Pobres, feos y peligrosos: el uso de la fotografia y las carpetas modus operandi en la policia bonaerense
Esteban Rodríguez | Universidad Nacional de Quilmes
Abstract
Ugly, Dirty and Dangerous: The Use of Photography and the Modus Operandi Folders by the Buenos Aires police force.
This article examines one of the most common practices of social control in Argentina, enforced by the police to regulate public space and those who are excluded from it. It deals with the "carpetas modus operandi" (modus operandi folders) or "libro de malvivientes" (book of criminals), which archive photographs of people arrested daily for routine background checks. These carpetas constitute one of the police's discretionary methods for producing information; they are a way of legitimizing so-called "police instincts" and also a starting point for criminal investigations. They constitute a parallel penal process. If "knowledge is power," as Michel Foucault wrote, these folders provide the police with a means of producing the necessary information to craft the daily reality of the neighborhoods they patrol. Undoubtedly, the modus operandi folders constitute a way of marking, blackmailing and recruiting the poor to take part in an underground economy that must be clandestine in order to be profitable. But above all, it is an opportunity to discipline marginalized citizens. When society is polarized, the way to compartmentalize "supernumeraries" -far away from the realm of white people, far away from those with the power to consume- is through a series of techniques that keep the poor in their respective neighborhoods, beyond which they become targets for "tough on crime" measures, "zero tolerance," "trigger-happy" police officers and death squads.
“…el verdadero espíritu positivista consiste, sobre todo en ver para prever, en estudiar lo que es para deducir lo que será, según el dogma general de la invariabilidad de las leyes naturales”.
Augusto Comte, en Discurso sobre el espíritu positivista, p. 115/6.
1. El saber es poder. El disciplinamiento de la pobreza.
Tan fácil como pedir documentos y tan evidente como detener por averiguación de identidad; tan sencillo como tomar una fotografía; y tan simple como mostrar un álbum de fotos a quienes se acercan a la comisaría del barrio a denunciar los hechos de los que fueron víctimas hace un rato.
En la rutina policial se pueden distinguir claramente cuatro momentos, cuatro momentos que componen una práctica sistemática: primero, la “detención por averiguación de identidad”; segundo, una sesión de fotos que pasarán a integrar un catálogo; tercero, la exhibición de ese libro de fotos a las víctimas; y cuarto, la formación de una rueda de reconocimiento, a partir de la “identificación” en el álbum de fotografías.
El punto de partida de la acción policial, la mejor excusa, siempre ha sido el DNI, el Documento Nacional de Identidad. El DNI es la manera primaria que tiene el Estado para estabilizar lo que tiende a correrse de lugar, el modo de identificar a las personas en general, de individualizarlos. El Estado personifica cuando nombra, individualiza cuando nos interpela y certifica esa individualización cuando nos detiene por averiguación de identidad. Por eso, una de las interpelaciones de rigor que nos hacen los agentes policiales, siempre ha sido “documentos por favor”.
El DNI pone de manifiesto el nombre y el apellido del portador, la firma, la impresión digital, la foto, el lugar de nacimiento, el distrito militar al que pertenece, las responsabilidades civiles asumidas como elector. Al mismo tiempo, a través del número de matrícula, el sexo y el domicilio real, permite reconocer la posición que ocupa el individuo en la multitud. Los más modernos suelen suministrar información extra sobre el estado civil de su portador (matrimonio, hijos), datos de previsión social, grupo sanguíneo, si es o no donante de órganos. Hasta hace poco, incluso, contenía datos sobre la inmoralidad del sujeto por medio del artículo que informaba el ser no apto para el servicio militar y de los antecedentes que certificaban la mala conducta.
Datos que serán actualizados a cada rato por el Estado, siempre bajo formato de declaración jurada, con cada nuevo trámite ante las oficinas públicas, cuando se inscriba por ejemplo en el régimen impositivo, pida un crédito o saque una tarjeta de crédito.
El documento nacional de identidad es la mejor pregunta para certificar la sospecha que pesa sobre los transeúntes. Si bien se trata de un recurso caduco, poco eficiente para la comprobación de la identidad o el conocimiento de los recorridos de los sujetos en cuestión, constituye la mejor excusa para demorar a las personas.[1] Quien no porte documentos se vuelve blanco de detención por averiguación de identidad, y el que lo porte, igualmente estará siempre sujeto a la discreción policial quien podrá desconfiar en cualquier momento de los datos allí consignados y retenerlo para constatar la identidad o para saber si tiene pedido de captura.
De esa manera los pobres y los jóvenes se vuelven objeto de detención. A través de esas detenciones estos sectores de la población se ven obligados a certificar constantemente su identidad, una identidad que se irá modelando a medida que se repitan las detenciones, pues, y en tanto alguna de aquellas detenciones puede terminar en una sesión de fotografías, en cualquier momento la libertad de circulación, puesta ahora en cuestión por el accionar policial, puede volverse permanente si alguna vez es “apuntada” por cualquier “víctima”.
Las carpetas modus operandi o “libros de malvivientes”, esas son las denominaciones institucionales, constituyen otra de las facultades discrecionales que tiene la policía en la provincia de Buenos Aires en la Argentina para producir información, la manera de legitimar el “olfato policial”, pero también el punto de partida para fraguar procesos judiciales. En efecto, las carpetas modus operandi, dejan la puerta abierta a la policía para “armar las causas” que les permite, por un lado, producir un suerte de derecho penal paralelo, y, por el otro, mejorar sus propias estadísticas en “la lucha contra el delito”, creando por añadidura una imagen de “efectividad” ante la comunidad y también frente a las autoridades; estadísticas, por otra parte, que sabrán hacer valer cuando se reparta el presupuesto y les permitirán de paso quedar mejor posicionados frente a la clase dirigente de turno.
Se sabe, como dijo alguna vez Michel Foucault, “el saber es poder”, y la Bonaerense, a través de estas carpetas produce la información necesaria para decidir sobre la realidad que gestionan diariamente en el barrio por donde se mueven.
Las carpetas modus operandi son el complemento ideal de las detenciones por averiguación de identidad (DAI), una manera de marcar al pobre, extorsionarlo y reclutarlo para “mover” aquella economía que necesita de la clandestinidad para generar valor. Pero sobre todo es la oportunidad de disciplinar a los excluidos. Cuando la sociedad se ha polarizado, la manera de compartimentar a los supernumerarios, lejos del mundo de los blancos, de los que tienen capacidad de consumo, será a través de una serie de técnicas que emplazan a los pobres en sus respectivos barrios, más allá de los cuales se vuelven objeto de la mano dura, de las detenciones, pero también del “gatillo fácil” o los “escuadrones de la muerte”.
Qué son, entonces, las carpetas modus operandi: En principio una colección de gente peligrosa, el bestiario de la multitud que se amontona en las periferias. El prontuario de los sospechosos del barrio. Un inventario de monstruos reunidos en varios tomos. Porque no habrá una sola carpeta; en realidad hay tantas carpetas como comisarías. Las carpetas son territoriales, cada repartición llevará su propio álbum de fotos, donde habrá de compilar las esfinges de la pobreza, afiliar a los “revoltosos” del barrio, “fichar” a los “barderos”, a los menores que se “hicieron la rata” o “hacen huevo” en la esquina, en la placita o en el descampado de un asentamiento jugando a la pelota.
Las carpetas modus operandi son una manera sutil de apresurarse a prejuzgar al otro por el sólo hecho de ser pobre, estar desocupado o ser “negro”. Cuando la pobreza es considerada la causa del delito, habrá que seguir de cerca a los pobres, visualizarlos, sobre todo cuando son jóvenes y están desocupados o precarizados laboralmente. Para decirlo con otras palabras: el uso de estas carpetas es la forma que asume la seguridad preventiva. Una prevención construida sobre la base de estereotipos que estigmatizan al pobre hasta deshumanizarlo. Una prevención que funciona, por un lado, para incapacitarlos jurídicamente, en la medida que pierden derechos (el derecho a transitar libremente, el derecho a reunirse, a expresarse, a divertirse o a trabajar); y por el otro, como una manera anticipada de castigo. Un castigo que será la amenaza del castigo mayor (la prisión o la muerte en ocasión de “enfrentamiento”, más conocida como “gatillo fácil”).
La fotografía, “la escritura mediante la luz”, es un modo de fijar las cosas al que se le otorga carácter de documento. Estos documentos no son crédulos; desde el momento en que se les concede valor probatorio, ya pierden su carácter objetivo.
El valor probatorio de las fotografías radica en el soporte que las contiene. El marco (la carpeta, la comisaría) opera sobre los objetos en cuestión y los modifica cuando (in)forma.
Las fotografías no son ingenuas, quiero decir, nunca son inocentes. “Como cada fotografía es apenas un fragmento, su peso moral y emocional dependen de dónde esté insertada, una fotografía -dice Susan Sontag- cambia de acuerdo con el contexto donde se la ve. El significado es el uso. Cada fotografía es siempre un objeto en un contexto.” [2] Cuando la fotografía forma parte del archivo policial o de las carpetas modus operandi que lleva cada comisaría de barrio, se está sugiriendo un uso preciso y esa utilización impregna de sentido a la fotografía que se está mostrando.
