resemantizaciones abolicionistas—el cuerpo del esclavo fue dimensionalizado de formas extremadamente restrictivas y de acuerdo a una racionalidad rígidamente instrumental (primero en términos económicos, luego en términos morales): cuerpo destinado a habitar el presente eterno de la producción, cuerpo para la reproducción y el castigo, cuerpo para la ejemplaridad. Dentro de esa lógica se pretendía que el cuerpo esclavo fuera la morada de un no-sujeto, una entidad desprovista de memoria e historia; el esclavo como pura corporalidad e inmanencia—que su historia fuera la del sufrimiento del cuerpo, que fuera más cuerpo que rostro. Contrario a ella, el retratismo (en sus diferentes y problemáticas permutaciones antes de las variaciones e instrumentalizaciones introducidas por las fotografía en el siglo XIX y especialmente en el género alto del retrato al óleo) ha sido concebido en la moderna tradición pictórica occidental como una de las tecnologías de representación privilegiadas para la producción del sujeto en su ilusión metafísica de estabilidad, autonomía, autoposesión, soberanía y trascendencia así como documento para una posteridad. Esto es: justamente de todo aquello que constituye “lo otro” de la condición esclava. Es por ello que la presencia esclava en el retrato comportaría entonces, como lo ha visto David Bindman, un carácter oximorónico[2].

Careta de hierro, collar, grilletes, y espuelas
“Careta de hierro, collar, grilletes, y espuelas”. De Thomas Branagan, The Penitential Tyrant; or, Slave Trader Reformed (El tirano penitencial: o, el negrero reformado) (New York, 1807), p. 271. Referencia de imagen NW0192, según aparece en slaveryimages.org, compilado por Jeffrey Handler y Michael Tuite y patrocinado por la Virginia Foundation for the Humanities y la University of Virginia Library.

Dada esta aparente contradicción filosófica entre los tempranos supuestos del género retratístico y la racializada condición esclava moderna, ¿qué ha dado cuenta, entonces, de la infrecuente, y a pesar de ello consistente, inserción del rostro esclavo en la esfera de las altas representaciones visuales modernas, de las que el retrato al óleo fue, en un primer momento, epítome—a ser seguido más tarde, bajo otros regímenes de visualidad, por el retrato fotográfico? ¿Qué condiciones han posibilitado esta inserción y con qué efectos? ¿Qué prácticas de archivo, finalmente, han regido, en distintas instancias, la visualización y conservación de esos rostros en el campo de las producciones simbólicas? Y utilizo el concepto de archivo aquí no sólo en un sentido convencional sino, principalmente, en el sentido que Foucault le ha dado al término. Si convencionalmente entendemos por archivo la “suma de todos los textos [o de las imágenes, para los propósitos que aquí nos ocupan] que una cultura ha guardado en su poder como documentos de su propio pasado, o como testimonio de su identidad mantenida” junto con las instituciones que los preservan, en la teorización de Foucault, que no excluye totalmente estos usos sino que los resignifica dentro de un nuevo aparato teórico, el archivo comporta sobre todo funciones de ley. El archivo, dice Foucault es “la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares” y los dispositivos que permiten que ellos “no se amontonen en una multitud amorfa”. En otras palabras, el archivo es un dispositivo de regulación y de ordenamiento discursivos. Para propósitos nuestros—para una reflexión sobre la constitución de la visualidad del esclavo en cuanto rostro—diríamos entonces que el archivo al que nos referimos acá tiene más bien que ver con el establecimiento de la ley de lo que puede ser visto (visualizado; esto es, la ley de la visualización); con el sistema que rige la aparición de las imágenes como acontecimientos singulares y los dispositivos que permitirían que ellas en efecto, no se amontonen en una multitud amorfa sino que se puedan agrupar en figuras distintas, de acuerdo a regularidades específicas. Ello aún, según Foucault también lo ha advertido, cuando éstas conlleven en sí el germen de su propia desarticulación y reorganización—esto es: incluyendo su potencial de fuga<[3].

Cuatro escenarios discursivos podrían dar cuenta preliminar de cómo se generó esta “aparición” del rostro esclavo en la esfera del retratismo y nos permitirían comenzar a conjeturar algunos de los principios y modalidades de su heterotópica archivación: (1) los discursos de legitimidad y prestigio genealógicos que se generaron al interior de las culturas cortesanas a partir del siglo XVI y que fueron más tarde apropiados por la triunfante burguesía mercantil del siglo XVIII; (2) las discursividades sobre maestría artística dentro de las cuales el dominio pictórico del rostro esclavo vino a desplegarse, en momentos significativos y heterogéneos de la esclavitud transatlántica, como manifestación de las destrezas técnicas del pintor o pintora; (3) los discursos de ley con sus imperativos de evidencia para los cuales la descripción precisa de las señas del esclavo, incluyendo su rostro, devino un elemento fundamental en el registro de su identidad— primero como “criminal” y más adelante, dentro de las retóricas abolicionistas, como sujeto de verdad e inocencia; y (4) el desarrollo de discursos que hoy reconocemos bajo el término de “racismo científico” dentro de los cuales la descripción detallada de la corporalidad esclava terminó dándonos también la imagen de un rostro que en su especificidad en cuanto objeto desafió las convenciones del “tipo” para rozarse enfáticamente con las del “retrato”.

Cada una de estas discursividades, inadvertidamente, fue armando ciertos expedientes en torno al rostro esclavo que hoy, sesgadamente, nos ofrecen un desordenado corpus para elaborar el archivo de su visualidad y complicar nuestro entendimiento de las hetoregéneas lógicas visuales que vinieron a estructurar las culturas de la esclavitud transatlántica con sus modernas variaciones en torno al tema de lo humano como propiedad. Estas distintas instancias nos permiten construir una suerte de periplo histórico que se extiende desde la intersección de las culturas cortesanas con la emergente trata esclava en el siglo XVI, pasando por las lógica de la ley carcelaria de la plantación, hasta el cruce entre política y ciencia que vino a legitimar el moribundo orden esclavista en el siglo XIX; y también nos permite establecer una cartografía preliminar de sus lugares. Son estos cuatro escenarios paradigmáticos los que me interesa explorar a fin de esquematizar (así sea de manera, sin duda, insuficiente) algunos de sus funcionamientos específicos reparando en instancias concretas de su materialización. De lo que se trata es de hacer un recorrido somero a través de estos escenarios y de examinar una serie de materiales emblemáticos que dan cuenta del horizonte de problemáticas que los constituyen. Este ensayo es simplemente eso, un intento de ensayar e imaginar la posible estructura del archivo del rostro esclavo.

Escenario #1: Discursividades genealógicas y simbolizaciones cortesanas

Los discursos de prestigio genealógico que se generaron al interior de las culturas cortesanas a partir del siglo XVI (ligados a la legitimación de la sucesión política y de la herencia sobre la propiedad en las estructuras de Antiguo Régimen), y cuyos lenguajes más tarde apropiara la triunfante burguesía mercantil del siglo XVIII para semantizar su recién adquirido poder, fueron tal vez el primer escenario que habilitó el asomo del rostro esclavo en el género alto del retrato al óleo[4]. La inserción de figuras esclavas en estos lienzos fue un elemento clave para visibilizar nociones de jerarquía, linaje y distinción social y, en ocasiones, también como manifestación de sus perversiones. Antes de encontrar paradero último en el museo, estos retratos estuvieron mayormente destinados a adornar los interiores domésticos y semi-privados tanto de las élites aristocráticas como los de sus posteriores émulos burgueses. En ocasiones también sirvieron como objetos de intercambio (de regalos) entre sectores de poder para consolidar alianzas y afectos políticos. Buena parte de ellos son retratos de familia pero un número significativo son imágenes individualizadas de caballeros y damas, quienes sistemáticamente aparecen como objetos de admiración, e inclusive de adoración, por parte del esclavo o esclava. Colocados de trasfondo o en un plano inferior, y las más de las veces vestidos elegantemente de pajes, estos rostros esclavos (la mayoría de ellos niños) siempre miran hacia arriba, en dirección a sus amos, convirtiéndose así en el significante visible (literalizado) de la posición superior de sus dueños.

