
Noción de gasto y estética de precariedad en las representaciones literarias del narcotráfico
Jungwon Park | University of Northern Colorado
Gerardo Gómez-Michel | Hankuk University of Foreign Studies
Abstract:
In the last decades the narco-trafficking industry has grown in its economic, social, and political global impact. Nevertheless, the distribution of wealth of this industry does not follow the traditional approach of capital accumulation, especially due to the precarious environment involved in this illegal activity. As result of this circumstance, the transitory protagonists of the narco-business have developed an extravagant attitude in which economic expenditure ultimately means a violent and tragic defiance to the sovereign state. In a social and legal order where their lives are considered worthless, they expend money in a manner inversely proportional to their life expectancy. The foundational rise of the so-called narco-narrative in Mexico and Colombia in the early 90s began to deal with the topic beyond the condemning approach in official discourse. Furthermore, the narco-literature exposes the deep crisis some countries and social sectors are immersed in due to the hegemony of late capitalism, which has allowed the conditions for this industry to continue to flourish.
Introducción[1]
Las circunstancias sociales y económicas que ha establecido el narcotráfico, con su terrible lógica de violencia, muerte y corrupción, han sentado las bases de un mercado trasnacional en el que la absurda y desproporcionada acumulación de dinero ha desvirtuado—más nunca invalidado—la noción de gasto en sociedades que, si bien totalmente inmersas en el mercado mundial, mantienen una profunda desigualdad en la distribución del excedente económico. En este sentido, la noción de gasto relacionado directamente con el concepto de pérdida, o de consumo no ligado a la supervivencia del hombre ni a la conservación de los medios productivos económicos, requiere una revisión actualizada de los elementos puestos en juego por esta industria, la del narcotráfico, en la que la reificación de las relaciones humanas juega un papel preponderante en las dinámicas vivenciales de los protagonistas en relación con la acumulación y pérdida económicas producidas por y a través del ejercicio del narcotráfico.
Como explica Georges Bataille en su libro Visions of Excess (1994), no se debe confundir la noción de gasto con el concepto inherente a la palabra “consumo”, ya que éste último, si bien está ligado a un “gasto” económico, igualmente está ligado a la conservación de los medios productivos y a la supervivencia, en cambio, la noción de gasto a la que se refiere Bataille, sería aquel gasto que sólo tiene significado en sí mismo, y no se relaciona con la acumulación de capital o la inversión positiva; el gasto, en este sentido, es una pérdida, una forma improductiva de consumo (118). Para nuestro análisis, la noción de gasto que propone Bataille, no sólo se referirá al gasto improductivo en términos económicos—que refiere a las esferas de la sociedad que gasta para posicionarse como miembros de una clase opulenta—sino además a la relación deformada que el derroche tiene con la precariedad de los sujetos que pertenecen a una clase marginada y para quienes el gasto es un sacrificio material que irónicamente prefigura su propia aniquilación.
Si bien la industria y el mercado de los estupefacientes responde a las leyes de la oferta y la demanda en un mercado globalizado, es precisamente su estatuto criminal, aunado a la ingente producción económica, lo que ha formado una espiral sin fin de violencia en la que la corrupción gubernamental de todos los niveles—cuerpos policiacos ineptos y corrompidos, políticos y burócratas en complicidad por libre decisión o por amenazas de muerte, políticas de estado ineficientes y demagógicas, etc.—participa y perpetúa esa misma superestructura económica. Los dueños de los medios de producción de esta industria fuera de la ley (los grandes capos) han adquirido una influencia sin precedentes, a fuerza de millones de dólares y de miles de vidas, en las decisiones políticas (a favor o en contra de ellos) de sus respectivos países e incluso de políticas internacionales como ha sido el caso del Plan Colombia y la Iniciativa Mérida o la hasta hace pocos años vigente “Certificación” impuesta por Estados Unidos a países productores y exportadores de droga como México.