Las fotografías están cargadas de verdad, vienen con ideología o se llenan de ideología. Esa ideología es la ideología del comisario, son sus prejuicios, las concepciones en las que fue entrenado durante toda su carrera, las prácticas que repite desde hace años; pero es también el sentido común del que mira esas fotos y no se pregunta sobre el origen de las fotografías, que mira las fotos con la ansiedad y la impotencia del que no sabe pero confía que en esas imágenes está la clave para resolver la situación problemática de que fuera víctima. Las fotografías, entonces, no son neutrales ni asépticas. La pretendida objetividad se va desdibujando en el entorno donde resuena, en el contexto inmediato donde se la exhibe.[3]
Ese contexto institucional es el diseño de una política criminal de hecho que la policía practica cuando mapea el territorio. Una politicidad imposible de aprehender toda vez que su utilización se ha naturalizado, como se ha naturalizado también la petición de documentación para la identificación por parte del personal policial, y como se ha naturalizado tomar y exhibir imágenes en la comisaría.
Al mismo tiempo, cuando la fotografía se desentiende del contexto social hasta la deshistorización, la fotografía se carga de otro temperamento. Para decirlo con las palabras de John Berger: “la fotografía pública, ha sido separada de su contexto y se convierte en un objeto muerto que, precisamente porque está muerto, se presta a cualquier uso arbitrario”.[4]
2. Un poco de historia. Pre-ver para controlar.
Como nos recuerda Berger, “La cámara fue inventada por Fox Talbot en 1839. Tan sólo treinta años después de su invención, como un instrumento de lujo para la élite, la fotografía ya era utilizada en los archivos policiales.”[5] En efecto, el uso de fotografías en esta materia nos remite a los orígenes de la policía, siendo casi tan antiguo como la cámara oscura. La fotografía es uno de los recursos más importantes del que se valió la criminología clásica para estudiar al pobre. Cuando el delito era una patología, una patología que se manifestaba en el rostro de las personas, la fotografía, en tanto capturaba las infinitas particularidades (caracteres) del rostro, resultaba la mejor forma de detectar a los peligrosos.
Como dicen Michel Perrot y Alain Corbin, “todavía hasta 1880, el individuo astuto podía cambiar de piel a placer; para procurarse una nueva personalidad civil le bastaba con conocer la fecha y el lugar de nacimiento del camarada cuya identidad hubiese decidido usurpar; sólo el encuentro, bastante improbable, de un testigo podría frustrar el subterfugio; y aun antes entonces, el reconocimiento, fundado exclusivamente en la memoria visual podría ser puesto en duda con facilidad.”[6] Pero, con la utilización de la fotografía, el sistema de reconocimiento vuelve en adelante imposible la suplantación de nadie y se frustra cualquier falsificación de la personalidad civil. “En una palabra, prohíbe la metamorfosis.”
“La criminología argentina (…) –dice María Moreno- se transformó en un arma eficaz para acorralar todas las variantes de la fauna de la miseria y dar pancarta de ciencia a la xenofobia (la reserva de pobres estaba integrada en gran medida por la inmigración). Si la peligrosidad era cantada ya desde la anatomía poco podían hacer la terapéutica y la educación.”[7]/p>
Por eso, si el rostro era la “cara del alma”, la fotografía constituía la manera de aprehender su naturaleza salvaje. El rostro se dispone para la disección, hay que revelar los impulsos que brotan a través de la sugerida deformidad. Con el uso de la fotografía, la criminología pretendía anticiparse al delito. Era la manera de descubrir a los criminales antes de que ellos mismos se dieran cuenta lo que de todas maneras no podrían controlar con su libertad. Pues, al fin y al cabo, el criminal nato era pasible de fuerzas que no podía dominar con su voluntad.
Para decirlo con las palabras de Garófalo: “en la forma y en las proporciones de la cabeza, el delincuente es anómalo y monstruoso con más frecuencia que el no delincuente: y los delincuentes más graves con más frecuencia que los otros. Cada una de las grandes especies de delincuentes (asesinos, violadores y ladrones) tienen una fisonomía especial con caracteres determinados y fácilmente reconocibles.”[8]
El archivo fotográfico será el “atlas social,”[9] la cartografía que mapea la deriva criminal en la gran ciudad, que señala los lugares donde la potencia se condensa hasta constituir una amenaza para la sociedad en general y el Estado en particular.
Una de las obsesiones del Estado a fines del siglo XIX y principios del siglo XX fue la constitución de la identidad nacional. Si se trataba de desplazar la cuestión social por lo nacional, para conjurar la politización de la multitud, había que inventar la nación. En esa empresa participaron diversos dispositivos, como por ejemplo, el higienismo, la pedagogía y, también, la criminología[10]
La criminología clásica utilizó dos sistemas de identificación criminal que no son contradictorios. Si bien, al momento de su formulación, dichos sistemas fueron postulados como opuestos, lo cierto es que en la práctica resultaron ser complementarios. Esos sistemas son el antropométrico de Bertillón y el dactiloscópico de Vucetich.
“Hasta 1891 –dice Jorge Salessi-, el sistema utilizado para identificar a las personas dictaminadas criminales reincidentes había sido la antropometría, inventada por el criminólogo francés Alphonse Bertillón en 1882 y presentada en 1885 a la comunidad científica en el primer Congreso Internacional de Antropología Criminal reunido en Roma. El sistema de identificación antropométrico, conocido también como “bertillonaje”, constaba de tres partes: la medición del esqueleto de la persona identificada, la notación de marcas particulares de su cuerpo, y la fotografía, que era la técnica de identificación básica del sistema.”[11]
Para Bertillón la fotografía con fines científicos debía seguir una serie de reglas precisas. Primero: el objetivo debía concentrarse sobre la cara, la que sería enfocada-interpelada desde dos lugares, es decir representada con dos tomas, una de frente y otra de perfil; segundo: la ausencia de retoques; tercero: la iluminación uniforme, es decir, pareja y de frente, procurando que no haya sombras; y cuarto: las fotografías carecían de escenografía. Como señala Domenech, “Las caras se recortan sobre un telón blanco o negro, de fondo preciso y contrastante, son caras sin contexto fuera de ellas, aunque el pelo cortado de muchas, o peinado de modo similar en otras, el uniforme que visten o el número que ostentan son indicios de rica connotación.”[12] Con todo, se buscaba la uniformidad de las poses, la expresión natural de la fisonomía y el porte habitual de la cabeza.
Pero en 1891, Juan Vucetich, un investigador de la policía argentina, inventó la tecnología de identificación dactiloscópica, un dispositivo más económico y de mayor precisión a la hora de identificar, que no se prestaba a la simulación y la performace como el uso de la fotografía.[13] En efecto, “en un principio estos hombres de ciencia creyeron que la misma observación visual que había hecho posible la identificación de microorganismos patógenos haría posible la identificación de las personas agentes de males sociales mediante el uso de fotografías; pero enseguida se dieron cuenta de que la posibilidad de manipular una exterioridad, por medio de poses, gestos, vestidos, era una resistencia poderosa al proceso de identificación fotográfica.”[14]
Según Salessi, “la dactiloscopía fue utilizada para polemizar contra el viejo sistema de identificación europeo, basado en la fotografía. Alegando que la fotografía era un sistema inexacto, la dactiloscopía se presentó como un ejemplo de la vitalidad y el genio de las nuevas ciencias sociales latinoamericanas que habían encontrado el único sistema capaz de detectar y clasificar lo que el antropólogo cubano Fernando Ortiz llamó el ‘nombre natural’ de las personas, distinto en cada uno, unívoco e inscripto en el cuerpo de forma indeleble, y ahora legible, desde el nacimiento hasta después de la muerte.”[15]
De todas maneras, si bien es cierto que la utilización científica de la fotografía fue muy rápidamente puesta en tela de juicio, lo cierto es que se instaló como práctica habitual, y, al día de hoy, subsiste como una técnica de (in)formación de delincuentes en la medida en que las imágenes ponen en funcionamiento mecanismos de estigmatización.
Por otra parte, la fotografía nos conecta a otro recurso que históricamente se encuentra asociado a dicho soporte: los edictos policiales.[16] So pretexto de que habían infringido un edicto, los sujetos eran retenidos durante quince días en las comisarías y luego liberados por falta de pruebas no sin antes haber “tocado el pianito” y haberles sacado unas cuantas fotos. Aquellas fotos pasaban a formar parte del archivo policial y sobre la base de ese archivo se planificaba la intervención policial, es decir, la defensa civil.
En 1881 por decreto nacional se disponía la creación de un libro de detenidos y condenados que contenía, además de los datos de rigor y las señas particulares, un retrato en fotografía de cada uno de los condenados a prisión, presidio o penitencia.
Posteriormente, el retrato fotográfico de los pobres y marginados, y su posterior inclusión en el “libro de malvivientes” de las dependencias bonaerenses, fue reglamentado por un decreto firmado durante la dictadura de Onganía (Decreto Nº 1019 de 1967), que establecía que la fotografía deberá obtenerse en oportunidad de ficharse al procesado (art.29) y deberá actualizarse cada 5 años (art.26). De ahí en adelante, fue utilizado de un modo absolutamente discrecional y sin ningún tipo de control judicial.
De esa manera los prontuarios inauguraban una suerte de círculo vicioso: se es sospechoso porque se tienen antecedentes y se tienen antecedentes porque se es sospechoso. O para decirlo de otra manera: se es peligroso porque se es pobre y se es pobre porque se es peligroso.[17]
Se trataba de una práctica sistemática que irá perfilando los destinos de la policía. Para la teoría general del delito y los especialistas en derecho procesal, son recursos menores. Sin embargo, si se mira bien, constituyen el punto de partida de estas agencias para controlar el territorio y hacerlo valer cuando buscan definirle límites a la clase política.