Tiziano, Laura de Dianti (1523–1525). Óleo sobre tela. Colección Kisters, Suiza.
Fuente

Significativa e irónicamente, el más antiguo de estos retratos de índole cortesana pertenece, sin embargo, a una mujer de orígenes plebeyos. Se trata de la concubina del Duque de Ferrara, Laura de Dianti, pintada por Tiziano hacia 1523 (fig. 4). Hay quien ha argumentado que en el momento en el que se pintó este retrato, Dianti se había convertido en la tercera esposa del poderoso Duque (ya viudo desde 1519 de la legendaria Lucrecia de Borgia) y que en cierta medida el retrato es el testimonio de su ascenso social; o, podríamos decir, que fue una de las tecnologías que vino a producir visualmente este ascenso y a cimentar una nueva o deseada identidad social. Su vestimenta suntuosa, de azules y amarillos vaporosos, el tocado exótico (de reverberaciones turco-otomanas, tan a la moda en la época), el hecho mismo de ser sujeto del retrato, pero especialmente la presencia del paje negro inclinado amorosa e íntimamente sobre su regazo dan cuenta sobrada de una posición social dignificada. “None but a princess in those days indulge in the luxury of an Ethiopian page”, han indicado dos críticos[5]. No se sabe de cierto si en efecto Dianti llegó a ser esposa legítima del Duque de Ferrara, pero de lo que no hay ninguna duda es de que gozó de una consideración superior (dándole el hijo varón reconocido que las demandas de transmisión genealógica requerían[6]) y de que en este retrato la presencia del esclavo es su significante.

Anthony van Dyck, La princesa Henrietta de Lorraine (1634)
Anthony van Dyck, La princesa Henrietta de Lorraine (1634). Óleo sobre tela. The Iveagh Bequest, Kenwood House, Londres, RU/ English Heritage Photo Library / The Bridgeman Art Library.

En esta temprana imagen, momento iniciático de una moderna economía de la visualidad cortesana vinculada al emergente comercio esclavista en Africa, se deslindan claramente las funciones semióticas/transformadoras del rostro esclavo (particularmente dramatizadas por el nacimiento “no-noble” de la Dianti) que vendrían a justificar estructuralmente su inserción en el retratismo al óleo por los próximos dos siglos—por ejemplo en los retratos de la Princesa Henrietta Lorraine de Van Dyck, realizado en 1634 (fig. 5) o en el de la Duquesa de Portsmouth de Pierre Mignard, datado en 1682 (fig. 6)[7]. Visualizando una renovada metafísica del sujeto, en este retrato ya está en producción la moderna maquinaria simbólica imperial/colonial mediante la cual el esclavo (las colonias, Africa) devendría “el otro” frente al cual se establece la esencialidad del uno europeo. Se trata de un paradigma visual constituido, aún con sus zonas de fuga, por una serie de dicotomías—blanco/negro, alto/bajo, voluminoso/pequeño, madurez/infancia, esencial/inesencial—y en el que el rostro y la mirada del esclavo se encuentran absortos y anhelantes (salidos de sí) sobre un sujeto que se muestra performativamente ajeno a su presencia y en aparente total control sobre sí mismo. En el caso de los retratos de esclavos/pajes con damas estas dualidades se producen en una dinámica de intensa proximidad corporal rayana entre lo maternal y lo erótico (que con otras inflexiones de género también se encuentran, según veremos, en los retratos de caballero). Control de sí e indiferencia simulada (no dependiente) ante el otro estructuran la economía gestual del dominio en estas obras; una gestualidad de la indiferencia que se despliega enfática ante aquel o aquella (y ésta es otra convención del paradigma) que en el legado documental del retrato raras veces fue reconocido con un nombre[8].

Pierre Mignard, Louise Renée de Penancoet de Kéroüalle, duquesa de Portsmouth
Pierre Mignard, Louise Renée de Penancoet de Kéroüalle, duquesa de Portsmouth(1682). Óleo sobre tela. National Portrait Gallery, Londres. Foto © National Portrait Gallery, Londres.

Con la crisis política y cultural del Antiguo Régimen que se acelera hacia finales del siglo XVIII en el mundo transatlántico, y de los que las emergentes campañas en contra de la trata y de la esclavitud formaron parte, los retratos de esclavos/pajes comenzarían a desaparecer como significantes de prestigio en las visualidades burguesas. No obstante, es notable cómo en plena coyuntura revolucionaria (estructurada ideológicamente por ideas de libertad, igualdad y fraternidad), el héroe patricio de la independencia norteamericana, George Washington, volvería sobre esta iconografía en vías ya de extinción para fijar mediante el retratismo su entrada a la inmortalidad en tanto fundador de una nueva nación. Dos imágenes en particular registran con diversos acentos y resonancias la refuncionalización del rostro esclavo en ese momento de liminalidades políticas—y es difícil no ver en estas inserciones semicortesanas una prefiguración simbólica de la obstinada continuidad del régimen esclavista en los Estados Unidos hasta ya entrada la segunda mitad del siglo XIX. La primera de ellas tiene que ver con el escenario homosocial de la guerra y la segunda con el espacio hetorofamiliar de la interioridad doméstica. Con los retratos de Washington llega a un momento de cierre la presencia del rostro esclavo en las visualizaciones de la caballerosidad cortesana pero, de un modo perverso, ellos también marcan un giro en la visualización del tipo de intimidad corporal entre ama y esclavo que se había inaugurado con el retrato de Laura de Dianti.

John Trumbull, George Washington (1780)
John Trumbull, George Washington (1780). Óleo sobre tela. Metropolitan Museum of Art, Nueva York. Legado de Charles Allen Munn, 1924. © Metropolitan Museum of Art/Art Resource, NY.

En 1780, el artista/patriota John Trumbull hizo un retrato militar de aire romántico en el que Washington aparece con su esclavo personal (su “valet”) William “Billy” Lee (fig. 7). Se trata de un retrato de cuerpo entero que estuvo destinado a conmemorar las decisivas acciones militares dirigidas por Washington en 1775 y en las que los patriotas lograron controlar el valle del río Hudson, dándoles un golpe grave a las fuerzas realistas y al poder estratégico de su marina. En la imagen Washington aparece relajado y firme sobre un promontorio rocoso cerca del borde de un precipicio y confrontando con mirada casi soñolienta pero segura al espectador. Tras su espalda, cual si fuera una sombra, está el esclavo vestido elegantemente a la usanza cortesana de un paje. Va con casaca y con el tocado turco-otomano de color rojo, tan caro a las aristocracias europeas. El matiz del color de su piel se asemeja al del animal y sosteniendo la brida parece más bien uno con él (nótese que el caballo también lleva un pequeño adorno rojo en la cabeza, cerca de la oreja izquierda, que hace eco con el adorno del esclavo). Aunque sabemos que Lee participó activamente en la revolución de independencia al lado de su amo (y que fue el único de los esclavos que Washington libertó en su testamento “por sus servicios en la guerra revolucionaria” y no por los que le prestara a él personalmente[9]), aquí sin embargo no lo vemos con la disposición guerrera del excelente jinete que sabemos era, sino con un gesto aprehensivo en el rostro, como de angustia; y con su cuerpo semioculto tras el caballo. Siguiendo las convenciones cortesanas, mira hacia arriba en dirección al héroe que se mantiene impávido en medio del fragor de la guerra y ajeno a la tímida presencia de su subalterno.