Sin embargo, quizá aún más terrible que la descomposición política que ha propiciado el narcotráfico, debido a las circunstancias descritas, ha sido una rearticulación de las relaciones humanas en sociedades donde la violencia es cotidiana y donde se ha llegado a condiciones de frágil gobernabilidad que insita a la proclamación en ciertos momentos y lugares de “estados de excepción” donde la vida humana es vida sacra, en el sentido que desarrolla Giorgio Agamben (1998), es decir, en cuerpos a disposición de la violencia social y estatal sin mayores consecuencias jurídicas. Agamben explora profundamente las implicaciones jurídicas y religiosas que comprende el concepto Homo Sacer (hombre sacro), y por las cuales se llega a la vulnerabilidad de la vida humana en los estados de excepción donde el poder soberano ejerce su violencia a fin de restaurar el orden social bajo control del estado. Puntualiza, en este sentido, que es justamente dentro de la esfera de la soberanía estatal donde la vida humana es sujeta a ser aniquilada sin ser considerado este acto como “homicidio” ni elevarse a categoría de “sacrificio”, justo ahí donde se ha decretado la excepcionalidad (83), como es el caso del espacio social (y legal) ocupado actualmente por la industria del narco, al que se declara enemigo de la soberanía nacional.

Son sin duda estos cuerpos los que llenan consuetudinariamente las secciones de la nota roja bajo el titular ignominioso que los describe como “ejecutados por ajuste de cuentas entre bandas de narcos”. Esa categoría de asesinato no se investiga en los casos individuales, sino que se subsume en un crimen colectivo e impersonal que ambiguamente es llamado “ola de violencia”, porque se da por sentado quién es el causante y cuál es el móvil. Sin embargo, por su impersonalidad—el narco—nunca se le celebra juicio real, en todo caso la condena es simbólica y es dictada al mismo tiempo por autoridades incapaces y por una sociedad temerosa e indefensa. Los cadáveres de los ejecutados son, como nos dice Monsiváis (2004), de esos “que nunca desembocan en las moralejas” y en este sentido la influencia del narco está estructurada en un “gobierno paralelo [que] se afirma colectivamente y toma decisiones que afectan enormemente al país” (23).
Debido a la extraordinaria coyuntural red de violencia y excedente económico que produce el narcotráfico, nos interesa revisar la noción de gasto en relación con las atmósferas, personajes, anécdotas y tramas que se exponen en dos muestras fundacionales de la llamada narconarrativa correspondientes a México y a Colombia, las dos grandes metrópolis del narcotráfico de este hemisferio. Para el caso mexicano revisaremos el libro de relatos Cada respiro que tomas (1991), del autor sinaloense Élmer Mendoza, quien ha venido desarrollando una saga narrativa que se centra en la cultura de la violencia en el norte de México, región que históricamente ha estado ligada a la producción y tráfico de estupefacientes. En relación con Colombia, se analizará el libro de testimonios ficcionalizados No nacimos pa´semilla. La cultura de las bandas juveniles en Medellín (1990), de Alonso Salazar, que propone un estudio de antropología urbana desde una narrativa que tiene origen en su labor periodística.[2] Observamos en estos textos, ejemplos “canónicos” de la llamada narcoliteratura, un hilo conductor que los cruza y entrelaza con el tema que nos ocupa: el gasto improductivo ligado a una ritualidad sacrificial que se enmarca en una estética narrativa que señala (¿denuncia?) de manera águda la precariedad de sus protagonistas frente a un estado soberano que los inscribe al espacio de excepción del narco.
Evidentemente no se trata de una exploración regionalista del problema, sino que se da por sentado que el negocio del narco responde y está inserto en el mercado global, y en este sentido, estos dos países son eslabones de una industria trasnacional con sucursales de venta, consumo, producción y distribución de una ubicuidad extraordinaria. Nos interesa indagar sobre el concepto de gasto propuesto por Bataille, aunque probando la elasticidad posible de su significado en las condiciones particulares propiciadas por el narcotráfico, especialmente en lo referente a la relación de derroche excesivo ligado a una psicología social que apunta hacia un sentimiento trágico de la vida corta, o mejor dicho, de la muerte prematura de los implicados en esta industria de fortunas efímeras e imperios perecederos. En este sentido nos parece imprescindible ampliar el concepto de gasto, pasándolo del ámbito económico al ámbito de la sociedad, es decir, pensar la violencia y la muerte cotidianas como un gasto social que supera los pequeños relatos del derroche particular, y que se inscribe en un macrorrelato nacional e internacional que de alguna manera está relacionado directa e indirectamente con el narcotráfico, o cuando menos, con las circunstancias distorsionadas y perversas que ha provocado en ciertos entornos sociales.