Según Lila Caimari en su libro, Apenas un delincuente, “hacia 1900, todas las comisarías de Buenos Aires actualizaban periódicamente esta galería original con series de retratos de ladrones conocidos colgados en las paredes de sus salas de espera. En el ínterin, hubo intentos de fotografiar poblaciones enteras sospechosas de contigüidad y complicidad con el delito.”[18]
Las fotografías institucionales, junto a las huellas digitales, los datos antropométricos, los prontuarios, y las ruedas de reconocimiento, constituían la tecnología utilizada para identificar a los criminales natos o producidos por el ambiente habitado o frecuentado por las malas yuntas.[19]
Había que individualizar a los sujetos peligrosos que podían detectarse a partir de los impulsos antisociales que se expresaban en los rostros, impulsos que iban modelando los cuerpos hasta reconstituirlos en auténticos monstruos.
La fotografía y la dactiloscopía subsisten, aunque se ha desdibujado el marco científico que pretendía aportarle rigurosidad y verosimilitud al accionar policial. Subsisten porque de alguna manera fueron los soportes que diagramaron una manera de intervenir, de estar en la sociedad, de operar en ella.
El archivo criminal continúa siendo la manera de desplazar lo social por lo policial, la posibilidad de descontextualizar los hechos, de desentenderse de las desigualdades sociales, de desentenderse de los respectivos contextos históricos para concentrarse en los estigmas y trayectorias individuales, para que el contexto institucional perfile una identidad peligrosa.
3. Los estereotipos: La estigmatización y discriminación institucional.
Las carpetas modus operandi es la manera que tiene la policía de imprimir una identidad cuando se ha desmantelado el Estado social. Cuando se anda sin trabajo y la escuela se vuelve expulsiva; cuando se rompe la sociedad salarial y el Estado se descompromete de toda una serie de problemas que hasta entonces constituían su razón de ser; la manera de imprimir una identidad, estabilizar, de fijar, marcar, clasificar, será a través de las carpetas modus operandi. Devenir ilegal al margen de las “buenas costumbres” y el consumo civilizado que será cartografiado en base a la utilización de estereotipos morales muy difundidos en las fuerzas de seguridad.
Alguna vez Walter Lippman dijo que los estereotipos son las imágenes que hay en la cabeza de los hombres, imágenes que simplifican el mundo para poder aprehenderlo. “El mundo con el que tenemos que tratar políticamente es inalcanzable, invisible, impensable. Hay que explorarlo, referirlo e imaginarlo. El hombre no es un Dios aristotélico que contempla toda la existencia de un vistazo. Es la criatura de una evolución que sólo puede extenderse sobre la parte de la realidad necesaria para su supervivencia, y agarrar lo que en la escala total del tiempo sólo son unos pocos momentos de discernimiento y felicidad. Sin embargo, esta misma criatura ha inventado modos de ver lo que el ojo no puede ver, de oír lo que no oyen los oídos (…) Aprende a ver con la mente enormes regiones del mundo que nunca ha podido ver, tocar, oler, oír o recordar. Poco a poco se construye en la cabeza una imagen fidedigna del mundo que queda fuera de su alcance.”
Sin embargo, esas imágenes no son inocentes, cristalizan concepciones, están cargadas de sentido, de ideología. Los estereotipos son representaciones que visualizan la realidad, que sirven entonces para ver el mundo, pero al mismo tiempo orientan la percepción. Sirven para ver pero al mismo tiempo nos dicen cómo tenemos que ver. De modo que con la visualización que hacen los estereotipos se produce una suerte de verosímil que contribuye a modelar el imaginario colectivo de donde se nutren los estereotipos.
Los estereotipos favorecen la estigmatización de la realidad. Organizan un mundo maniqueo, donde el otro, invocado casi siempre de una manera peyorativa o despectiva, en la medida que aparece dotado de atributos negativos, será visto como problema. De allí que los estereotipos que etiquetan construyen al otro como alguien distante, a quien hay que mantener de esa manera, separado, o separarse de él. En la medida en que los estereotipos estigmatizan, constituyen una manera solapada de practicar la discriminación. Es una invitación a la desconfianza ajena.
Las carpetas modus operandi son la mejor prueba de todo ello. Álbumes confeccionados y compilados a partir de estereotipos muy difundidos entre los miembros de la policía pero también entre los fiscales y los jueces en general. Se podría trazar una genealogía que va del gaucho malo al desocupado, pasando por el vago, los malentretenidos y los malvivientes. En todos los casos, para definir el perfil en cuestión, operaron estereotipos que las instituciones policiales utilizaron en su momento para seleccionar, identificar, definir, clasificar, valorizar y prejuzgar.
Los estereotipos que utiliza la policía para completar los álbumes de fotos se parecen bastante a esta descripción: “Joven argentino, si eres negro, andas con gorrita, pilchas un pantalón trucho tres tiras, campera con capucha, zapatillas tipo Nike, te desplazas en una bicicleta playera, sin rumbo, alejado de tu barrio, eres candidato fijo a una detención por averiguación de identidad.”
En ese sentido, las carpetas modus operandi son la mejor prueba que tenemos para constatar que el conflicto en la Argentina además de social sigue siendo racial. No sólo es un conflicto de ricos contra pobres sino de blancos contra “negros”.
4. La esquizofrenia del Estado Malestar.
Para comprender el uso discrecional que la policía hace de las carpetas modus operandi hay que tener en cuenta la manera en que se hace presente el Estado en la sociedad, una sociedad cada vez más polarizada y cada vez más compartimentada. Porque el Estado tampoco será siempre el mismo Estado. El Estado no interviene siempre de la misma manera. La polarización de la sociedad en el neoliberalismo, ha terminado polarizando al Estado, un Estado que ya no estará para gestionar la vida cuanto para administrar la muerte.[20]
El Estado malestar es el Estado que hizo de la muerte su razonabilidad secreta. La muerte, que es la vida que no vale, será el nuevo objeto indecible del Estado. Un Estado que va a disponer una serie de esclusas o dispositivos disruptivos tendientes a bloquear, contener y neutralizar a la masa marginal que amenaza volverse disfuncional económica y políticamente hablando.[21]
Si bien se trata de las mismas agencias que operaban en la época anterior, cuando el Estado estaba para aportar vida, no habría que confundirlas con éstas. En la medida en que el Estado ya no busca integrar cuanto separar, incluir cuanto excluir, sus prácticas se impregnan de otro temperamento. Por más que llamemos a estas prácticas de la misma manera, nos encontramos ante dispositivos sustancialmente diferentes que componen un nuevo paradigma de gobierno, una técnica para la gobernabilidad de la multitud marginal y difusa.
Al mismo tiempo, la disposición de estas agencias nos está diciendo que la respuesta del Estado nunca es única sino combinada. El Estado distribuye una serie de estrategias que, si bien pueden ser percibidas como contradictorias, en última instancia, apuntan a la gestión de la muerte, a la disrupción del sobrante social.
Cuando hay que mantener la exclusión, cuando lo inviable se vuelve insustentable, y por tanto ya no cabe inclusión alguna, la disrupción es la forma que asume el control social en el Estado Malestar.
Esas tecnologías de control tienen que ver con: a) las agencias políticas, que sobre la base del clientelismo organizan la cooptación y la contención; b) las agencias socials, que sobre la base de la cooptación y la contención organizan el subsistencialismo (planes “trabajar” o “jefas y jefes de familia”)[22]; c) las agencias judiciales, que en base a las autorizaciones del poder legislativo (criminalización primaria) organizan la judicialización de la pobreza y la protesta (criminalización secundaria) y d) las agencias represivas, que sobre la base de la complicidad, inoperancia y burocracia judicial, articulan diferentes prácticas (“gatillo fácil”, divisiones antitumulto, “escuadrones de la muerte”, razzias masivas, retenes, detenciones por averiguación de identidad y confección de carpetas modus operandi o libros de malvivientes, guardias blancas y reflectoriadas a los campesinos) que son formas de gestionar el crimen y de intimidar o romper la protesta social.[23]
Pero antes de desplegar esas esclusas, el Estado distinguirá muy claramente las zonas vulnerables de las zonas de tolerancia, es decir, el adentro (centros, microcentros, shoping center, autopistas, barrios privados o residenciales) del afuera (periferia, ferias paraguayas, caminos de cintura o rutas alternativas; monoblocks, asentamientos o villas miserias).[24] Allí donde hay viabilidad, es decir, capacidad de consumo y reproducción de capital, allí habrá sustentabilidad y, por tanto, los controles tenderán a ser más rigurosos. Allí el Estado no querrá que suceda absolutamente nada. Pero allí donde no hay circulación, donde no hay mercado, en el afuera, que es el no-lugar (un lugar de no consumo), allí no habrá sustentabilidad y por tanto los controles del Estado se relajarán o tenderán a relajarse.[25]
La polarización de la sociedad reclama la configuración de “un nuevo orden interior” que promueve una intervención esquizofrénica del Estado, es decir, un Estado con una doble vida, un Estado que planifica su intervención asumiendo como fatalidad el desarrollo desigual y combinado. El Estado Malestar, entonces, es un Estado que se vuelve también bipolar.
Según Gilles Deleuze, el “control” es el nuevo paradigma de gobierno que define al Estado contemporáneo, un dispositivo que estaría desplazando a las disciplinas.[26] Ahora bien, para nosotros, ese control, en tanto técnica de gobierno, no funcionaría en todos lados de la misma manera. El control del Estado no es una técnica unidimensional, sino una técnica dividida, que tiene, por lo menos, dos grandes caras o dos pinzas. Esto se debe, como se dijo recién, a que las tecnologías de control operan sobre una sociedad cada vez más polarizada, de modo que cuando sucede eso, la respuesta del Estado no será universal sino que será también diferenciada y focalizada.