William Dobson, Retrato de John, 1er Lord Byron (ca. 1643).
William Dobson, Retrato de John, 1er Lord Byron (ca. 1643). Óleo sobre tela. © Tabley House Collection, University of Manchester, RU / The Bridgeman Art Library.

Irónicamente (dadas sus antagónicas visiones ideológicas), esta imagen no se encuentra tan distante, en términos de sus lenguajes visuales y de composición, del extraordinario retrato del primer Lord Byron pintado hacia 1643 por William Dobson (fig. 8) en ocasión de su triunfo sobre las fuerzas pro-parlamentarias en la Batalla de Newberry, y por cuyos servicios en favor de las prerrogativas absolutistas de la monarquía inglesa recibiera del rey Charles I el título de barón. Afín a la obra de Trumbull, en este retrato de un aristócrata inglés la figura esclava se encuentra composicionalmente alineada con el eje de distinción que separa visualmente lo humano de lo animal—aunque en este caso la asociación esclavo/caballo esté marcada por el contraste del color (i.e. paje/negro y animal/blanco). Al igual que Washington, Byron también le da la espalda a su esclavo/animal y mira con seguridad (más bien con soberbia) al espectador mientras señala con el dedo índice hacia el campo de sus triunfos. El esclavo, por su parte y semejante a Lee, aparece vestido suntuosamente, con ropaje aterciopelado, y mirando hacia arriba, con un tinte de aprehensión subordinada en la mirada, hacia ese amo que lo ignora. Como en Tiziano y la mayoría de los retratos de esclavos cortesanos de los que tengamos cuenta (pero ciertamente distinto a Trumbull) en la obra de Dobson lo que también le falta al sirviente es un nombre. Por el contrario, y significativamente, son pocos (o ninguno) los retratos en los que Washington aparezca con un esclavo para el cual no tengamos algún tipo de documentación, así sea incidental, que no nos lleve a su nombre o que nos permita conjeturar con cierta confianza su identidad. ¿Qué da cuenta de esta diferencia con respecto a los materiales disponibles para un archivo del rostro esclavo en las formaciones cortesanas previas? ¿Cuándo pudo el nombre del esclavo perseguir la ficción visual de su rostro, hasta hoy anónimo y catalogado, si acaso, bajo la rúbrica “criado negro”, “paje” o “sirviente negro” (pocas veces bajo el más violento “esclavo”)? ¿Qué prácticas de archivo han posibilitado esta reunificación?

Comenzando con los esclavos que aparecen en los retratos de Washington hacia finales del siglo XVIII se podría decir que el paradigma del retratismo cortesano encontró un límite desarticulador que estuvo asociado a la emergencia del nacionalismo republicano, a las discursividades históricas desigualmente democratizantes que vinieron a sustentarlo y a la progresiva institucionalización de los archivos de las localidades y de la nación que guardaron y preservaron sus documentos. Dar cuenta de los orígenes y del devenir de la patria mediante la documentación minuciosa de la vida de sus héroes fundadores y, selectivamente, de los esfuerzos colectivos ha sido tarea fundamental en esta empresa. Con el afán de construir los protagonismos patricios, el errático acopio de esta documentación (de la cual el retratismo formó parte) ha dado inadvertidamente margen a la recopilación, las más de las veces accidentada, de materiales para un eventual relato e identificación de historias y conocimientos subyugados. Es así como sabemos no sólo de las hazañas militares y de las gestiones políticas de un Washington sino también de su dentadura postiza, junto a los intensos debates para saber si ésta estaba hecha de madera o de marfil; de su inclinación o no a la mentira cuando de niño cortó sin permiso el cerezo de su padre; así como de los nombres de su cocinero esclavo (y cimarrón), Henry, y de otros domésticos bajo su autoridad (la mitad de los cuales también se dieron al cimarronaje) así como el de su leal valet William “Billy” Lee. Si, para decirlo con ideas afines a Marcia Pointon[10], en el legado del retratismo cortesano el habitus del rostro anónimo del esclavo lo es la bien documentada identidad del amo, en la fronteras ambiguas del nacionalismo republicano el gesto metonímico de construir el corpus nacional en el cuerpo del héroe patricio no pudo dejar de legarnos con él sus sombras, sus escondidas prótesis y sus protuberancias. Y es en ellas que hallamos, más allá de cualquier intención originaria, el nombre del rostro esclavo.

Edward Savage y David Edwin, basado en Edward Savage, The Washington Family (La familia Washington, 1798)
Edward Savage y David Edwin, basado en Edward Savage, The Washington Family (La familia Washington, 1798). Grabado graneado. National Portrait Gallery, Smithsonian Institution, Washington, DC. Foto: National Portrait Gallery, Smithsonian Institution/Art Resource, NY.

Con relación a esta liminalidad republicana importa también considerar un segundo retrato de Washington que superficialmente se nos ofrece como el reverso de la efigie militar hecha por Trumbull y que nos permite plantear otro asunto fundamental de los archivos del rostro esclavo que sobrevivirá más allá de sus modalidades cortesanas: la problemática de la intimidad esclavista y sus visualizaciones. Se trata de un retrato de familia, en un interior doméstico idealizado con mirador al Potomac, pintado al óleo por Edward Savage entre 1789 y 1796. Este cuadro familiar es también una escena política en el sentido de que en él se representa el establecimiento de la nueva capital de la nación, el Distrito de Columbia, cuyo mapa es atentamente examinado por las mujeres del grupo. De este óleo se hicieron múltiples grabados, desde finales del siglo XVIII, y litografías, más tarde en el XIX—incluyendo un grabado del propio Savage de1798 (fig. 9). En éste, Savage no sólo reprodujo la imagen de su óleo sino que la acompañó de una inscripción, en inglés y francés, en la que se indica el título de la obra (The Washington Family/La Famile de Washington) y se identifica a los miembros de la familia representados en la imagen (George Washington, his lady, and their Grandchildren by the name of Curtis). El único personaje que no es reconocido en el título de este grabado es el esclavo doméstico que aparece de pie a la derecha (casi al borde del marco tras la figura de Martha Washington), pero que sabemos es Christopher Sheels—el sobrino de Billy Lee que vino a sustituirlo en el servicio personal a Washington una vez que el antiguo paje quedara físicamente inutilizado.