Este trabajo apunta a señalar en los textos literarios cuestiones fundamentales de este fenómeno como son: el sentido que tiene el derroche económico para los afectados (positiva y negativamente) por la industria del narcotráfico; las condiciones que reinan en una sociedad que llega al sacrificio humano, al gasto de vida que suele generalmente ser atributo de la guerra o el terrorismo; las relaciones de poder entre el estado y los sujetos imbuidos en estas sociedades. Proponemos en nuestro análisis que la llamada narconarrativa sugiere pistas que permiten vislumbrar algunos de los matices de esta problemática al mismo tiempo que desvelan la lógica de esta maquinaria siniestra que funciona a fuerza de seguir aceitando sus pernos y engranajes con la sangre de miles de personas—inocentes o no tan inocentes—con el temor-fascinación institucionalizado en la sociedad y con el patrocinio organizado de un estado corrupto o inepto.
Los rituales trágicos del derroche
Una parte inherente a la violencia del narcotráfico y del sicariato, hijo bastardo de aquél, es la lógica del despilfarro, del gasto improductivo, de la pérdida económica desligada de la acumulación y la supervivencia. Se trata en términos generales del opuesto a la inversión capitalista que mira hacia el balance positivo de las cuentas corrientes. El significado del gasto desproporcionado (en términos de capacidad económica real) de los narcos de bajo nivel y de los jóvenes sicarios al parecer está ligado a dos aspectos psicológicos, a dos traumas sociales y culturales endémicos: el prejuicio de clase que avasalla a los pobres y, además, el sentido trágico de la vida que les tocó vivir. Debido a una devaluación de los principios éticos y morales históricamente ligados al trabajo y al esfuerzo, aunada a severas crisis económicas que han derrumbado las posibilidades de movilización social, o cuando menos de supervivencia digna con base en el salario o la pequeña producción empresarial campesina o urbana, muchos jóvenes asumen una actitud de desenfado y rebeldía ante la terrible situación de sus entornos sociales. En Cada respiro que tomas, Élmer Mendoza abre con un relato-testimonio en el que su protagonista, Chuy Salcido, un narco de poca monta, nos cuenta su historia de vida desde la cárcel—donde ha terminado después de una serie de aventuras exitosas unas y desastrozas otras tantas—con una lógica existencial que apunta en especial al sentimiento de azar trágico y rebeldía que se ha señalado:
Lo malo de un joven muchas veces es querer tener dinero, y a mí me gustó el dinero y encontré la manera de obtenerlo más fácilmente. No pensé vamos a trabajar con el pico y la pala; eso vale madre, esa fregadera es trabajo de pendejos por no decirlo con otras palabras, aunque suene mal, qué le vamos a hacer con el sonido. Pos ni modo, y como dice el dicho, zapatero a tus zapatos, ¿cómo vamos a hacer dinero fácil? Pos fácil, y me gustó este pinche rollo de la mota y me jalé. (13)
El testimonio de Chuy Salcido desde la prisión es contundente: el trabajo es para los pendejos, sobre todo cuando la industria del narcotráfico ha establecido circunstancias extraordinarias en las que un joven de 16 años puede manejar cantidades ingentes de dinero a partir de unas cuantas operaciones exitosas. Otro aspecto que facilita esta actitud de rebeldía contra el sistema laboral común y corriente es el de la nula preparación profesional requerida para llevar a cabo con éxito la misión encomendada. En este sentido, el otro gran mito de movilización social propio del discurso de la modernidad, la educación, igualmente queda derrumbado ante la lógica del dinero fácil.