Las zonas vulnerables serán consideradas zonas de inmunidad, áreas de prevención: se tratará de gestionar la seguridad, de brindar cuidado.[27] Mientras que en las zonas de tolerancia, que son las zonas de riesgo, donde los controles tienden a relajarse, el objetivo será gestionar la inseguridad, es decir, dejar sin cuidado.
Para decirlo de otra manera: “Tolerancia cero” o “mano dura” en las zonas vulnerables, pero “mano blanda” para las zonas de tolerancia. El problema para el Estado Malestar no es que un pobre le robe a otro pobre o que un negro mate a otro negro. Problema es que el pobre le robe a un rico o el negro mate a un blanco.[28]
Por otro lado, las zonas de vulnerabilidad coinciden con las zonas donde subsiste el estado de derecho. Mientras que las zonas de peligrosidad son zonas que funcionan a través del estado de excepción, esto es, a través del decisionismo que se puede corroborar en la discrecionalidad policial, en el descontrol judicial.
Boaventura de Souza Santos llamó a las zonas vulnerables, zonas civilizadas, y a las de tolerancia, zonas salvajes. Según la zona donde se mueva, el Estado actúa de dos maneras diferentes. En las zonas civilizadas, asegurando la integración de sus pares, es decir, protegiendo a los consumidores; y en las zonas bárbaras, asegurando la exclusión de los marginales, comportándose como un predador. Se trata de las zonas donde impera el estado naturaleza, donde la lectura del “Leviatán” de Hobbes se vuelve vigente.
Las zonas civilizadas “viven bajo la amenaza constante de las zonas salvajes y para defenderse se transforman en castillos neo-feudales, en esos enclaves fortificados que definen nuevas formas de segregación urbana: urbanizaciones privadas, condominios cerrados.” Por eso, concluye de Souza Santos “nos encontramos en un mundo post-foucaultiano”, donde “la creciente fragmentación de una sociedad dividida en múltiples apartheid y polarizada en torno a ejes económicos, sociales, políticos y culturales” constituye un nuevo mapa para la intervención del Estado:
“En tiempos de fascismo societal el Estado paralelo adquiere una dimensión añadida: la de la doble vara en la mediación de la acción, una para las zonas salvajes, otra para las zonas civilizadas. En estas últimas, el Estado actúa democráticamente, como Estado protector, por ineficaz o sospechoso que pueda resultar; en las zonas salvajes actúa de modo fascista, como Estado predador, sin ningún propósito, ni siquiera aparente, de respetar el derecho.”[29]
5. La intervención policial en las zonas de tolerancia o salvajes.
La manera que tiene la policía de intervenir en el barrio, cada vez más violenta, ha recrudecido las situaciones problemáticas que viven los sectores desaventajados. Situación que puede verificarse enseguida en los enfrentamientos cada vez más feroces entre delincuentes (los amateurs o proveedores y los barderos) y policías; en la aparición de escuadrones de la muerte que diezman a la banda de pibes chorros[30]; y en el uso sistemático del gatillo fácil, la tortura, las detenciones por averiguación de identidad y el uso de las carpetas modus operandi.
Estas prácticas se corresponden con el estado de excepción que impera en las zonas que llamamos de tolerancia. En esa zona la policía ya no está para prevenir o combatir el delito sino para regularlo, sea, a través de la negociación; sea a través de la administración; sea finalmente a través de la eliminación.
Pero vayamos por partes. En primer lugar dijimos que la policía regula cuando se postula como instancia de negociación con los delincuentes, sobre todo con los delincuentes profesionales. Práctica que realizará directa o indirectamente a través de punteros o abogados penalistas con los que mantienen asiduas relaciones. Delincuentes que a través de sus “representantes” “compran la libertad” en efectivo, en el caso de que hayan previsto ese momento y pudieran haber ahorrado, o a cuenta, cuando no tienen ese dinero pero se comprometen a continuar realizando fechorías para “pagar lo que deben” al abogado o al comisario.
En segundo lugar, la policía regula el delito cuando directamente opta por administrarlo, sea aportando contactos o datos sobre las víctimas, sea liberando zonas[31], sea participando en la planificación, sea aportando cuadros, sea finalmente reclutando fuerza de trabajo lumpen para mover esa economía informal que necesita de la clandestinidad para generar valor.[23]
En tercer lugar, la policía regula el delito cuando practica la pena de muerte a través del gatillo fácil o la tortura. En efecto, la manera que tiene la policía de disciplinar a los delincuentes con los que no se puede negociar o que se resisten a “trabajar” para la policía, o que, habiendo trabajado anteriormente, ya no son seguros o de confianza, o metieron “ruido”[33], es a través de la eliminación o desaparición física.
Porque, como señala Gabriel Kessler, uno de los problemas que tienen precisamente el delincuente amateur o el bardero es que al ser tan exiguos sus botines, nunca tienen demasiado margen para negociar con la policía. A diferencia de los delincuentes profesionales que prevén instancias de mediación y entonces van ahorrando para evitar las golpizas y negociar la libertad, los amateur y los barderos suelen plantear la relación con la policía como un juego de suma cero, a todo o nada. Una policía que permanentemente los hostiga a través de la vigilancia, las detenciones por averiguación de identidad, detenciones que se prolongan durantes varias horas o días enteros, casi siempre acompañada de algunas palizas y de la constante amenaza verbal. De esa manera la policía será percibida como el enemigo, a diferencia de los profesionales, que la consideran como “un socio no buscado pero insoslayable en sus trayectorias.”[34]
Por otro lado, y como seguimos sosteniendo, la policía interviene en el barrio donde se tolera el delito en general, a través de las detenciones por averiguación de identidad[35] y la confección de carpetas modus operandi.
Finalmente, para terminar de entender la capacidad de intervención, la discrecionalidad y la relativa autonomía que tiene la policía cuando opera en las zonas de tolerancia, hay que tener en cuenta dos cosas: primero, que la policía en general y la policía bonaerense en particular tienen una inserción territorial que no tiene el gobierno; una inserción que hoy en día solamente están teniendo las organizaciones de desocupados pero sin la logística que tiene la policía. Porque incluso el peronismo ya no tiene la incidencia que tenía diez años atrás. Tengamos como ejemplo a la Bonaerense, que es una de las organizaciones políticas más importantes del país, sino la más importante de todas: una organización con más de 45.000 mil militantes full time. Todos, militantes rentados. Una organización con unidades básicas en todos los barrios de la provincia, que anda además movilizada, comunicada y armada; una organización con llegada directa e inmediata al poder ejecutivo, legislativo y judicial. No hay ninguna fuerza política en el país que tenga la inscripción territorial, la logística y el "armado" que tiene la Bonaerense en la provincia de Buenos Aires.[36]
Y segundo, porque la policía se ha reconstituido como fuente de financiamiento de la política. Sabido es que al mismo tiempo representa para la política clientelar una fuente de ingreso extra que financiará después la competencia electoral o el confort de la clase enquistada en la gobernancia.[37]
Con todo, con la polarización social y la intervención esquizofrénica del Estado estaríamos conduciendo a un nuevo apartheid social de hecho y de derecho, donde se segrega (excluye) lo que resulta prescindible; compartimenta (contiene y bloquea) lo que se segrega; y gestiona (rompe lazos) lo que se compartimenta.
6. Identificar y formatear.
Una vez un alumno, que era oficial de la policía Bonaerense, me decía que el uso de las carpetas modus operandi era la manera de dar una respuesta rápida a la víctima que llega a la comisaría a denunciar los hechos. La víctima hacía una suerte de catarsis cuando visionaba las fotos. Un impulso revanchista lo movilizaba a ojear sus páginas. Pero al mismo tiempo, las carpetas operaban como una válvula de escape, puesto que la víctima podría o no elegir una fotografía entre tantas sin darse cuenta que estaba decidiendo sobre la libertad de las personas, sin siquiera preguntarse cómo fue que llegaron a parar esas fotografías a ese álbum y, lo más preocupante, es que tampoco se lo preguntan los fiscales o los jueces encargados de controlar esas prácticas. La víctima identificaba lo que ya había sido identificado por la policía; corroboraba lo que la policía ya estaba sabiendo, o mejor dicho, lo que ya había decidido saber.
Es sabido que el Estado tiene el monopolio de la violencia, pero también es la metainstitución que se arroga el monopolio de la identificación, de la administración de las identidades. A través de diferentes prácticas, el Estado aporta sentido a la vida de relación, construyendo subjetividad, generando lazo social. El Estado estabiliza cuando identifica, a través de las periódicas interpelaciones que realiza con la familia, la escuela, la ley, o la actividad policial.
La policía es la manera más obvia que tiene el Estado para identificar, para fijarnos en el lugar. “Deténgase”, “¡alto, contra la pared!”, son los clichés más utilizados por los agentes de policía para corroborar/informar nuestro lugar en el mundo social. Cuando la policía nos interpela a través de las periódicas detenciones por averiguación de identidad o las fotografías que van a parar a las carpetas mudus operandi, el Estado organiza una cuadrícula destinada a definir, fijar, clasificar, y valorizar cierto tipo de identidades.
Producción de identidades negativas, esto es, afectadas por una serie de prejuicios que sirven para descalificar y discriminar al otro por el sólo hecho de haber sido cuadriculado, objetivado. La policía construye su “público” para poder reflejarlo, y lo refleja para poder construirlo. En el perímetro de este círculo vicioso el Estado Malestar sella su amenaza que quedará flotando en el ambiente: “Eres sospechoso porque tengo tu foto, y tengo tu foto porque eres sospechoso.”