Eugenio y Maurício, Fernando Simões Barbosa com ama de leite (Fernando Simões Barbosa con nodriza, s/f).
Eugenio y Maurício, Fernando Simões Barbosa com ama de leite (Fernando Simões Barbosa con nodriza, s/f). Carte de visite. Coleção Francisco Rodrigues, Fundação Joaquim Nabuco, Recife, Pernambuco, Brasil. Fuente

Al igual que la imagen de Trumbull, la obra de Savage participa de algunas de las convenciones del retrato cortesano pero ya asordinadas. Sheels aparece vestido elegantemente, aunque sin exotismos orientalistas, y con la mano posada en el interior del chaleco a la usanza masculina de la época. En este interior doméstico, el esclavo no ha sido colocado de espaldas a su amo sino puesto frente con frente a él, listo para responder a su mirada y a sus órdenes. Si algo, Sheels es la sombra de Martha, a cuya dotación originalmente pertenecía. En esta composición es difícil no advertir iconográficamente una inversión de la posición de los cuerpos del amo y el esclavo que estructuraron el retrato cortesano. Mayor en edad que los muchos pajes que le sirvieron de perritos falderos a esas damas (o de valet a los caballeros en los campos de guerra), la presencia de Sheels en esta obra es más bien sobria y dignificada en su servilismo. Habita el interior del espacio familiar pero su contacto con el cuerpo de los amos se ha modificado moderando la intimidad que marcaba la relación del paje/niño con el cuerpo de su dueña y estableciendo un nuevo tipo de distancia con el del amo varón. De modo que con esta imagen se alteran dos de los ejes principales que habían organizado la economía de los cuerpos en una parte significativa del retratismo cortesano: la ostensiblemente visibilizada pareja homosocial en la que el esclavo aparecía como la sombra de su dueño, como proyección de su cuerpo y, por ello mismo, indisociable de éste; y la intensamente visible intimidad física entre ama y esclavo que encontramos en los retratos de dama y que no estaba exenta de sugestiones libidinales bajo el tamiz retórico de la maternidad.

El hieratismo de Sheel intensifica ruidosamente esta diferencia y parecería metaforizar una nueva frontera simbólica que marca el paso (pero también las continuidades) de lo cortesano a lo nacional republicano y que pide mayor investigación. ¿Qué nuevas reorganizaciones en la visualización de la proximidad entre amos y esclavos se demarcan con ella? ¿Representa, en realidad, un corte? ¿Qué da cuenta de él y cuáles serían sus sentidos? Su exploración tal vez nos permitiría darle densidad histórica al camino de la visualización del rostro esclavo que va de la libidinalidad maternal de una Laura de Dianti en el siglo XVI a esa espectacular economía de los contactos corporales que más tarde en el siglo XIX vendría a visualizarse en los retratos de nodrizas y amas de leite a todo lo largo de las sociedades esclavistas americanas y en las que a primera vista se advierte una inversión del legado iconográfico del retratismo cortesano (como en el retrato de Fernando Simões Barbosa com ama de leite, fig. 10). En ellos es la esclava negra (adulta) la que aparece como madre y sombra del infante blanco. ¿Qué historias ya no sólo del prestigio y de la distinción sino de las relaciones entre intimidad, erotismo y poder se visualizan y subliman en la emergencia del esclavo en cuanto rostro en la persistentes retóricas genealógicas que no mueren con el fin de las culturas cortesanas?[11]

Escenario #2: Del dominio del rostro esclavo como índice de maestría artística

Diego Velázquez, Juan de Pareja(1650).
Diego Velázquez, Juan de Pareja(1650). Óleo sobre tela. Metropolitan Museum of Art, Nueva York. Adquisición, Fletcher y Rogers Funds y legado de Miss Adelaide Milton de Groot (1876-1967), por intercambio, complementado por obsequios de los amigos del Museo, 1971. Foto: Malcolm Varon. © Metropolitan Museum of Art/Art Resource, NY.

El segundo escenario discursivo que da cuenta de la “aparición” del rostro esclavo en el género retratístico tiene que ver con ciertos momento breves, pero altamente significativos, en la historia de la esclavitud transatlántica y del arte occidental, cuando el dominio pictórico del rostro esclavo se desplegó como manifestación de las destrezas técnicas del pintor o pintora en coyunturas de incertidumbre respecto a su propia autoridad, valía o potencial mercantil. Distinto al ejercicio del retratismo cortesano, que tuvo una larga y compleja duración y que nos permite identificar momentos de emergencia y de cierre así como ciertos principios estéticos e ideológicos generales que coexisten con una variedad de modalidades particulares, este segundo escenario tiende a ser más reducido y fragmentario pero no por ello menos discernible. De él tenemos dos de los retratos (de esclavo o no) más contundentes en la historia del arte: el retrato de Juan de Pareja, pintado por Diego Velázquez en 1650 (fig. 11) y el Portrait d’une Négresse (Retrato de una negra) (fig.12) de la Condesa de Benoist, Marie-Guillemine de DeLaville-Leroulx, exhibido en el Salón de París de 1800. Se trata de rostros que sirvieron para demostrar públicamente el poder del artista mediante su desafío a los límites establecidos por la estética del género con relación a lo que merecía ser representado—a lo “propio”, lo digno o lo bello—y cuya aparición se encuentra de este modo vinculada a la transgresión de las fronteras de lo visualizable en el arte y a la autoconstitución errática del artista moderno mismo. Bajo esta discursividad el rostro esclavo devino entonces la figura que marcaba la frontera a transgredir. Distinto a los rostros aparecidos en las visualidades genealógicas y cortesanas, en estos retratos el esclavo es una figura altamente individualizada y ocupa ella sola el lienzo completo, en lugar de ser parte de un grupo o aparecer en una relación “visible” con su amo o ama. En las superficies de la tela, es ese rostro, y sólo ese rostro, el protagonista de su propia visualidad.

Marie-Guillemine de DeLaville-Leroulx, Condesa de Benoist, Portrait d'une Négresse(1800).
Marie-Guillemine de DeLaville-Leroulx, Condesa de Benoist, Portrait d'une Négresse(1800). Óleo sobre tela. Musée du Louvre, Paris. Foto: Thierry Le Mage/Réunion des Musées Nationaux/Art Resource, NY.

Según lo cuenta Antonio Palomino (primer biógrafo de Velázquez) en un relato de 1724 no del todo exento de leyenda, pero relevante por lo que indica de los modos en que se entendió plausible la aparición dignificada de Pareja en un óleo, Velázquez pintó este retrato como una suerte de “anuncio publicitario” de sus destrezas cuando se encontraba en Roma, la capital artística europea de la época, en busca de prestigio y reconocimiento no sólo de otros artistas sino de la corte papal (que ya le había comisionado el ahora famoso retrato del Papa Inocencio X)[12]. Cuenta Palomino que Pareja mismo cargó el retrato de sí para exhibirlo en el Panteón en donde las profundas semejanzas entre la imagen y el modelo despertaron tal admiración en el público que en premio a su maestría Velázquez fue admitido a la prestigiosa y exclusiva Academia Romana. Carmen Fracchia y otros estudiosos del periodo han aclarado que Velázquez ya era miembro de esta Academia para cuando pintó el retrato de Pareja (de otra manera no hubiera podido exhibirlo en el Panteón), pero que sin duda éste era parte de toda una serie de estrategias contempladas por el artista para ganar mayor estima y comisiones en la capital del arte y forjarse las credenciales necesarias para conseguir del rey de España un título de nobleza con el apoyo del papa de Roma (cosa que eventualmente logró)[13]. Ello en un momento cuando el retratismo y la semejanza mimética comenzaban a ser altamente revalorados como formas de representación en los altos círculos artísticos europeos. El retrato de Pareja es de algún modo una ficha dentro de esos juegos a la vez que una alegoría de las aspiraciones y ambiciones de Velázquez.

Representado en una composición de tres cuartos y de medio perfil, Pareja (quien era el asistente de su amo en el estudio, aprendiendo de él el arte de la pintura) aparece en esta obra con un gesto dignificado; su mirada inteligente y serena fija en el espectador, la frente limpia. Según las leyes de la época, por su condición esclava era imposible representarlo como pintor. Sin embargo, su mano derecha robusta y prominente se muestra de forma notable sosteniendo un bulto indefinible debajo del brazo izquierdo (¿parte de la capa, un sombrero doblado, una bolso que se esconde porque lleva los útiles de pintura?). Esa mano para el trabajo no deja de sugerirse como recordatorio de los talentos artísticos que no le eran dado visualizar a Velázquez. En este retrato, el único elemento que recuerda la condición “baja” de Pareja es el tejido descosido en el codo derecho (en el mismo brazo de su mano fuerte). Sólo en ese recodo se insinúa semióticamente la condición humilde, “otra”, de quien en el despliegue contundente de su presencia sólo se nos muestra como un ser noble. Y es justamente esta metamorfosis ennoblecedora la que Velázquez procura exhibir en este retrato como muestra de su dominio artístico pero también como alegoría de su propio ser listo a ser transformado de simple pintor artesano en flamante caballero de la Orden de Calatrava. Su extraordinaria capacidad artística para ennoblecer es lo que le merece el ser ennoblecido.