Sin embargo, curiosamente, aún en los márgenes externos de la legalidad, el narcotráfico, cuando menos para los involucrados, es un “trabajo” serio y dedicado:
Sí, empecé con esa madre. Fui aprendiendo el tejemaneje. Después me fui con otros compas a Nogales. Hijo de su pa´qué te cuento, loco, en chinga; ahí sí andábamos movidos. Había mucho movimiento. Yo tenía que estar a cargo de todos los pinches burreros, de la merca; bajar dos tres, bajar dos tres… en chinga. Todo bien machín. Tener la merca a punto exacto; no se podían hacer pendejadas. Todo con el máximo cuidado. (20)
Pero la ganancia económica, el balance de cuentas no está en los parámetros de la estructura de remuneración laboral o deacumulación por producción, sino al contrario, ambiguamente ligado al azar, a la suerte y al destino. Dice Chuy Salcido de un socio de “negocios” en Nogales con quien trabajó arduamente: “Económicamente él está mejor que yo, mil veces mejor que yo. Es un pedo de suerte. La neta es que trabajamos un chingo hasta que me desafané” (20, énfasis nuestro). Si algo asoma en los relatos vivenciales de estos personajes, especialmente en aquellos de procedencia humilde, es el sentido trágico de su existencia. Asumen que la muerte o la prisión llegan a causa del destino, y de alguna manera sienten que ese destino es ineludible, sin importar incluso la culpabilidad. Es decir que el destino no se construye con esfuerzo —negando la célebre frase: “el hombre es el arquitecto de su propio destino”— sino que se asume como viene, y generalmente viene desgraciado y perentorio. Para los protagonistas de este drama asumido como propio, el azar es caprichoso y contundente y pocas veces perdona. Hablando de otro socio, nos dice Chuy Salcido:
Si no lo hubieran matado, ahorita el cantar sería otro. Económicamente estaría de otra manera, más chilo. O tal vez ya me hubieran dado piso. Porque en este rollo es así. Un bato anda a toda madre, todo le está pintando bien y zas, se lo lleva el trensudo, amanece por ahí con las nachas pa´rriba y nadie sabe nadie supo. (22 énfasis nuestro)
Así es como la precariedad de la vida, la muerte perentoria e inmediata son los riesgos de trabajo que se aceptan con tal de acceder a la esfera del poder económico, aunque casi nunca logran el prestigio social que generalmente acompaña a la riqueza.
En No nacimos pa´semilla, Alonso Salazar se pregunta para el caso colombiano de los sicarios, lo mismo que Monsiváis lo hace para los narcos mexicanos: ¿Qué los empuja a realizar actos en los que se mueren? La respuesta correspondiente, a pesar de sus matices, tiene el mismo sentido: “Una insurgencia de la juventud de las barriadas populares de Medellín, que han encontrado en la violencia, en el sicariato y en el narcotráfico una posibilidad de realizar sus anhelos y de ser protagonistas en una sociedad que les ha cerrado las puertas” (Salazar 149). Monsiváis dice por su parte: “A los campesinos y pobres urbanos el narcotráfico les ofrece la movilidad social de un modo veloz y casi sin escalas […] A las historias individuales las vincula la sensación de arribo a la cumbre inesperada” (25). Si como está expuesto, la ganancia económica es desproporcionada en relación al tiempo y esfuerzo implicados, el gasto es igualmente una desproporción descabellada: los carros de lujo, las joyas alucinantes, las residencias suntuosas y pésimamente decoradas, el derroche en restaurantes y fiestas interminables —que sin embargo generalmente terminan justo cuando se acaba el dinero para continuarlas. La música y los desenfrenos sexuales son parte importante de los rituales celebratorios de estos personajes. En este sentido, el ritual del desenfreno sexual y el espectáculo han sido algunos de los elementos más ligados—unidos al de las joyas, los metales preciosos y el juego—al concepto de gasto improductivo:
Even though it is always possible to set the various forms of expenditure in oppositions to each other, they constitute a group characterized by the fact that in each case the accent is placed on a loss that must be as great as possible in order for that activity to take on its true meaning. (Bataille 118)
Dentro de la lógica capitalista, la acumulación económica y el balance de cuentas corrientes, de preservación asegurada de la producción, ha permitido y propiciado históricamente el derroche de los ricos en bienes y servicios de lujo improductivo que no tienen un sentido más allá del de otorgar a quien gasta un estatus social relevante gracias a su poder económico, a su capacidad de pérdida, que entre más grande sea, mayor sentido adquiere y por lo tanto mayor influencia proyecta en el entorno del que derrocha. Para influir hay que hacer ostentación de lo gastado, para que adquieran sentido las orgiásticas celebraciones de los narcos, deben ser atronadoras y desquiciantes, deben irrumpir en el entorno al que influyen temor y admiración al mismo tiempo.