Las carpetas modus operandi, entonces, son una forma específica que tiene la policía para representar a los sospechosos-delincuentes. Se trata de una práctica de distribución de identidades que no son inocentes, que estarán cargadas de culpabilidad. Una culpabilidad modelada con la sistematicidad de la práctica, pero también decidida por la impericia del ministerio público (los fiscales), por la burocracia de los tribunales (jueces de garantía) y por el carácter clasista en general del sistema judicial.
Es en ese sentido, entendemos, que el Estado no sólo define determinadas situaciones problemáticas como problemáticas (cuando dice qué es delito), sino que también se encargará de reclutar a la población problemática (delincuente). La estigmatización puesta en juego con los prontuarios, las carpetas de malvivientes, el olfato policial, produce al delincuente antes que al delito. La construcción del delincuente precede al delito, no sólo porque es anterior, sino porque la policía presiona para volver delincuentes a un sector de la población excluida, sobre todo a aquellos que no se resignan a aceptar lo que les tocó.
El objetivo de las carpetas es muñirse de elementos necesarios para la investigación. Pero lo cierto es que esa investigación no es una investigación concreta que se realiza en función de determinados hechos sucedidos. La investigación es potencial, se acumulan datos que el día de mañana pueden llegar a utilizarse en cualquier caso. Estas prácticas de investigación son una forma sutil de hacer “inteligencia interior”. El objetivo indecible está relacionado con la recaudación de información que estará disponible para usos múltiples, una información que extorsiona a los fotografiados por cuanto sabrán que forman parte de una carpeta que los vuelve sospechosos de cada robo que pueda producirse en la zona de la comisaría.
El objetivo indecible que se persigue con los libros de malvivientes es fijar, por medio de la fotografía y la palabra que acompaña a la fotografía, la identidad de los delincuentes. Desde el momento en que nuestro rostro fue a parar a un álbum ya no tendremos el derecho a declararnos inocentes, nadie podrá alegar a su propio favor. Si su foto está ahí, “¡por algo será!” “¡en algo andaría!” “¡algo habrá hecho!” La identificación hace aparecer al delincuente. La identidad reconocida es una manera de producir al delincuente
Entendámonos: formar parte de las carpetas modus operandi supone volverse sospechoso para siempre o por lo menos por un tiempo bastante largo. De ahora en más, su foto podrá ser exhibida ante cada hecho cometido en el barrio de la comisaría, que será además el barrio donde vive. El sólo hecho de la exhibición lo vuelve sospechoso. Desde el momento en que su foto puede ser marcada o apuntada en cualquier ocasión, el visualizado se vuelve vulnerable al sistema policial y judicial.
Ser fotografiado es ser identificado. Entonces, ser visto es hacerse ver. La identidad puesta bajo sospecha, construida desde los prejuicios, la discrecionalidad, sin ningún tipo de control, transformará en delincuente al visualizado por el sólo hecho de formar parte del “book” policial.
7. La criminalización de los pobres. Culpables por ser pobres. El caso “Gabriel Roser”.
Gabriel Roser, un joven de 27 años, desocupado de la periferia de la ciudad de La Plata, militante del Movimiento de Unidad Popular (MUP) y responsable nacional del área de seguridad de esa organización, estuvo casi dos años cumpliendo prisión preventiva en la unidad penal de Magdalena. El delito que se le imputaba era robo calificado por el uso de arma.
¿Cómo llegó Roser allí? El 29 de abril del 2004 un operativo policial irrumpió en la casa de Roser, destruyó el comedor del movimiento que se encuentra junto a su casa y se lo llevó detenido acusado de cometer un delito común que denunció un comerciante, de apellido Marcelo Rodolfo Toni, casualmente funcionario policial.
Días atrás, el 24 de abril, Toni y otras dos personas, resultaron víctimas de un robo a mano armada del que participaron al menos tres personas, quienes se apoderaron de dos relojes pulsera, dos aparatos de telefonía celular y la suma de ochocientos noventa pesos. Inmediatamente de cometido el hecho, Toni sale tras los autores a bordo del vehículo de uno los damnificados, Diego Hernán Casagna. Al mismo tiempo comunican lo ocurrido a sus compañeros de la seccional sexta de la policía de Tolosa (La Plata), quienes se suman a la persecución, hasta que los sospechosos lograron darse a la fuga. Luego de ello, Toni junto a su amigo Casagna, se trasladan a la comisaría a fin de participar en las diligencias de rigor; esto es, suscribir el acta de procedimiento y prestar declaración testimonial. En esa ocasión todo lo que afirma Toni es “...que los malvivientes que perpetraron el delito resultan a simple vista (...) mayores de edad, uno de ellos (...) de aproximadamente 1.75 de estatura, de tez trigueña, de cabellos crespos de color oscuro, ondulados y cortos, cara redonda, de contextura física mediana; y el restante (...) de alrededor de 1.60 de estatura, de tez trigueña, cabellos cortos oscuros, de contextura física delgada (...) A preguntas refiere que se halla en condiciones de realizar un dictado de rostro de los dos malvivientes que perpetraron el ilícito y con relación al tercer sujeto manifiesta que observó su rostro...”. Dos días más tarde, el 26 de abril, ante el Fiscal Martini, Toni no sólo aportará la identidad de los presuntos autores (a quienes identifica como Timoteo, de unos 22 o 23 años; Rossi, de aproximadamente 25 años; y un tercero, apodado “El Chino”, de más o menos 30 años), sino que, llamativamente y para dar razón de sus dichos, afirma que conocía a los “delincuentes” por haber desempeñado funciones como policía en la comisaría del barrio y porque estas mismas personas habían intentado en reiteradas oportunidades –cuatro, dice Toni- cometer el robo en su propiedad.
Pero el resorte fundamental que permitió “identificar” y detener a Roser fueron las famosas carpetas modus operandi. Cuando Toni señaló la fotografía de Gabriel, que días atrás había sido incorporada al álbum de sospechosos de la comisaría sexta, el círculo se había cerrado, no sólo para la policía sino también para la justicia. Como sucede habitualmente, el paquete sería “comprado” y convalidado por los respectivos fiscales y magistrados de turno. En este caso, el Fiscal Martini y el Juez de Garantía Néstor de Aspro. Se sabe: si esa fotografía estaba allí, “en algo andaría”, “algo habrá hecho” Roser para que su foto forme parte del libro de malvivientes.
A nadie se le ocurrió preguntar cómo había ido a parar esa foto al libro de malvivientes cuando Roser carecía de antecedentes penales hasta dicha detención. A nadie (ni al fiscal ni a los magistrados) se le ocurrió tener en cuenta que Roser junto con otros miembros de la organización barrial habían denunciado meses atrás al hijo de un puntero del Partido Justicialista, que casualmente coincide con la descripción original que hace Toni de los “delincuentes” (que dicho sea de paso fuera señalado durante el juicio como uno de los autores del hecho), por las irregularidades en la distribución de bolsones de mercadería. A nadie (ni al fiscal y ni a los magistrados) se le ocurrió tener en cuenta que a partir de ese momento los policías de la Comisaría sexta de Tolosa, la misma que interviene en la detención de Roser, habían comenzado a hostigar sistemáticamente a Roser y a otros desocupados de la organización, a través de reiteradas y recurrentes detenciones por averiguaciones de identidad a partir de las cuales se “subió” la foto al álbum de sospechosos de esa dependencia policial.
Como corolario de estas operaciones de inteligencia policial y desinteligencia judicial, Roser fue privado preventivamente de su libertad. Desde la primera oportunidad, Roser declaró y afirmó su inocencia, e ingenuamente, y en la creencia que se trataba de un malentendido, solicitó que se lo exponga en una rueda de reconocimiento. Diligencia que fue cumplida por Toni y su amigo Casagna, no sin hacer ostentación del impune manoseo con el cual podía incorporar lo que desease en el expediente, conciente de que la suerte de Gabriel estaba echada.
Con todo, el caso Roser es paradigmático por dos razones: primero porque puso de manifiesto la estrecha relación que existe entre la criminalización de la pobreza y la criminalización de la protesta; y segundo porque demuestra una vez más las profundas relaciones de continuidad que existen entre el clientelismo político y la red policial, pero también entre la Policía Bonaerense y el sistema judicial.
En efecto, el caso Roser puso de relieve una nueva metodología para criminalizar la protesta social, esta vez a través de la imputación de figuras que se venía utilizando sistemáticamente, desde hace años, para criminalizar a los pobres en general y que se puede verificar en la procedencia de la población carcelaria y en las condiciones procesales en las que se encuentra esa población. Ese salto cualitativo en la escalada criminalizadora no se dará automáticamente. El sistema judicial en general necesita para ello de la intervención policial. No sólo porque es la agencia que “maneja” el territorio, sino porque a través de estas prácticas, la policía, tiene la oportunidad de decidir sobre el devenir criminal de los excluidos. A través de todas estas facultades discrecionales, se le permite a la policía “armar causas”, cargándoles delitos sin que tengan la posibilidad de manifestar lo contrario. Para ese entonces, la justicia, le habrá puesto el broche sin sentarse a revisar las instrucciones.