Siglo y medio después, en el contexto del accidentado proceso de la abolición de la esclavitud en Francia y sus colonias, la Condesa Benoist ejercería un gesto de apropiación del rostro esclavo distinto en sus resonancias políticas y, no obstante, emparentado con el de Velázquez en su voluntad de dominio artístico por medio del dominio de la imagen (y finalmente también del ser) de la esclava.

Discípula de David y cuñada del amo de la esclava que aparece en el retrato (procedente de la isla de Guadalupe y de quien no nos ha llegado el nombre), Benoist logró un reconocimiento sin precedentes y escandaloso al exhibir esta imagen en el Salón de París del 1800, justo a los seis años de haberse decretado la abolición de la esclavitud en Francia y sus colonias (en 1794), pero en el preámbulo ominoso de la restitución reaccionaria del régimen esclavista ultramarino a manos de Napoleón Bonaparte, en 1802. Para Viktoria Schmidt-Linsenhoff el retrato es una alegoría de la entrada de las mujeres negras y de los sujetos coloniales a la recién ampliada esfera de la ciudadanía (nótese el uso en la imagen de los colores blanco, rojo y azul del pabellón francés, y las evocaciones del gorro frigio en el tocado)[14]. Sin embargo, y no necesariamente en contradicción con esta lectura alegórica, para otros críticos (Grigsby, Small y Weston[15]), la imagen constituye de una manera profunda, y en cierta medida perversa, una instancia en la cual Benoist se negoció un lugar dentro del mundo artístico parisino desafiando ciertos principios estéticos relacionados con teorías dominantes sobre el color y con la idoneidad del rostro negro como sitio para la belleza. Las resistencias estéticas y políticas a este desafío fueron bien articuladas por uno de los críticos más acerbos de la obra no bien inaugurado el Salón de 1800:

Estos rostros africanos son, por naturaleza, tan uniformemente feos que es imposible que el arte pueda otorgarles ninguna especie de belleza; muy débilmente se prestan al arte del colorista; este tipo de figura no puede distinguirse de un trasfondo oscuro ni ser puesta en armonía con uno claro; es imposible que el aire circule alrededor de ella, porque no se presta para las gradaciones de color necesarias para producir ese efecto[16].

Así, con sutilizas coloridas del ingenio tautológico, como éstas, se pretendía a principios del siglo XIX excluir al rostro negro de los géneros altos de la pintura al óleo y especialmente del retrato. Sin embargo, cómo la ha notado perspicazmente Darcy Grimaldo Grigsby, bajo esta concepción, pintar un rostro negro, se convirtió, en efecto, y no sin ciertas paradojas, en un significante de maestría y dominio artísticos.

James Small, por otro lado, ha argumentado que con esta obra Benoist también se dio a desafiar la estructura patriarcal de ese mundo al alejarse de los modelos convencionales, delicados y lánguidos, para la representación retratística de “lo femenino”, abrazando en ese desvío temas políticos tales como la esclavitud y la abolición más propios de la pintura de historia—género “masculino” por excelencia en la época. Aunque “la Négresse” aparezca aparentemente recostada sobre un diván (locus privilegiado para el despliegue de una femineidad débil), varios elementos en el recorte de su figura la jalonan en una dirección contaminada y opuesta. Su cuerpo musculoso, el seno descubierto, el brazo derecho que termina en una mano atrofiada—trazo de la tortura y reminiscente de una pezuña animal (un dato que no se le escapó a los asistentes del Salón de 1800)— junto al rostro bello, la mirada melancólica pero directa y la contundencia del ser mueven la imagen en dirección de una destabilización perturbadora de los horizontes de expectativa para la representación de “lo femenino” y de “lo negro”. Estéticamente, la provocación de Benoist consistió entonces en producir una “monstruosidad” a la que sus espectadores no podían ser indiferentes; en producir un monstruo bello. Y en esa producción, con un gesto alegórico no tan distante del de Velázquez, Benoist también se dio a refigurar las demarcaciones entre lo aceptable y lo prohibido no sólo en el arte sino en su propias potencialidades como artista mujer. El rostro de la esclava sin nombre fue el escenario de este ensayo exitoso.

De modo que si para Velázquez su propia prestigiación consistió en ennoblecer lo villano, para Benoist lo fue el hacer de lo obsceno (en el sentido etimológico de “aquello que debe permanecer fuera de la vista”) un espectacular desafío estético. Esos rostros esclavos, que con tanta maestría pintaron, sin duda le devolvían a ambos, cual espejo, la imagen de su propia potencialidad y atrevimiento artísticos. Tal vez fuera por ello que Benoist (con menos fortuna que Velázquez) decidiera no vender la Négresse, guardándola en su estudio hasta el momento de su muerte. Ella era el rostro secreto de su propio deseo, sin duda no tan alejado del de Velázquez. Y ha sido justamente ese deseo otra de las condiciones de posibilidad para la “aparición” del esclavo en cuanto rostro en el archivo por ordenar de la visualidad transatlántica.

Escenario #3: Del rostro esclavo en el archivo de la ley

"Anuncio para la captura del cimarrón “Sandy” pertenciente a Thomas Jefferson."
Anuncio para la captura del cimarrón “Sandy” pertenciente a Thomas Jefferson. The Virginia Gazette, 14 de septiembre, 1769. Fuente

Según lo han teorizado desde distintos ángulos y con diferentes acentos Angela Davis, Saidiya Hartman y Colin Dayan, entre otras, la incorporación del esclavo al discurso de la ley se dio fundamentalmente (y con muy pocas excepciones) en cuanto sujeto de culpa[17]. Desde los primeros códigos esclavistas de las Américas se estableció un vínculo indisociable entre las discursividad sobre la existencia esclava en el orden del derecho y el crimen. No se trataba de considerarlo como sujeto de justicia sino de regularlo en cuanto objeto de castigo. Ello conllevó a su vez una puesta en entredicho de su capacidad para la verdad. Hay que recordar que ya desde los precedentes del derecho romano y de los códigos hispano-medievales (i.e. las Siete Partidas de Alfonso X), al esclavo no se le podía creer a menos de que su testimonio hubiera sido extraído mediante la tortura. El suplicio del cuerpo era garantía de la veracidad de su testimonio porque se entendía que la condición esclava en sí misma era un deshabilitante para la verdad, a no ser que se la procurara mediante el terror. Afín filosófica y políticamente a ese legado (aunque elaborado de distintas maneras y con diversas intensidades dentro de los diferentes regímenes jurídico-coloniales de las Américas), en el contexto del sistema carcelario de la gran plantación, crimen y mentira vinieron a ser vistos como elementos constitutivos de la condición esclava. Es en gran medida sobre la base de estas nociones que el esclavo fue producido en cuanto rostro al interior de las prácticas visuales de la ley esclavista, e inclusive de las legalidades abolicionistas[18].