En el pequeño relato de Mendoza, “Camelia la Texana”,[3] se presenta a una protagonista que se ha posicionado en el negocio del narco a pesar de su condición femenina—otro de los mitos seductores de la narcocultura es el de la emergencia esporádica y excepcional de la femme fatale en este ámbito por demás machista y excluyente—. Aquí, el escritor mexicano expone uno de tantos ejemplos que con diferentes dimensiones y circunstancias no deja de ser uno y el mismo en esta lógica del gasto del narcotráfico:
Otra cosa que no les gustó [a los vecinos] fue que Camelia pistiaba con profusión y estilo, frecuentemente jalaba la banda, y como la complació el apodo, ya sabrán cuál era su canción favorita […] además, sus amigos practicaban la fea costumbre de bloquear la calle con sus carrotes y de exhibir sus metralletas entre los niños. Eso pone los pelos de punta a cualquiera. (53–54)
A la protagonista se le atribuye el adjetivo de “gomera”[4] de manera despectiva, que es un regionalismo sinaloense para designar al criminal ligado al narcotráfico (al parecer de bajo nivel). Es decir, a pesar de que la colonia a la que se muda la enigmática mujer es un sector popular, quedan algunos vestigios de una red de prejuicios sociales y culturales que condenan la criminalidad, y por lo mismo, el despilfarro de Camelia es escandaloso. El narrador del relato dice con cierta ironía: “Creo que exageraban” (53). De cualquier forma, el desagravio no parece estar conectado directamente a la “profesión” de la vecina incómoda, sino a la exclusión con que se ejecuta. Camelia no invitaba a nadie de la colonia a sus fiestas, la ostentación y el gasto efusivo para los colonos es una forma de reconfirmar su posición subalterna en la estructura social. Por otra parte, como dice Monsiváis, para los narcos “el derroche no sólo es ostentación (todo lo que relumbra es oro), sino el mensaje delirante a los ancestros que nunca salieron del agujero, y a la grisura total que no gobernará ya su comportamiento” (27). El gasto avasallador es una bofetada a aquellos que de alguna manera comparten el mismo origen en la pobreza o la mediocridad. Los vecinos saben que ellos siguen gobernados por la “grisura”, y al final del relato, en una oportunidad de revancha cuando la suerte se torna negra para Camelia y llegan para matarla —significativamente se usa ese término en lugar del lógico apresarla cuando llega la policía por ella— se pueden dar el lujo de salvarle la vida y además rechazar el dinero que ella intenta pagar por tal servicio. En esta reivindicación de su clase popular y humilde, los vecinos al mismo tiempo se desmarcan y delimitan su entorno fuera de los márgenes no sólo del gasto excesivo, sino también de la violencia inherente al narco.
En otro relato-testimonio, “Somos los reyes del mundo”, del libro de Alonso Salazar, está explícita desde el título una impostura eufórica y delirante. Antonio, el jovencísimo sicario protagonista, va repasando desde su cama en el hospital la corta historia de su vida y su “encumbramiento” en la comuna medellinense. La diferencia entre la vida y la muerte, además de ser una cuestión de violenta supervivencia, pareciera seguir cierta gramática de gasto y despilfarro momentáneo, proporcional al gasto que significa la pérdida de vida del asesinado. El sicario que mata no sólo logra sobrevivir, sino que adquiere la ganancia de la muerte del otro, y esa ganancia es al mismo tiempo vida para él mismo, vida que está íntimamente relacionada con el festejo y la orgía, con un rito de música y alcohol que celebra la precaria continuidad de su existencia. Existencia, por otro lado, que no deja de ser patética en el fondo, pero cuando menos suaviza o mitiga superficialmente su miseria en el baile de la muerte que es esa celebración cínica y trágica a la vez. Comenta Antonio como después del asesinato de un político:
[..] por la noche, recibido el billete, armamos rumba en el barrio. Como dice el dicho: el muerto al hoyo y el vivo al baile. En una Nochebuena anticipada, compramos un chanchito, cajas de cerveza y aguardiente, instalamos el equipo de sonido en la calle y armamos parche hasta la madrugada. (27)