Pero no fue un caso aislado, por eso no puede decirse que se trataba de una persecución política para con una determinada organización social. Al menos en el caso de los magistrados y los fiscales. En ese sentido, el caso Roser, sirve también para echar luz a lo que constituye una práctica regular y sistemática en la justicia argentina. Porque, y hay que decirlo de una buena vez, la justicia es una “máquina de convalidar letras y firmas”: una cámara de garantías que convalida lo que convalidó el juez de garantías que a su vez estaba convalidando las instrucciones penales de los fiscales que estaban convalidando las actuaciones preliminares que había realizado la policía. Nadie le pone el cascabel al gato, todos le corren el cuerpo, menos el imputado que ofrece el suyo para escarmiento, hasta la celebración del juicio que podrá llegar tres o cuatro años después, puesto que cuando todos certificaron lo que se hizo en la actuación anterior sin haberla revisado, o para no armar tanto revuelo ante la opinión pública, todo se posterga para la audiencia que llegará con el debate oral. Nadie se juega, todos convalidan la prisión preventiva sin sentarse a estudiar el expediente, a investigar lo que pasó.
Por eso, esta sistematicidad nos habla, en parte, de la burocratización de la justicia, de la desidia y de las prácticas rutinarias y autómatas; pero en parte también, de la ineptitud, la negligencia y la revancha de clase que existe entre los miembros que componen la gran familia judicial, ese saber biológico que se trasmite entre la parentela.
Tampoco debería verse en la “convalidación” una disfunción. El problema no es que las instituciones funcionan mal o no funcionan. Sino que funcionan de esta manera, como una máquina de convalidar letras y firmas. La sistematicidad nos impide hablar de disfunción.
8. Garantismo en lucha: ofensiva jurídica.
A partir del caso Roser, y como parte de la estrategia de defensa que llevaba adelante el CIAJ (Colectivo de investigación y Acción Jurídica), distintas organizaciones de derechos humanos de la ciudad de La Plata, la Asociación Miguel Bru, la Asociación Permanente por los Derechos Humanos (APDH), el CIAJ y la Defensoría General de Casación de la Provincia, en calidad de "amicus curiae", presentaron una habeas data colectivo contra el Ministerio de Seguridad de la Provincia de Buenos Aires por entender que las fotografías y los datos que se volcaban en los registros que componen las carpetas modus operandi constituían un acto discriminatorio con finalidades indecibles, inciertas y, por ende, contrarias a la Constitución Nacional y Provincial.
El pedido recayó en el juzgado contencioso administrativo a cargo del magistrado Luis Arias quien aceptara la legitimidad a los presentantes para hacer el reclamo. Posteriormente, y con bastante celeridad, convocó a una audiencia de conciliación, homologando el acuerdo al que arribaron las partes, por el cual; “1) se ordena a todas las dependencias policiales de la provincia de Buenos Aires la remisión de todos los álbumes o registros fotográficos existentes” que “deberán ser remitidos a la Fiscalía de Cámara de cada Departamento Judicial dentro del plazo de 24 horas de la recepción de la orden que se instrumentará mediante acto administrativo del Ministerio de Seguridad. 2) Se prohíbe expresamente la utilización de fotografías o la extracción de copias para uso en las dependencias policiales a las que se hace referencia en el punto 1, considerándose falta grave. 3) Las autoridades policiales podrán tomar exclusivamente fotografías de personas privadas de libertad con fines identificatorios, debiendo consignarse el motivo de la detención, y elevarse la ficha y la fotografía con sus negativos a la dirección de Antecedentes del Ministerio de Seguridad en el término perentorio de 24 horas.”
El acuerdo, no obstante ser aceptado y firmado por Arias Duval, en representación del Ministerio Seguridad de la Provincia, fue resistido, al menos frente a los medios de prensa nacionales, por el propio Ministro León Arslanian, desautorizando de esa manera a su representante y amenazando con desobedecer lo acordado por la cartera que dirige y lo resuelto por la justicia.
La medida se cumplió, supuestamente, con fuerte resistencia por parte de los comisarios y también de los propios fiscales, encabezados por la Procuradora General de la Provincia, María del Carmen Falbo, por entender que se le están atando las manos a la policía. Prueba de ello, son las declaraciones del Fiscal Marcelo Romero, uno de los promotores de las campañas de Ley y Orden en la ciudad de La Plata, el mismo que mandara a filmar a los piqueteros, cuando dice que “con la excusa de que álbumes modus operandi pueden ser utilizados abusivamente, no va a faltar quien propugne quitarle las armas a los policías porque algún efectivo se dedique a utilizarlas en algún ilícito, y requiera a un juez que las policías de las provincias estén provistas de gomeras espantasuegras.”[38] De esa manera Romero, como siempre, continúa disertando a través de clichés buscando ganar notoriedad y postergando la reflexión y un debate con argumentos como suele reclamarles a sus alumnos en la Facultad.
De todas maneras, el debate público recién empieza. El Ministerio ya dictó dos resoluciones (la 784/05 y la 1077/05) en las se pretende “atender” el acuerdo homologado por el magistrado que están siendo actualmente discutidas en sede judicial por las organizaciones de DDHH.
Miradas las cosas superficialmente las resoluciones pueden resultar un avance, ya que, al menos formalmente, las comisarías se ven privadas de esta forma de microinteligencia, en la medida en que se dispone centralizar la información en las cabeceras departamentales con designación de responsables del área. Al mismo tiempo se prevé que la exhibición sólo se hará por orden judicial, lo cual implica en principio sujetarse al código de procedimiento penal –por ejemplo, notificación al defensor y con ello posibilidad de control- con lo cual restringe o al menos exige involucrar más funcionarios en este tipo de práctica tramposa. No obstante, siguen sin atender la cuestión de fondo, es decir que la confección de registros constituye una práctica discrecional y altamente discriminatoria. Por otro lado, y al mismo tiempo que no dice nada sobre los registros ya existentes, no se propone discutir el modo en que fueron colectadas las fotos y confeccionados los libros (respecto de los cuales las organizaciones de derechos humanos pretenden la supresión); al ampliarse las posibilidades para la obtención de datos, cuando se hace una referencia genérica que habilita a la policía a obtener fotografías de las personas privadas de libertad (abarcando tanto a contraventores como detenidos en averiguación de identidad) no se estaría sino legitimando otra vez para el futuro la procedencia de prácticas semejantes. Una vez más entonces, el debate continúa pendiente, es un primer paso, pero demasiadas son todavía las preguntas sin responder. Respuestas que no incumben solamente a las agencias del Estado sino también a toda la sociedad y en especial a las organizaciones de derechos humanos. La tarea es doble: disputar al Estado el sentido de prácticas por el estilo, pero disputar también al Estado que no clausure el debate en torno a este tipo de prácticas, que convoque y tenga en cuenta la opinión de los organismos de derechos humanos.
9. Todo preso es político.
Gabriel Roser fue puesto en libertad a fines del 2005, después de que el fiscal de juicio levantara los cargos contra Roser tras escuchar los testimonios de casi cuarenta testigos. Gabriel era un preso político más. Pero lo que lo constituyó en un preso político no fue solamente su militancia en una organización social de desocupados, sino el propio sistema neoliberal que excluye al excedente de población. Como dijo el cantante Indio Solari, de alguna u otra manera, en el neoliberalismo, “todo preso es político”. Una exclusión que no será inocente por cuanto tiene causas precisadas políticamente. Algunas de ellas, como vimos, en la actuación de las agencias judiciales y policiales.
De modo que aquellos que no se resignan a morir todos los días un poco -porque sabido es que la muerte no sólo es la muerte directa sino todo aquello que crea las condiciones para la muerte, como por ejemplo, la falta de trabajo, la falta de salud, vivienda o educación-, decía, cuando los pobres no se resignan a aceptar con sufrimiento lo que les tocó, entonces la policía y la justicia van a intervenir pero para evitar la irrupción, es decir, para impedir que lo que sobra irrumpa, moleste, y pueda poner en tela de juicio los intereses de un sector cada vez más minoritario de la sociedad.
Para la justicia estatal, Roser, era un preso común, alguien capturado por cometer delitos contra la propiedad privada. La justicia estatal no podía advertir las relaciones de continuidad entre la pobreza y la protesta porque sencillamente la justicia es ciega, no quiere ver la pobreza, se niega a verla.
End Notes
[1] En realidad más que “demorar” debería hablarse de “privación ilegítima de la libertad”. La policía priva ilegítimamente de la libertad toda vez que sólo puede detener en caso de tenga indicios fehacientes que vuelvan sospechoso a la persona que será objeto de detención, que se encuentre en una situación in fraganti, y así tendrá que hacérselo saber. Sin embargo si se tiene en cuenta la sistematicidad con que se practican las detenciones, y además si se tiene también presente que sólo un mínimo porcentaje de las personas “demoradas” tienen pedido de captura, o si se tiene en cuenta que en muchos casos, sobre todo en las detenciones que comente la policía en los barrios, cuando detiene para averiguar la identidad de vecinos que conoce de memoria, precisamente porque los detiene todas las semanas, digo, por todo ello debería hablarse de privaciones ilegítimas de la libertad.
[2] Susan Sontag; Sobre la fotografía, edhasa, Barcelona, 1996, p. 116.
[3] Como dice Ernst Jünger: “La fotografía es, por tanto, una expresión de nuestro modo peculiar de ver, que es ciertamente un modo cruel. Lo que en ella hay a la postre es una forma de ‘mal de ojo’, una especie de toma de posesión.” De allí que el acto de ver a través de las fotos inscriptas en las carpetas modus operandi sea para los fotografías “un acto de agresión” (en Sobre el dolor, Tusquets Editores, Barcelona, 1995, p. 74 y 73 respectivamente)
[4] John Berger; “Los usos de la fotografía” en Mirar, Ediciones De La Flor, Bs. As., 1998, p. 77.