La instancia más clara de ello lo son los anuncios de esclavos cimarrones publicados en gacetas y periódicos desde el siglo XVIII. Estos deben ser vistos como una suerte de retratos ekfrásticos en los que mediante la descripción verbal precisa se procuraba registrar detalladamente las señas y el rostro del esclavo a fin de garantizar su captura y reesclavización. En cierto sentido son el equivalente de nuestros contemporáneos retratos de criminales que circulan bajo la rúbrica del “Se Busca”.

El formato de estos anuncios era variable y no en todos ellos encontramos una insistencia en el rostro. Lo común es que se indicara el nombre del fugado, su edad aproximada, estatura y color (si era negro, mulato claro u oscuro), su vestimenta, algún rasgo de la personalidad, talentos y oficios (si era cocinera, herrero o carpintero) y la recompensa que se ofrecía por su captura. Es éste el formato básico que encontramos, por ejemplo, en uno de los más famosos anuncios de cimarrones correspondiente a un esclavo de Thomas Jefferson llamado Sandy, de cuyo rostro poco sabemos (fig. 13). No obstante, en muchos otros, la inscripción del rostro es intensa y precisa, notando características particulares relativas a usos tribales: dientes afilados, el estilo del cabello o marcas en los cachetes. En no pocas ocasiones las descripciones, en su voluntad de exactitud, impúdicamente registraban los rastros del maltrato y de la tortura, como en el caso de Peter y su sádico amo Samuel Sherwin:

[....] a mulatto fellow named PETER: he is about 5 feet 6 inches, well set, and about 25 years old. The said slave run [sic.] away once before, and was out [about one year], he was brought home the 14th, on which day I branded him S on the cheek, and R on the other, though very probably he will endeavour to take them out, or deface them. I likewise had his hair cut off, which is long, when grown out, and very black [. . .] Samuel Sherwin. [Virginia Gazette, 9 de mayo del 1771][19]

En castigo por su cimarronaje, Sherwin mutila el rostro de su esclavo estampándolo con lo que (suponemos) eran las siglas utilizadas para identificar su propiedad (“S” y “R”), de la misma manera que se marcaban las reses. De modo que al mirar en la cara de Peter lo que se viera no fuera su rostro sino las señas de Sherwin. Dentro de este manejo de la visualidad, el rostro de Peter no tiene otra identidad que la de su propietario: él es su rostro. De ahí que en el anuncio la posibilidad de que Peter pudiera remover esas marcas fuera significativamente visto como una suerte de desposesión de la faz, un “defacement” (“he will endeavour to take them out, or deface them”). En la visualización del rostro posibilitada por la ley esclavista, lo que se procuraba restituir en el esclavo, cual palimpsesto a ser revelado, era su condición de propiedad.

Esta particular “aparición” del rostro esclavo posibilitada por el discurso de la ley, y relacionada a su criminalización, tiene una contrapartida importante en las prácticas visuales del anti-esclavismo, particularmente en los frontispicios que sirvieron de paratexto a las narrativas (así como a algunos poemarios) de esclavos. Tal vez el mejor conocido de todos ellos los sea el retrato de Frederick Douglass que acompañó la primera edición de su famosa Narrative de 1845 (fig. 14). Si los anuncios de esclavos cimarrones convocaban la visualización del esclavo con relación a una condición criminal, estos frontispicios lo hicieron respecto a la problemática de su condición como sujeto de verdad.

Frederick Douglass, frontispicio y primera página de Narrative of the Life of Frederick Douglass, an American Slave, written by Himself (Narrativa de la vida de Frederick Douglass, un esclavo Americano, escrito por él mismo).
Frederick Douglass, frontispicio y primera página de Narrative of the Life of Frederick Douglass, an American Slave, written by Himself (Narrativa de la vida de Frederick Douglass, un esclavo Americano, escrito por él mismo). Boston: publicado por la Anti-Slavery Office, 1845. Schomburg Center for Research in Black Culture / Manuscripts, Archives, and Rare Books Division, New York Public Library Digital Library. Fuente

Uno de los propósitos de estas narrativas era el dar testimonio de la naturaleza criminal del régimen esclavista y dejar constancia de la capacidad del esclavo para la entrada al orden de la letra y de la “civilización” y, través de ésta, a la ciudadanía. En este sentido el retrato del frontispicio tenía un carácter legal, evidenciario: mostrar el rostro de una autoría y a partir de esa visualidad certificada garantizar la verdad de lo narrado. Recordemos que las narrativas de esclavos venían precedidas por prólogos de dirigentes del movimiento abolicionista (la mayoría de ellos hombres blancos) en los que se daba fe de la existencia del autor esclavo, de la autenticidad del retrato que era prueba de ella y de la verdad de lo narrado. El retrato en el frontispicio se presentaba como evidencia de que el autor verdaderamente existía y de que la narración no era un figmento de la imaginación febril de algún abolicionista fanático. Es una curiosísima economía circular de la verdad la que está en juego en esta operación: la autoridad blanca certifica que el esclavo existe y que no es un blanco el autor del texto; que el texto es verdad porque ha sido escrito por un esclavo (cuya imagen tenemos); la existencia del esclavo, a su vez, viene a disipar la sospecha que cae sobre la autoridad blanca (de ser un inventor mentiroso) para que entonces ésta pueda certificarlo como ser existente y sujeto de verdad. En esta demostración circular se pretendía abrirle camino al esclavo en cuanto sujeto de lenguaje, como testificante del horror, y afirmar su potencialidad cultural en contra de los alegatos esgrimidos por los defensores de la esclavitud sobre la inerradicable barbarie africana.

El retrato del frontispicio es en cierta medida una inversión de la ékfrasis que encontramos en los anuncios de cimarrones. En estos anuncios el rostro tenía la función des-subjetivadora de resituar al esclavo en su condición de cosa y propiedad (de objeto), mientras los frontispicios de las narrativas tenían la de certificar la verdad de la existencia de un sujeto de lenguaje y sufrimiento. Sin embargo, y a pesar de estos distintos signos, ambos participan de una discursividad fuertemente estructurada por concepciones de crimen y verdad, de castigo y emplazamiento jurídico, y es este marco de la legalidad el que sirve como otra condición de posibilidad para la aparición singular del rostro esclavo, con todas sus complejas contradicciones, en el archivo de la visualidad transatlántica.

Escenario #4: Entre el tipo y el retrato: El rostro esclavo ante el racismo científico

J.T. Zealy, Renty, Congo, Plantation of B. F. Taylor, Esqu.
J.T. Zealy, Renty, Congo, Plantation of B. F. Taylor, Esqu. Columbia, Carolina del Sur, marzo 1850 (frontal). Daguerrotipo. Courtesy of the Peabody Museum of Archeology and Ethnology, Harvard University, 35-5-10/53037, (digital File 98750072).