Esta celebración, que más que ser una celebración de la vida de los sicarios sobrevivientes, es una bacanal de la muerte, un particular holocausto (en el sentido más amplio del término) en el que al mismo tiempo que se celebra la muerte propiciatoria del asesinado que procuró la ganancia económica, es una proyección de la propia muerte del sicario que siempre está en el aire, esperando a la vuelta de la esquina, y que se presiente cercana e ineludible. Parte de la embriaguez del momento está relacionada con el vértigo que la violencia imprime a sus existencias de sicarios: “es que no importa morirse, al fin y uno no nació pa´semilla. Pero morirse de una, para no tener que sentir tanta miseria y tanta soledad” (40)—agrega Antonio más adelante. El gasto es entonces una premonición del destino final que les espera: su propio sacrificio, que sería una forma extrema de gasto social improductivo. De esta manera el derroche económico de la ganancia busca ganarle la carrera al gasto final que será su fallecimiento, violento y propiciatorio de una continuidad ritualística de la muerte en que están inscritos salvajemente
El sacrificio humano como gasto monumental de la sociedad
El derroche mítico de las fiestas de los narcos y de los sicarios es una característica inherente a la precariedad con que experimentan su existencia. Con no pocas referencias a los rituales sacrificiales de sociedades pre-modernas, la música y el desenfreno sexual suelen estar presentes casi ineludiblemente. Es parte del imaginario colectivo pensar estas fiestas con la banda de música tocando por días y días sin parar, hasta que el cansancio o el hartazgo del narco pone fin al desenfreno en el que ha gastado sumas impresionantes de dinero. Por otra parte, no es raro que se sacrifique un animal dentro de las celebraciones: se mata un cerdo, un chivo o una vaca como parte del festín. El sacrificio del animal, además de la denotada significación en tanto alimento pródigo, es innegable su relación con el sentido religioso del holocausto como una retribución a las fuerzas “divinas” que propiciaron el éxito en la misión emprendida, ya sea ésta un asesinato o la entrega de algún cargamento de droga. Podemos, en este sentido, atestiguar una religiosidad de los narcos la mayoría de las veces relajada y ad hoc a su circunstancia. Cuando logran colmar una transacción, cuando se salvan de la cárcel o la muerte, se refieren a milagros atribuidos a la virgen, o en el caso mexicano, a Malverde, el célebre santo de los narcos. El culto al que se adscriben cientos o miles de jóvenes sicarios en Colombia le hace exclamar a Fernando, el narrador de la novela La virgen de los sicarios (1994): “Esta devoción repentina de la juventud me causa asombro. Y yo pensando que la Iglesia andaba más en bancarrota que el comunismo… Qué va, está viva, respira” (15). No obstante, no es la iglesia católica la única vía de religiosidad a la que acuden los narcos y sicarios, igualmente pueden ser devotos de otros cultos como la santería o la brujería para satisfacer su necesidad de apoyo sobrenatural. Los ritos paralelos, en este sentido, pertenecen al mismo rango de las celebraciones de derroche, son rituales imbuidos totalmente en el sentido profundo de la muerte, la ajena y la propia. Funcionan de alguna manera como proyecciones anticipadas del fin, del autosacrificio. En “Somos los reyes del mundo” se narra el sacrificio de un gato durante un rito de iniciación al que es sometido Antonio, escena que en el cuento apunta a la profecía ineludible de la muerte del protagonista. Por otra parte, la iniciación significa la entrada a la logia de la muerte que son los sicarios; un despojamiento de la subjetividad individual, la reificación de su individualidad en relación con el grupo. Así, en este estado de excepción doméstica y al mismo tiempo inserto en una lógica trasnacional de la violencia y el desencanto, la decapitación del gato, la supuesta transmisión de las cualidades depredadoras por excelencia del felino, lo preparan no para la supervivencia (sentido superficial del rito de iniciación), sino que preparan su cuerpo para el sacrificio ante un depredador mayor, el abyecto mundo instalado por el narcotráfico en una sociedad que tiene sus víctimas propicias y consuetudinarias en las esferas más pauperizadas de la población. El clásico y triste dicho popular: “para morir nacimos” es parte de la aceptación del autosacrificio en el orden de un mundo corrompido a extremo. La vida desechable de los sicarios, de sus víctimas, de los narcos, y en un sentido más amplio, la de la sociedad inocente que muere en el fuego cruzado de esta batalla sin precedentes que es el mundo del narcotráfico, son a final de cuentas el gasto que está haciendo la sociedad entera. Quizá no sea exagerado