[6] Alaín Corbin y Michelle Perrot; “El secreto del individuo” en Historia de la vida privada. Sociedad burguesa: aspectos concretos de la vida privada, T. 8, dir. Philippe Ariès y Georges Duby, Taurus, Madrid, 1989, p. 132. “En 1876, la policía comienza a utilizar la fotografía; a finales del decenio, la Prefectura [de Francia] posee ya sesenta mil clisés.” (p. 134)
[7] María Moreno; El petiso orejudo, Planeta, Bs. As., 1994, p. 152/3.
[8] Op. Cit. en Ernesto E. Domenech, “Fotografías del criminal nato. Unas imágenes cotidianas y disciplinadas”, Revista Etiem, No 1, Publicación de Psicoanálisis y psiquiatría, Bs. As., 1995, p. 111/2.
[9] Uno de los deportes preferidos de los intelectuales y los periodistas entornados a las clases gobernantes era la compilación de rostros que se publicaban en libros especializados o dossier de revistas o diarios. El trabajo científico más célebre en este sentido es el “atlas social” de Lombroso. En la Argentina, se puede mencionar el trabajo del ex comisario de pesquisas, José Sixto Álvarez, más conocido como Fray Mocho, “Galería de ladrones de la Capital” (1887). Como señala Geraldine Rogers: “es un texto de carácter institucional publicado por la Imprenta del Departamento de Policía de la ciudad de Buenos Aires. El libro (…) estaba destinado a un objetivo institucional muy concreto: fijar, por medio de la fotografía y la palabra, la identidad de doscientos ladrones, con el fin de que pudieran ser reconocidos en la calle por todos los agentes de policía. Griegos, españoles, italianos, franceses, austriacos, argentinos, brasileros, orientales y alemanes prusianos; impresores, zapateros, escultores, cigarreros, estibadores, tipógrafos, marineros, mozos de café y ex-vigilantes: la Galería los disponía en una foto y un texto ordenado en secciones: número, nombres y ‘alias’ (que a veces llegan a seis o siete para un mismo individuo), descripción física, tatuajes, alfabetización, ocupación, entradas en la comisaría, costumbres y grado de peligrosidad.” (G. Rogers, “Galería de retratos para el Estado: identidades y escritura en ‘casos’ argentinos de fines del siglo XIX (1887-1897)”, mimeo) Otro ejemplo puede ser la revista Caras y Caretas que ofrecía al lector, periódicamente, clasificaciones morfológicas de los rostros de algunos delincuentes. Sobre este tema también puede consultarse el libro de Eugenia Scarzanella, Ni gringos ni indios. Inmigración, criminalidad y racismo en Argentina, 1890-1940 (Universidad Nacional de Quilmes, Bernal, 1999).
[10] Desarrollamos este tema en el artículo “Motores morales. La psicopatología de las multitudes como sociología primera”, publicado en Historia crítica de la Sociología Argentina. Los raros, los clásicos, los científicos, los discrepantes, comp. por Horacio González, Colihue, Bs. As., 2000, p. 182/193.
[11] Jorge Salessi; “Identificación, travestismo y resistencia”, en Revista Etiem, No 1, Publicación de Psicoanálisis y psiquiatría, Bs. As., 1995, p. 122.
[12] Ernesto E. Domenech; Crimen y fotografía, La azotea, Bs. As., 2003, p. 58.
[13] En realidad “la utilización de las huellas dactilares como signo de identificación era corriente en el Extremo Oriente –los japoneses, entre otros, se servían de ellas como firma desde principios del siglo VIII.” (Paul Virilio, La máquina de vision, Cátedra, Madrid, 1989, p. 58).
[14] Jorge Salessi; Médicos maleantes y maricas. Higiene, criminología y homosexualidad en la construcción de la nación Argentina (Buenos Aires: 1871-1914), Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 1995, p. 334.
[15] Jorge Salessi; “Identificación, travestismo y resistencia”, en Revista Etiem, No 1, Publicación de Psicoanálisis y psiquiatría, Bs. As., 1995, p. 121. De todas maneras, la dactiloscopía no se desentendía de la fotografía. Como nos vuelve a señalar Virilio, “los europeos van a emplear de modo bastante diferente la dactiloscopía: la huella dactilar será considerada como una imagen latente. La fotografía y sus manipulaciones adquieren así todo su sentido y se hablará de esas realidades inmutables que son las huellas dactilares y los poros de la piel (poroscopía) de un individuo muerto o vivo. ‘Vale más una huella dactilar recogida en el lugar del crimen que la propia confesión del culpable. –escribe el agente judicial Goddefroy en su Manual de técnica policial. Será el célebre Alphonso Bertillon (…) el primero que en la historia de la policía conseguirá, el 24 de octubre de 1902, identificar a un criminal, gracias a sus huellas dactilares, fotografiadas a una escala más de cuatro veces mayor que su tamaño natural, como él mismo precisa en su informe.” (p.58)
[16] “Las definiciones de contravenciones de los Códigos y Edictos policiales eran leídas y construidas arbitrariamente y servían para instilar, regular y reforzar por medio de la policía normas de respetabilidad y comportamiento burgués entre las clases medias en formación, al mismo tiempo que servían para ejercer un control creciente de las clases bajas y sobre todo del movimiento obrero. Las definiciones de contravenciones más utilizadas por lo lato de su significado eran “Portación y uso de armas” (187); “Ebriedad (190) y “Desórdenes y escándalo” (191). Otras contravenciones usadas para regular los movimientos y expresiones más comunes de la cultura popular eran las que controlaban los “Bailes públicos” (196), el “Tránsito por las veredas” (198) y la actividad de los “Músicos” (206). Los Códigos y Edictos que definían contravenciones policiales rigieron en Buenos Aires desde 1870 aproximadamente. Pero en los últimos años del siglo XIX y los primeros del siglo veinte se hicieron evidentes un aumento considerable y una mayor especificación de regulaciones utilizadas para vigilar y controlar los espacios del ocio, las reuniones, y las formas de entretenimiento de las clases bajas y del movimiento obrero. (…) Los Edictos especificaban con insistencia que ‘debe ordenarse que no se permita el estacionamiento de grupos en las calles pues aparte de obstaculizar el tránsito, se presta para cometer actos ofensivos a la moral … esta recomendación se hace extensiva a todas las secciones y debe observarse en las no centrales a fin de evitar las reuniones y bailes que suelen organizarse en la vía pública.’.” (Jorge Salessi; Médicos maleantes y maricas, p. 152/3)
[17] Según Salessi, “El crecimiento entre 1902 y 1908 de la División de Investigaciones, considerada la rama policial más específica, se hizo evidente en el aumento sorprendente de prontuarios. En 1902 en los Archivos del Servicio de Investigaciones de la Policía de la capital había 3.450 prontuarios, que aumentaron de 5.798 en 1903 a 24.388 en 1904. Cinco años más tarde el mismo Archivo tenía 292.559 prontuarios. El objeto de esa investigación masiva no eran los delincuentes sino los obreros y eso era evidente en la descripción de funciones y prioridades de las distintas Secciones de la División de Investigaciones. A la “Sección 1a concernía a) Seguridad pública –Le corresponde a esta dependencia, todo lo referente a la policía política. b) Orden social –Lo concerniente a las cuestiones obreras y sectarismo. Sólo a la Sección 2a. Se ocupaba de a) Seguridad personal –e interviene en delitos y toda clase de atentados que afectan la integridad de las personas. En 1907 la primera Sección de la División de Investigaciones, especializada en la vigilancia de las clases y movimientos populares, además fue transformada en una agencia especializada en una sociología del movimiento obrero.” (Médicos maleantes y maricas, p. 155)
[18] Lila Caimari; Apenas un delincuente. Crimen, castigo y cultura en la Argentina, 1880-1955, Siglo XXI, Bs. As., 2004, p. 84.
[19] Otra práctica que era habitual a fines del siglo XIX, y que habría de tenerla presente a la hora de reconocer la trayectoria de la discrecionalidad policial, eran los tour que organizaba la policía, una especie de raid o rondas de reconocimiento itinerante por los distintos destacamentos de la policía. Salessi nos recuerda el texto del penalista Antonio Dellepiane, El idioma del delito, publicado 1898, describiendo ese extendido procedimiento policial, “donde anotó: ‘en la Policía llaman reconocimiento al acto en virtud del cual una vez detenido el lunfardo es hecho ver por los vigilantes todos de la Capital distribuidos en tercios, y por los agentes de pesquisas para que una vez vistos en la calle por cualquiera de ellos, sea detenido’. El lunfardo era ‘hecho ver’ obligándolo a mantenerse en exposición en el patio de las distintas comisarías de la ciudad para que los agentes y pesquisas memorizaran su fisonomía. A ese recorrido de las comisarías, que duraba tres semanas, en lunfardo se lo llamaba ‘la vuelta al mundo’. (…) A esa violencia seguían otras. Como consecuencia del procedimiento anterior, ‘cuando un lunfardo va por la calle solo o acompañado, aunque no cometa acción delictuosa ni daño alguno, si es encontrado por un vigilante o agente de pesquisas que lo conoce del mangiamiento, es detenido y conducido a la comisaría más próxima.’ En el lunfardo ha quedado el rastro de la resistencia popular a este otro procedimiento policial de represión. J. Gobello notó que el ‘piola’ de la lengua de Buenos Aires era el ‘delincuente que [había evadido la identificación policial y] carece de antecedentes policiales.’ (…) El reconocimiento de los delincuentes que no eran piolas quedaba fijado en las fotografías de los criminales que sacaba la policía. Estas se publicaban en la llamada ‘galería pública’, que era una gran pancarta con los retratos de los criminales que permanecían bajo vigilancia visual permanente. Ese cartel se colocaba en las comisarías a la vista de vigilantes y pesquisas. Una regulación de la Policía de la capital advertía que ‘los sujetos que figuran en la galería pública estarán sometidos a observación estricta y severa’.” (Jorge Salessi; Médicos maleantes y maricas. Higiene, criminología y homosexualidad en la construcción de la nación Argentina (Buenos Aires: 1871-1914), Beatriz Viterbo Editora, Rosario, 1995, p. 341.)