En la estela de las reconfiguraciones epistemológicas asociadas a los movimientos anti-coloniales de a mediados del siglo XX a nivel global y a las luchas por los derechos civiles en los Estados Unidos, con sus renovadas sensibilidades intelectuales e impulsos hacia la construcción de nuevos archivos para la elaboración de memorias históricas alternativas, en la década del 1970 se “descubre” una colección de imágenes que hasta ese entonces había permanecido sepultada en los archivos del Museo Peabody de la Universidad de Harvard. Se trata de un grupo de quince daguerrotipos de esclavos comisionados en 1850 por el zoólogo suizo, Louis Agassiz, al fotógrafo Joseph T. Zealy como parte de sus investigaciones de anatomía comparada. Agassiz, uno de los científicos de mayor prestigio en los Estados Unidos en esa época, había venido a formar parte de la facultad de Harvard en 1846 ya con una bien establecida reputación internacional en el campo de las clasificaciones animales. Su llegada a este país coincide con un momento de intensificación en los debates sobre la esclavitud cuya irresolución llevaría poco más de una década después al estallido de la Guerra Civil. En términos científicos, dos distintas visiones con serias implicaciones políticas también participaban del conflicto disputándose la verdad sobre el origen del género humano y sus variedades. La una, la teoría de la monogénesis, sustentada sobre al mito bíblico de la creación, planteaba que el género humano todo tenía un mismo origen y que las variaciones que en él se encontraban tenían que ver más con factores ambientales o históricos. La segunda, por el contrario, argumentaba que estas variaciones se explicaban a partir de una diferencia de origen biológico y que, por lo tanto, las distintas razas no compartían una común humanidad. Es lo que se conoce como la teoría de la poligénesis que vino a distinguir a la Escuela Americana de Etnología y en cuya justificación intelectual Agassiz jugaría un papel importante. Es al interior de estos debates que se produjeron los ahora famosos daguerrotipos de Zealy con sus poderosos rostros de esclavos (fig. 15).

Brian Wallis ha dado cuenta detallada de la historia y lógica de su producción[20]. A fin de recopilar evidencia científica para su hipótesis, Agassiz logró acceso a los esclavos de una de las plantaciones de Carolina del Sur y reclutó a Zealy para que hiciera unas imágenes que le sirvieran de registro visual a sus meticulosos análisis anatómicos. Estas imágenes fueron divididas en dos series: una en la que los esclavos aparecían desnudos de cuerpo entero, posando de frente, de espalda y de ambos lados; y una segunda serie que se concentraba en la cabeza y en el rostro, con tomas de frente y de perfil. Wallis destaca cómo estas imágenes lejos de ser retratos pretendían ser más bien “tipos genéricos” destinados a ejemplificar categorías anatómicas sobre la base de los principios del análisis fisiognómico y frenológico. Sin embargo, el rostro está ahí. Está ahí con sus efectos de realidad, mostrando en el there escurridizo y retórico, pero no por ello menos presente, de la imagen una particularidad contingente: la mirada triste, asustada o angustiada, o ya resignada y ausente, junto a las gestualidades inescapables de la derrota y del sufrimiento. Y también está el nombre. No son imágenes rubricadas por las exóticas nomenclaturas latinas que, siguiendo el complejo sistema de clasificación iniciado por Linneus, debían nombrar a una especie (simiris ustus, saimiri sciureus o saimiris oerstedii—que son los términos utilizados para clasificar distintos tipos de monos ardillas, por ejemplo) sino los nombres propios: Jack, Renty, Delia, Alfred. Además de consignar su filiación étnica y la plantación a la que pertenecían (junto al nombre del dueño), la ficha de identificación incluye en algunos casos sus oficios e inclusive llega a sugerir las relaciones de parentesco entre algunos de ellos.

Carrie Mae Weems, From Here I Saw What Happened and I Cried (Desde aquí vi lo que pasó y lloré), paneles 2-5 (Te conviertes en perfil científico / en tipo negroide / en debate antropológico / y en sujeto fotográfico), 1995-1996. Fotografía teñida. Cortesía de la artista y de la Jack Shainman Gallery, NY.

No hay duda ninguna de que el proyecto epistemológico y político que dio razón de ser a estos daguerrotipos, según insiste Wallis, nada tenía que ver con las retóricas subjetivadoras del género retratístico sino con las desposesiones de la etnografía colonial y los delirios del racismo científico; que lo que importaba en ellas era construir tipos y no rostros. Y no obstante, en su afán de registrar la peculiaridad del espécimen, de capturarlo en sus detalles y especificidad física, la tipología se ve aquí presionada por la aparición de la contingencia, que es precisamente el lugar retórico del retrato. Si la artista afroamericana Carrie Mae Weems ha podido reapropiar estos daguerrotipos en su obra y convertirlos en el rostro emplazador de los ancestros (según lo menciona Wallis) ello se debió a la potencialidad indomesticablemente contenida en la imagen misma (fig. 16). Ante ellos, ante la fuerza inescapable de su mirada, es que puede Weems articular una interpelación lingüística e intersubjetiva, hablarles de “tú”: “You became a scientific profile/ A negroid type/An anthropological debate/& a photographic subject”. El título dice y desmantela la historia producida por las abstracciones teóricas de la díada saber/poder (el perfil científico y el debate antropológico) con sus generalizaciones clasificatorias (el tipo negroide) y los modos de visualización que nos han dejado un trazo, y sólo eso, un trazo material, una huella de las existencias que esos modos vinieron a instrumentalizar (mediante la fotografía). Lejos de pretender recuperar ilusoriamente un referente, ya alejado para siempre en la imagen de Weems de forma hiperreal por el rojo espectralizante sobrepuesto a los daguerrotipos, la obra sin embargo viene a invocar la idea de un sujeto perdido, instanciando su sombra a través de la recuperación del “retrato” que había quedado sepultado pero pujante debajo del “tipo”. Es por ello que podemos decir que los discursos del racismo científico, en sus intersecciones con la fotografía, y aún en contra de sí mismos, son un cuarto escenario para la aparición del rostro esclavo y para una posible investigación del esclavo en cuanto rostro[21].

Coda: Tras los archivos del rostro esclavo

Dispersos en palacios, colecciones privadas, iglesias y museos, en periódicos, gacetas y cartes-de-visite, olvidados en gavetas polvorientas y amarillentos álbumes de familia; habitando cual sombras el cuerpo de sus amos, confundidos en figuraciones alegóricas; perdidos entre la producción del prestigio y el acecho del crimen y la animalidad, entre la ignominia y la justicia—es en estos lugares en donde las lógicas culturales de la esclavitud transatlántica han colocado al rostro esclavizado y a donde el pensamiento de su archivo, inevitablemente, tendrá que ir a buscarlo.


Agnes Lugo-Ortiz es Catedrática Asociada de Literatura y Culturas Latinoamericanas en la Universidad de Chicago, con una especialidad en el siglo XIX y el Caribe. Es autora de Identidades imaginadas: Biografía y nacionalidad en el horizonte de la guerra (Cuba 1860-1898) y ha escrito múltiples ensayos que tratan sobre las interconexiones entre las sexualidades queer y las políticas de género y anti-coloniales en Puerto Rico en el siglo XX. Desde 1994 forma parte de la junta asesora del Proyecto Para Recobrar el Patrimonio Literario Hispano en los EEUU y es co-editora de Herencia. The Anthology of Hispanic Literature of the United States, En otra voz. Antología de la literatura hispana de los Estados Unidos y Recovering the US Hispanic Literary Heritage, vol. V. Su nuevo proyecto de investigación versa sobre la cultura visual de la esclavitud en la Cuba colonial y sus conexiones transamericanas y transatlánticas. Afín a este proyecto recientemente ha compilado (junto a Angela Rosenthal) una colección de ensayos titulada Slave Portraiture in the Atlantic World (a ser publicada por Cambridge University Press en el otoño del 2012).