entonces hablar de un holocausto cotidiano y avasallante —sólo en 2010 se registraron 15,273 muertes relacionadas con el crimen organizado en México (Ramos Pérez 2011)—que no acaba de redimir las culpas de una sociedad que intenta en vano la absolución de sus pecados de muerte, violencia y corrupción. En esta guerra de baja intensidad el lenguaje de la violencia y la muerte ha desplazado al lenguaje humano. En los actos de gasto y derroche, como en los pequeños rituales de iniciación o celebratorios que se han mencionado, no hay sujeto perceptible. La individualidad a dado paso a una mitificación indeterminada del culpable e incluso de las víctimas. En relación con esta situación límite, cabe recordar a Hanna Arendt que en su libro The Human Condition (1958) advertía acerca del riesgo de una sociedad dominada por la falta de comunicación y el aumento del miedo:
This happens whenever human togetherness is lost, that is, when people are only for or against other people, as for instance in modern warfare, where men go into action and uses means of violence in order to achieve certain objectives for their own side and against the enemy. In these instances, which of course have always existed, speech becomes indeed “mere talk”, simply one more means toward the end, whether it serves to deceive the enemy or to dazzle everybody with propaganda; here words reveal nothing, disclosure comes only from the deed itself, and this achievement, like all other achievements, cannot disclose the “who”, the unique and distinct identity of the agent. (180)
De tal forma que el gasto desproporcionado, la euforia del derroche,—lo mismo que la brutal violencia que los rodea—no desvela a los agentes de tales actos, al contrario, como explica Arendt, son un lenguaje vacío que deslumbra y confunde, que asombra y aterroriza. El mensaje final que es revelado a la sociedad a través de los hechos, fortunas y desgracias intrínsecas al macrorrelato del narco, el sentido de ese estado de guerra informal en el que se ha perdido la convivencia social—la batalla del todos contra todos—es el de un mundo corrompido, violento, y sobre todo injusto.

A manera de síntesis, los personajes de otro pequeño relato de élmer Mendoza, tras atestiguar el asesinato de una familia de ejidatarios, concluyen que: “la culpa la tienen los narcos, alguna confianza les dan para que se crean los dueños del mundo, alguien debe protegerlos para que anden por ahí como si nada echando bala y echando fiesta” (59). Resumen formidable de lo analizado en este trabajo, las palabras del personaje de Mendoza sintetizan la dialéctica de la violencia y el derroche en el mundo del narcotráfico: echan bala y echan fiesta. Aún más terrible es que en muchas regiones urbanas depauperadas y zonas rurales con crisis económicas endémicas, este negocio ilícito se ha convertido en una industria monstruosa que perpetúa una constante guerra no solamente entre los cárteles, sino también contra el orden oficial que termina por proclamar un “estado de excepción” donde la vida humana se enfrenta con la muerte cotidianamente. Como resultado, la violencia y el miedo interactúan y se multiplican.
La visión ofrecida en las narconarrativas está estructurada con mayor o menor intensidad en las tramas particulares de los personajes que se integran a la lógica de gasto económico y humano que acentúa la tragedia inherente al “oficio” del narco: vida intensa, derroche y muerte prematura. Esa es la superficie del tema, es la forma del relato, y por ello la causa de su mitificación en el imaginario colectivo—y en esta tarea entran en juego toda la gama de formas narrativas que exploran y proyectan la narcocultura: el cine, la televisión, la literatura, los corridos, la prensa—Sin embargo, la segunda lectura, el sentido profundo de esta problemática social nos lleva a cuestionar el papel del Estado y sus instituciones más elementales. La impartición de justicia, con su expresión más tangible, la policía, suele estar totalmente desacreditada ante la sociedad, por lo que la identificación de la gente con la ley es nula o produce desprecio y desconfianza. En este ámbito de corrupción desbordada, las políticas de estado, sobre todo las económicas neoliberales, han propiciado un agudizamiento del problema y cuando menos a la fecha están lejos de poder solucionarlo ya que la superestructura que sostiene a la industria del narcotráfico, en términos internacionales, está sustentada por el estado mismo.