[20] Desarrollamos este tema ampliamente en el capítulo 4, “Estado malestar y la administración de la muerte en el neoliberalismo”, de nuestra tesis de postgrado, Vida lumpen, el bestiario de la multitud. Estado malestar y protesta social en el neoliberalismo.
[21] La masa marginal se vuelve disfuncional en la medida en que no representa ninguna función (es afuncional) específica para el capital. Cuando el capital se valoriza centralmente más allá de la fuerza de trabajo, en el mercado financiero, en las apuestas oportunas que en base a información precisa realiza sobre los activos empresariales; cuando el capital entonces prescinde en términos relativos de la vida de los hombres, el sobrante social no puede ser percibido en términos de ejército industrial de reserva toda vez que el capital ya no necesita de esa sobrepoblación para pauperizar el trabajo y de esa manera recuperar la caída de la cuota de ganancia. Ahora bien, el hecho de que la masa marginal sea afuncional no significa que no pueda volverse o ser percibida como disfuncional económica y políticamente hablando. Económica, porque puede atentar contra la propiedad privada (delito), y política porque puede atentar contra el Estado que protege esa propiedad (organización social).
[22] Nótese que hablamos de subsistencialismo y no de asistencialismo, toda vez que la intervención del Estado no persigue la integración cuanto la contención social. El Estado no asiste sino que subsiste aquello que no tiene sentido incluir. El Estado, cuando otorga un “plan trabajar” (un subsidio o seguro de desempleo) no está aportando vida, sino decidiendo sobre la muerte, administrando la muerte en cuotas.
[23] Este tema ha sido desarrollado ampliamente en nuestro libro La criminalización de la protesta social (Ediciones Grupo La Grieta - HIJOS, La Plata, 2003).
[24] La distinción pertenece a Michel Foucault, y la formula en una conferencia en 1978, “Nuevo orden interior y contro social”, publicada en Saber y Verdad, La Piqueta, Madrid, 1995.
[25] Que se relajen no significa que los controles sean precisamente menos violentos. Al contrario, la tolerancia es una forma de gestionar la sociabilidad a través de la violencia, una violencia que tolera el delito sea porque lo regentea sea porque lo permite hasta cierto punto, sea porque acaba con él a través de la fuerza.
[26] Sobre este tema se puede consultar su artículo “Post-scriptum a las sociedades de control” publicado en Conversaciones, Pre-Textos, Valencia, 1995. También pueden consultarse los libros de Alessandro Di Giorgi, Tolerancia Cero. Estrategias y prácticas de la sociedad de control (Virus, Barcelona, 2005) y David Garland, La cultura del control. Crimen y orden social en la sociedad contemporánea (Gedisa, Barcelona, 2005).
[27] Para Roberto Esposito, immune es alguien que está exento de determinados deberes, alguien que está libre, no afectado o impermeabilizado. Inmune es aquel que se encuentra exento de los peligros de los excluidos, aquel que está privado o dispensado de una obligación. Las personas inmunes (los consumidores) son los que actúan preventivamente, que hacen la guerra preventiva. La persona inmune, “en vez de adecuar la protección al efectivo nivel del riesgo, tiende a adecuar la percepción del riesgo a la creciente necesidad de protección, haciendo así de la misma protección uno de los mayores riesgos.” (Inmunitas. Protección y negación de la vida, Amorrortu, Bs. As., 2005, p. 27/8.)
[28]Insisto en simplificarlo en estos términos para subrayar que el conflicto en la Argentina además de social sigue siendo racial.
[29] Boaventura de Souza Santos, Reinventar la democracia, reinventar el Estado; CLACSO, Bs. As., 2005, p. 30. Esquizofrenia que se puede corroborar cuando el Estado suscribe, al mismo tiempo, los pactos de derechos humanos que garantizan los derechos sociales, políticos y culturales de todos los habitantes, pero, al mismo tiempo, ratifica los pactos antiterroristas por el cual el Estado incorpora los estándares jurídicos internacionales que le permiten al Estado sustraerse de aquellos pactos. El Estado duplica la responsabilidad ante la sociedad cuando incorpora con jerarquía constitucional los pactos de DDHH, pero se exceptúa de cualquier responsabilidad en tanto incorpora los pactos antiterroristas que prevén fueros especiales, leyes especiales y la suspensión de las garantías para todos aquellos señalados como “terroristas”.
[30] Sobre este tema puede consultarse el libro de Cristian Alarcón, Cuando me muera quiero que me toquen cumbia. Vidas de pibes chorros, Grupo Editorial Norma, Bs. As., 2003.
[31] La famosa "zona liberada", que es la frase que solemos emplear para dar cuenta del renunciamiento que hace la policía respecto de los delincuentes, es la mejor prueba que tenemos para corroborar el control que la Bonaerense tiene sobre el territorio. Pero también la “impunidad”, quiero decir, es la manera de verificar su influencia, los contactos y los acuerdos con la clase dirigente, los negocios comunes que mantienen con políticos, jueces, fiscales o funcionarios.
[32] Esta es otra de las tesis de Marcelo Fabián Sain: la red policial como práctica de regulación directa o indirecta de los circuitos delictivos; y al mismo tiempo, como mecanismo de financiación de la red política a cambio de la cual los políticos brindan amparo y protección. Ese sistema de recaudación o regenteo supone dos cajas. La caja tradicional, referida a delitos históricos como el juego clandestino, la prostitución, la venta callejera no autorizada, las adivinadoras, los albergues transitorios, los boliches nocturnos; y la caja sucia o la otra caja, referida a delitos donde se puede corroborar un aumento de la violencia, un importante despliegue territorial, un alto grado operativo y logístico tendiente a generar una alta rentabilidad económica. Sain se está refiriendo a delitos como el narcotráfico, los secuestros, los piratas del asfalto, el asalto a bancos o camiones de caudales blindados, la venta ilegal de armas, el robo de autos para su desguace, los desarmaderos, la trata de blancas, etc.
[33] Se llama “meter ruido” cuando los hechos adquirieron visualidad en los medios o cuando la comunidad se moviliza, o cuando la comisaría recibe llamados telefónicos de la dirigencia política, etc. A través de cualquiera de estas formas, los hechos expusieron a la comisaría y en especial a las autoridades que decidirán entregarlos.
[34] Kessler, p. 131. Por otro lado como señalan Alejandro Isla y María Cecilia Valdez Morales, en su trabajo de investigación “Los malvados, reflexiones desde la perspectiva de los ladrones” (en Heridas Urbanas. Violencia delictiva y transformaciones sociales en los noventa, FLACSO, Bs. As., 2001): “Contrariamente a lo que podría suponerse, es valorado negativamente el empleo innecesario de violencia desatada en un hecho. Los hechos de sangre, pueden ‘ensuciar’ la trayectoria de un profesional. Esta es una de las principales diferencias generacionales que se observan en el mundo de los que hoy ‘salen de caño’. Un ladrón veterano, por encima de los 30 a 35 años, no tiene interés en matar a un policía. Incluso en la planificación de un hecho busca evitar ese encuentro, a pesar del odio que se le profesa a todo tipo de policía. Si en el robo, por una eventualidad, se cruza con uno y para escapar en el tiroteo lo mata o hiere, será para el ladrón un blasón en su trayectoria, a la que referirá como ‘accidente’. (…) En cambio, para ‘los pibes chorros’ de hoy, el objetivo es matar al policía donde se lo encuentre y al mismo tiempo robar. De allí, que cada dos días muere un bonaerense o federal en provincia y ciudad de Buenos Aires, como al mismo tiempo, cada dos días se detiene a un menor homicida. Lamentablemente estamos lejos de saber cuántos menores mueren en comisarías y en enfrentamientos reales o simulados; cuestión que los medios, con excepciones, ni siquiera se preguntan. Se está asistiendo a una guerra sórdida, sucia, que acompaña la descomposición social e institucional de Argentina.” (p. 295)
[35] Sobre este tema pueden consultarse los trabajos de Sofía Caravelos, “Documentos por favor. La policía en las calles”, publicado en La criminalización de la protesta social (Ediciones Grupo La Grieta – HIJOS, La Plata, 2003) y Sofía Tiscorni, Lucía Eilbaum y Vanina Lekerman, “Detenciones por averiguación de identidad. Argumentos para la discusión sobre sus usos y abusos”, publicado en Burocracias y violencia policial. Estudios de antropología juridical (Antropofagia, Bs. As., 2004).
[36] Eso por un lado, porque por la Bonaerense, como así también la Federal, son agencias funcionales al neoliberalismo, mecanismos disruptivos de la pobreza que no se resigna. Se trata de una fuerza reclutada de los mismos sectores populares. De allí que la Bonaerense sea la manera de producir también malentendidos al interior de los sectores populares.
[37] Sobre este tema pueden consultarse los libros de Marcelo Fabían Sain, Seguridad, democracia y reforma del sistema policial en la Argentina; FCE, Bs. As., 2002, y Política, policía y delito. La red bonaerense, Capital Intelectual, Bs. As., 2004.