Notas

[1] Muchas de las ideas para este ensayo son resultado de los años de trabajo que Angela Rosenthal y yo invertimos en la preparación de la colección Slave Portraiture in the Atlantic World (en prensa, Cambridge UP, otoño 2012), de nuestras conversaciones llenas de risas, ironías, sorpresas y leves solemnidades (aun frente a la historia de la tragedia) y de los intercambios tan fructíferos con los autores que colaboraron con ese proyecto: Marcia Pointon, David Bindman, Eric Slauter, Tom Cummins, Carmen Fraccchia, Geoff Quilley, Rebecca Parker-Brienen, Susan Scott Parrish, James Smalls, Viktoria Schmidt-Linsenhoff, Helen Weston, Toby Chieffo-Reidway y Daryle Williams. A todos ellos va mi mayor agradecimiento por todo lo que me han enseñado a lo largo de estos años. Este ensayo debió haber sido escrito en colaboración con Angela Rosenthal y tal vez en ello resida su mayor insuficiencia. Se nos quedaron muchas ideas por desarrollar después de haber terminado nuestro libro. Su prematura muerte en noviembre del 2010 no nos permitió perseguirlas como hubiéramos querido. Es en honor de nuestra amistad y de ese diálogo intelectual interrumpido que he escrito este ensayo, para darle continuidad al trabajo que comenzamos juntas y que aún no ha terminado. A Diane Miliotes, por supuesto, va otra vez mi agradecimiento por definir diariamente el significado de la palabra solidaridad.

[2] David Bindman, “Subjectivity and Slavery in Portraiture From Courtly to Commercial Societies” en Agnes Lugo-Ortiz y Angela Rosenthal (eds.), Slave Portraiture in the Atlantic World (en prensa, Cambridge UP, Otoño 2012).

[3] Michel Foucault, La arqueología del saber [1969]. Trad. Aurelio Garzón del Camino. México: Siglo XXI Editores, 1983; 218-223.

[4] Bindman, op. cit. Véase también su ensayo “Am I Not a Man and a Brother? British Art and Slavery in the Eighteenth Century”. Anthropology and Aesthetics 26 (1994): 68-82.

[5] Crowe y Cavalcaselle, citados por Herbert Cook en “The True Portrait of Laura de’[sic.] Dianti by Titian”. The Burlington Magazine for Connoisseurs 7.3 (1905): 449-451+454-455.

[6] Diane Yvonne Ghirardo, “The Topography of Prostitution in Renaissance Ferrara.” Journal of the Society of Architectural Historians 60.4 (2001): 402-431; 424 y 431.

[7] Para un examen de la problemática de “lo blanco” en estas dos imágenes véase de Angela Rosenthal, “Visceral Culture: Blushing and the Legibility of Whiteness in Eighteenth-Century British Portraiture”. Art History 27.4 (2004): 563-592.

[8]Para un examen de las fisuras y un cuestionamiento crítico de la aparente rigidez de este modelo cortesano (que aquí sólo pretendo esquematizar) véase mi ensayo “Between Violence and Redemption: Slave Portraiture in Early Plantation Cuba” en Lugo-Ortiz y Rosenthal, op. cit.

[9]Cf. Fritz Hirschfeld, George Washington and Slavery: A Documentary Portrayal. Columbia: University of Missouri Press, 1997.

[10] Marcia Pointon, “Slavery and the Possibilitites of Portraiture” en Lugo-Ortiz y Rosenthal, op. cit.

[11] Sobre la mirada familiar son importantes los ensayos recogidos en la colección The Familial Gaze, editada por Marianne Hirsch. Hanover: University Press of New England, 1999 (en particular los de Deborah Willis, 107-123; Elizabeth Abel, 124-152; Laura Wexler, 248-275; y Andrea Liss, 276-292). De Laura Wexler véase también, Tender Violence. Domestic Visions in the Age of U.S. Imperialism. Chapel Hill: University of North Carolina Press, 2000. Para la problemática de las amas de leite en Brasil (y en oposición a las simplificaciones idealizantes de Gilberto Freyre) es importante el ensayo de Rita Laura Segato, O Édipo Brasileiro: A Dupla Negação de Gênero e Raça. Brasília: Série Antropologia 400, 2006.

[12] Antonio Palomino, El museo pictórico y escala óptica. [1715-1724]. Madrid: M. Aguilar, 1947.

[13]Carmen Fracchia, “Metamorphoses of the Self in Early Modern Spain: Slave Portraiture and the Case of Juan de Pareja” en Lugo-Ortiz y Rosenthal, op. cit.

[14] Viktoria Schmidt-Linsenhoff, “Who is the Subject? Marie-Guilhelmine Benoist’s Portrait d´une Négresse” en Lugo-Ortiz y Rosenthal, op. cit.

[15] Cf. Darcy Grimaldo Grigsby, Extremities. Painting Empire in Post-Revolutionary France. New Haven: Yale UP, 2002: 42-46; James Smalls, “Race, Gender, and Visuality in Marie Benoist’s Portrait d’une négresse”. Nineteenth-Century Art Worldwide 3.1 (2004): 1-22; Helen Weston, “The Cook, the Thief, his Wife, and her Lover: LaVille-Leroulx’s Portrait de Négresse and the Signs of Misrecognition”. Work and the Image (2000): 53-74.

[16]Citado por Grigsby, 42.

[17]Saidiya Hartman, Scenes of Subjection. Terror, Slavery, and Self-Making in Nineteenth-Century America. Oxford: Oxford UP, 1997; Angela Y. Davis, Abolition and Democracy. Beyond Empire, Prisons, and Torture. New York: Seven Stories Press, 2005; “From the Prison of Slavery to the Slavery of Prison: Frederick Douglass and the Convict Lease System” y “Racialized Punshment and Prison Abolition” en The Angela Y. David Reader. Edited by Joy James. London: Blackwell, 1998: 74-95 y 96-107; Colin Dayan, “Legal Terrors” Representations 92.1 (2005): 42-80.

[18] Sin lugar a duda, los certificados de propiedad fueron uno de los primeros documentos legales en donde se registró la existencia del esclavo en cuanto posesión particular. Con ellos también se legalizaba la desposesión de los nombre africanos y se avanzaba con la pretendida ruptura de los vínculos culturales propia de la máquina trituradora de la esclavización. Consta que hacia finales del siglo XVIII se llegaron a hacer siluetas de las cabezas de los esclavos para acompañar las facturas de compraventa. En estos documentos, sin embargo, la silueta obviamente no podía registrar las facciones precisas de un rostro, teniendo mayormente un valor indicial de tipo general. Para una discusión detallada de estas siluetas véanse Rosenthal y Lugo-Ortiz, “Envisioning Slave Portraiture” y Gwendolyn Dubois Shaw, Portraits of a People. Picturing African Americans in the Nineteenth Century. Addison Gallery of American Art and University of Washington Press, 2006: 45-55.

[19] Tomado de “Runaway from the Subscriber. Runaway Advertisements, 1745-1775: A Selection”. National Humanities Center Resurce Toolbox. The Making of African American Identity: Vol. I, 1500-1865. Grafía modernizada. http://nationalhumanitiescenter.org/pds/maai/index.htm

[20] Brian Wallis, “Black Bodies, White Science: Louis Agassiz’s Slave Daguerreotypes”. American Art 9.2 (1995): 38-61. Wallis señala que esta voluntad de armar un archivo fotográfico de las razas humanas no fue una invención de Agassiz. Anteriormente su colega, el científico Étienne-Reynaud-Augustin Serres, de la Academia de Ciencias de París, había propuesto un proyecto semejante; y en 1845 un daguerrotipógrafo francés llamado E. Thiesson ya había también tomado imágenes de esclavos brasileños y portugueses en Lisboa con el propósito de formar un archivo racial.

[21] Angela Rosenthal y yo le hemos dedicado más atención a este problema sobre “el tipo y el retrato”, que recorre de forma general el retratismo de esclavos, en nuestro “Envisioning Slave Portraiture”. Importante para esta discusión lo es también el ensayo de Alan Trachtenberg, “Illustrious Americans” en su Reading American Photographs. Images as History, Mathew Brady to Walker Evans. (New York: Hill and Wong, 1989): 21-70.