En este atroz escenario, a la sociedad civil le quedan pocas opciones de acción: o se suma al autosacrificio del gasto humano de una sociedad corrompida en la que el señuelo de la fortuna fácil conlleva el riesgo de la muerte; o intenta organizar una resistencia (desesperada quizá, pero con algún atisbo de esperanza rebelde) que declare que sí, que en efecto, sí se puede “nacer pa´semilla” aunque la terrible realidad opine lo contrario. En No nacimos pa’semilla, el descontento de la sociedad colombiana se expresa a través de la muy particular construcción comunitaria entre los jóvenes sicarios, a partir de una solidaridad que rechaza el orden moral impuesto por el régimen oficial (Herlinghaus 109). Un ejemplo, entre varios más, aunque quizá el de más impacto mediático hasta ahora para el caso de México, es el movimiento liderado por el poeta mexicano Javier Sicilia quien, después del asesinato de uno de sus hijos, convocó a la sociedad civil a la denominada “Marcha por la paz y la justicia” a lo largo de varias ciudades de México (Torres 2011). Desde una posición de prestigio social y cultural, Sicilia hace una crítica directa a la estrategia política del Estado mexicano que continúa agudizando el estado de excepción de facto en el país, que para observadores externos—como el Departamento de Estado Norteamericano—linda peligrosamente con un estado fallido (Chabat 2010). Situados en los dos extremos del espectro social, el sicario y el poeta, no obstante, refieren a una misma raíz del problema: la incapacidad o la falta de voluntad de un estado que prolonga (y no pocas veces promueve) las condiciones económicas, sociales y legales en las que el narco tiene su espacio de maniobra.
En Cultures on Drugs: Narco-Cultural Studies on High Modernity (2006), Dave Boothroyd apunta a la larga tradición en la literatura contemporánea de representaciones relativas al tema de las drogas. La experiencia vivencial del uso de estupefacientes muestra la emergencia de una subcultura de la modernidad donde se crea la ilusión de acceder una vida mejor por medio del consumo de drogas (9). Si bien Boothroyd discute las referencias culturales del consumo de drogas en el mundo metropolitano, la narcoliteratura en Latinoamérica tiende a indagar sobre una cultura del narcotráfico que refleja los profundos problemas de la economía local y la política nacional, circunstancia que en general se ve acompañada del impacto de la violencia, la corrupción, la impunidad, la inseguridad, y peor quizá, la desesperanza. Las narconarrativas analizadas en este trabajo configuran una cultura de la precariedad condicionada en parte por el riesgo mortal que supone la producción y la transportación de la droga, pero en el otro extremo, igualmente propone la emergencia de una cultura del derroche como recompensa conmensurable con el peligro inherente al “oficio”. El tema del narcotráfico, en este sentido, perfila siniestramente la división del trabajo en el mundo actual. La irónica coexistencia del gasto excesivo y la vida desechable de los narcos apunta a la realidad extremadamente precaria y expuesta al sacrificio inútil en un Sur global (en este caso representado por Latinoamérica) que se ve cada vez más impactado por el efecto de la violencia, el miedo y la muerte.
Notas
[1] This work was supported by Hankuk University of Foreign Studies Research Fund of 2011.
[2] Es importante subrayar la emergencia casi simultánea en el tiempo de estos dos libros de relatos que abordan una nueva perspectiva sobre la violencia del narco y el sicariato que se distingue de la mayoría de los discursos en los que se condenaba a los narcos desde la perspectiva oficialista. En este sentido, su aparición es un giro significativo respecto la interpretación del narcomundo en el contexto de cada país.
[3] El título del relato remite a uno de los narcocorridos (homónimo) inaugurales de este género, en el que particularmente la figura de la mujer adquiere una dimensión protagonista. En relación con este tema, “las mujeres no aparecen únicamente como compañeras fieles o simples objetos de placer, sino también con los mismos atributos extraordinarios de sus pares masculinos, a los que a veces sobrepasan en astucia y sangre fría, como ‘Camelia la Texana’, ‘Margarita la de Tijuana’ o ‘La rubia y la morena’”. (Astorga 1997)
[4] Luis Astorga explica el origen del término: “En los años cuarenta […] además de los adjetivos empleados en décadas anteriores se habla de traficantes como "pescados chicos", "tiburones", "contrabandistas", "raqueteros", "mafiosos", y "gomeros". Esta última categoría era empleada de manera más frecuente en la prensa sinaloense”. (Astorga 2003)
Obras citadas
Agamben, Giorgio. 1998. Homo Sacer. Sovereign Power and Bare Life. Traducido por
Daniel Heller-Roazen. Stanford: Stanford University Press.
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